domingo, 6 de agosto de 2017

En el Infierno congelado o el destino de un novelista



*La siguiente columna apareció, originalmente, en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/en-el-infierno-congelado-o-el-destino-de-un-novelista/


En el Infierno congelado o el destino de un novelista

El término serendipia es una palabra muy utilizada en la novela de la post-posmodernidad, y en la literatura cuántica. Parece que las casualidades y las coincidencias rigen nuestras vidas más de lo nos imaginamos. Ayer, abrí Instagram y me sorprendí con que una de las personas a las que sigo se había embarcado en la lectura de Si esto es un hombre, de Primo Levi. Yo acababa de escribir la reseña de Cinco días que estremecieron al mundo, de Nicholas Best (editorial Pasado & Presente), para esta misma página, y en ella me refería a esa obra y al poema del mismo título que la encabeza. Por si todo esto no fuera bastante, me topé con una noticia en la prensa: el museo del campo de exterminio de Auschwitz iniciará una muestra itinerante por 14 ciudades europeas.

Es la trilogía de Primo Levi, compuesta por Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados (todas ellas editadas en Península), un tríptico estremecedor de toda la barbarie que el escritor italiano tuvo que soportar en el campo de Auschwitz. Levi, judío sefardí y químico de profesión, se vio internado en el anexo de Monowitz. Ese era el lugar destinado a la fabricación de caucho, aunque jamás se logró ese objetivo. Gracias a su condición de científico, Levi esquivó el destino de los 630 judíos de su transporte. Solo sobrevivieron 20 personas de ese envío.

Enfermo de escarlatina, soportó en el barracón médico los últimos días del campo, hasta que fue liberado por el Ejército Rojo. Su Trilogía de Auschwitz está atravesada por la presencia de la Divina Comedia de Dante, que coloca la parte del Infierno en paralelo con la existencia en Auschwitz. También aparecen continuas referencias a otros grandes clásicos de la literatura, en especial a Homero y su Odisea.

Intentando esquivar la abrumadora presencia de la película La lista de Schindler —cuya novela-ensayo de Thomas Keneally, El Arca de Schindler, es del todo recomendable— no puedo dejar de mencionar La zona gris, una película durísima sobre las condiciones de vida en el campo, y cuyo título se ha tomado del segundo capítulo de Los hundidos y los salvados de Levi, el último libro de la trilogía. Otra película que he visto hace poco, y que abunda en esta visión realista y devastadora, es la húngara El hijo de Saúl. Creo que puede ser lo más aproximado que se haya filmado sobre lo que de verdad tuvo que ser aquel infierno. El filme obtuvo el Óscar a la mejor película extranjera en 2016.


En la primera novela que publiqué hace años, Noche y Niebla (Nostrum), definí la existencia de Auschwitz, varado en nuestro tiempo actual, como un “infierno congelado”. Como si todo el mal que se desplegó allí se mantuviera en un estado latente, a la espera de volverse a despertar de nuevo. Debo reconocerlo: la visita al lugar cambió mi percepción de la realidad, de la Historia, y me marcó definitivamente. Me cambió la vida.

Desde entonces, ni en una sola de mis obras he dejado de referirme al Holocausto, o si lo prefieren a la Shoah, tal y como se denomina en hebreo. Y no pienso dejar de recordarlo, escribir sobre aquello, porque soy de los que mantiene la teoría de que hay que tenerlo bien presente en la memoria colectiva.

Creo que fue Vargas Llosa —cuando todavía era un buen novelista— quien afirmó que el escritor no elige el tema sobre el que va escribir, sino que es el tema quien lo elige a él. Desde luego, eso me sucedió a mí. La historia es muy larga de contar y este no es el lugar adecuado, pero yo no tenía ningún interés especial en Auschwitz en el año 1991, época en la que recorrí, durante varios meses, Europa a golpe de mochila e Interrail. Sin embargo, un impulso misterioso me condujo con encono, superando todos los problemas e inconvenientes, hasta sus acongojantes barracones.

Auschwitz es el nombre alemán que recibía la localidad polaca Oświęcim, sí, un lugar triste y gris, aplastado por el peso del horror y de su pasado. Recuerdo que, mientras me acercaba al pueblo, contemplaba los bosques por la ventanilla del tren. El dolor colgaba de las ramas de los árboles. El dolor se arracimaba en los hombres, también en cada esquina de aquel villorrio, en las calles, los adoquines, las aceras. El dolor aguardaba, como un guardagujas más, detenido al pie del andén de la estación.

En ese momento, el dolor no era contemplado como ahora, como un gran Parque Temático de diversión, principalmente relanzado por Hollywood, a horcajadas de la industria cinematográfica que, desde La Decisión de Sophie, pasando por La Caja de Música y acabando en La Lista de Schindler, ha estandarizado, franquiciado la imagen del Holocausto.

