miércoles, 28 de abril de 2010

Ciudadano Ben X


Sólo y aislado ni toda la belleza de Gante y Brujas podría salvarme. Soy una botella de sangre a la espera de ser descorchada. Vagabundo ferroviario me traslado de Bruselas a Lovaina, de Lieja a Amberes. Te busco a ti, pero como no te encuentro: te invento. Soy el derrotado personaje de un vídeo juego, condenado a morir una y otra vez, cansado en resurrecciones.
No, no puedo tenerte, por eso: te invento. Al crearte soy un dios grandioso que moldea a su gusto, que de lo informe mastica la mujer más maravillosa del mundo. La mayor de las mentiras, es cierto, pero la mentira más maravillosa del mundo.
Soy un cobarde, pero no tan cobarde como el ciudadano Ben X. Yo sí entiendo que te he inventado, entiendo a mi creación, mi gesto de fracaso, y yo sí que soy capaz de realizar mi suicidio, de ir más allá de un mero y estúpido fingimiento.
Mientras toda la belleza del mundo -Gante y Brujas- giran en mi cabeza y en el cielo, el vagón de mercancías chapotea con la sangre de mi cuerpo y tú, creación mía: te disuelves tristemente al borde del andén.

En lacre


En lacre sellé mi angustia. Bajo lacre apacigüé la bestia y bajo lacre encerré mi odio. Preservado por el sello construí mi holocausto y lo envié a tu casa con dirección y señas. Mi sobre de Pandora reposó, retomando nuevas fuerzas genocidas, en el fondo de los buzones de correos, fue amorosamente transportado por el cartero hasta debajo de la puerta de tu casa.
Con una sonrisa te despiertas (siempre tuviste buen despertar) y le dedicas una caricia a la espalda que respira a tu lado. A unos metros de allí, el sobre palpita en el suelo. Tras la ducha, en el desayuno, te desvives por atender a tu hombre. Extiendes mermelada en las tostadas como un rojo lacre, un rojo sanguina. El café caliente y negro como tu sangre coagulada flota anodino en su taza, a la espera del crimen.
Y el sobre, mi sobre, lo contempla todo con calma; paciente, espera su momento, espiándolo todo desde su ojo de lacre.
Felices, os encamináis al trabajo. Despedida con un fugaz beso en la boca que tal vez haga demasiado ruido, aunque no hay allí nadie más para sentirse avergonzado. Bueno, si que hay algo, está mi sobre, que él vislumbra antes de salir por la puerta y te extiende con una gran sonrisa y un: es para ti.
Sorprendida, buscas un cuchillo para cortar el lacre, la sangre de mi corazón, y esbozas una estúpida mueca de complacencia azorada. El filo entra bajo el sello como astillas bajo las uñas y, con un chasquido, acabas de inmolar tu vida en mi holocausto.

martes, 27 de abril de 2010

La sangre es más espesa que el agua


Si me cortaras con una cizalla las gotas de mi sangre podrían generar nuevos fracasos. Mi corazón vacío dejaría de latir y, soñoliento, me entregaría a una muerte lenta y gozosa; gozosa por lo que dejaría aquí, por lo que olvidaría aquí y ahora.
Habría que generar toda una nueva antropología para estudiarme. Hay que acostumbrarse a verme, como al Hombre Elefante, hay que aprender a mirarme, como a una aberración. Soy una amalgama funesta, una ameba de dolor que violenta la vista.
No me engañaré jamás: soy un monstruo.Tal vez una desviación a ratos soportable, tal vez una desgracia necesaria para reflejar el triunfo de los demás. Minotauro en el laberinto o sirena de Fidji, parada de freak o Gabinete de Caligari, soy sólo eso: nada más que eso.
Obviamente, nadie puede permanecer más de cinco minutos a mi lado. La deformidad de mi alma, la joroba de mi ser, espanta al más decidido. Y si alguien se aproxima y me tiende una mano corre serio riesgo. De un zarpazo le abriré el pecho y con mi puño le arrancaré el corazón. Drenaré su sangre en un barril y la beberé mientras, con los ojos en blanco por la agonía, le recordaré a gritos que la sangre es más densa que el agua, como mi dolor es más denso que cualquier amor.

lunes, 26 de abril de 2010

Mientras duermes


Mientras duermes, idiota, yo vigilo la ciudad y velo por tus sueños. Observo en silencio, desde mi puesto, las galerías subterráneas por donde corretean las ratas, contemplo las enormes distancias de cables y fibras perdidas en la gelidez de la noche. Las tuberías son un macabro recuerdo de días de luz, su redondez una imagen esmerilada de tu vientre, su óvalo el óvalo de tu boca.
Mientras duermes, imbécil, yo podría llegar hasta tu casa atravesando la ciudad por el subsuelo y alcanzar tu portal, y tu piso, y tu puerta, e introducirme en la habitación de tus tres hijos, de tus "tres amores", como creo que los llamas, y destrozarlos, destrozar lo que más quieres así, con un chasquido inhumano de mis dedos, sería tan fácil como eso... podría triturar sus cuerpecillos y cocinarlos y servírtelos al amanecer para desayunar en un rico guiso; todo eso mientras duermes.
Mientras duermes, estúpida, yo te vigilo, te vigilo a ti. Te vigilo