Ahora, se anuncia un tour por las grandezas de Polonia con las atrevidas palabras de “visitaremos Varsovia, Cracovia, Auschwitz, Chestojova”, incluyendo el campo de exterminio como un lugar de entretenimiento más, al nivel de tipismo de los bisontes de la reserva polaca de Białowieża, de la arquitectura de Gdansk, de las minas de sal de Wielickzka o del vodka Wyborowa. Un sitio más que se debe visitar, con sus guías y sus autobuses de turistas abarrotados: es un lugar de dolor de consumo rápido.

Pero en aquel año lejano, también congelado en el tiempo, nací como escritor. Tal y como lo relato en mi última novela publicada hasta la fecha, Casillero del diablo (Xorki), y pidiendo disculpas por lo feo que resulta eso de auto citarse:

 “Veía claro lo que tenía que escribir. Tenía que escribir sobre aquello. Debía escribir sobre eso. El tema me había elegido… no, el tema no. Era el Campo. El Campo me había cogido por las piernas, el Campo, el Campo me lo ordenaba, me lo exigía”.

Desde entonces, ese tema se hizo presente en todas mis novelas.

Si esto es un hombre, de Levi, puede leerse en paralelo con otra de las grandes obras sobre Auschwitz y el Holocausto: se trata de Sin destino, del Premio Nobel de Literatura húngaro Imre Kertész. El libro, de marcado tinte autobiográfico, narra el paso del escritor por el campo de Auschwitz, y después por el de Buchenwald, cuando todavía era un adolescente. Respecto a Buchenwald, el libro de Jorge Semprún, Viviré con su nombre, morirá con el mío (Tusquets), completa perfectamente esta pequeña bibliografía que he aportado aquí sobre el Holocausto.


Sin embargo, además de las novelas, o de los escritos autobiográficos de experiencias vividas en mitad de la matanza, también se ha desarrollado una extensísima bibliografía que reflexiona sobre el asunto con un profundo análisis filosófico. El intentar explicar la barbarie desde un punto de vista humanístico, quizás, pueda resultar imposible, pero quiero mencionar uno de los trabajos que más me ha interesado en este aspecto. Se trata de Por los campos de exterminio (editorial Anthropos), de Reyes Mate.  Un breve tratado en donde su autor demuestra una extraordinaria lucidez a la hora de enfrentarse e interpretar los sucesos.

La obra de Mate está repleta de buenos trabajos acerca de este tema —en 2009 fue Premio Nacional de Ensayo—, pero el texto al que me refiero, junto a una tanda de tres conferencias a las que asistí en la Fundación Juan March de Madrid, durante el año 2003, me iluminaron aquellos aspectos oscuros que aún albergaba sobre el asunto.

A menudo se menciona un término pavoroso: la vergüenza del superviviente. Esa definición tan triste, de la que ya habla Levi en el capítulo tercero de Los hundidos y los salvados, es un lastre, el peso de la culpa que devora a los que salieron con vida del Holocausto, que ni comprenden ni soportan los motivos por los cuales a ellos no les alcanzó la muerte. Fue este sufrimiento el que llevó a Primo Levi a arrojarse por el hueco de las escaleras desde un tercer piso en Turín, en una muerte polémica porque durante un tiempo se quiso mantener la idea del accidente. Pero se trataba del mismo sentimiento de vergüenza y culpa que hizo que el poeta Paul Celan se lanzara al Sena.

El Premio Nobel húngaro, Imre Kertész, antes y después: a la izquierda, durante su internamiento.

Han pasado algo más de 72 años de la liberación de Auschwitz, pero es un asunto que, para muchos de nosotros, sigue siendo recurrente. El sistema concentracionario nazi, con la muerte como producto final de todo el esfuerzo consagrado a ello, significó una quiebra definitiva del humanismo y de todos los avances que en ese sentido había experimentado el hombre desde el Renacimiento. Por ello, no es de extrañar que algunos nos empeñemos tanto en recordarlo. La literatura intenta explicar al ser humano, y por eso vuelve una y otra vez a los campos de exterminio, en un intento de alumbrar las sombras más oscuras de nuestra naturaleza.

Yo, sin ir más lejos, acabo de terminar mi nueva obra, Softcore, y si algún día consigo editarla, podrá verse en ella que, nuevamente, abordo el asunto. Pero hasta que eso ocurra, tendremos tiempo de sobrecogernos con la muestra itinerante del museo de Auschwitz —en concreto se realizará a finales de año en el Centro de Arte Canal de Madrid, y significará su estreno mundial— y formularnos, de nuevo, la pregunta sin respuesta que nos carcome: ¿Cómo pudo ocurrir?

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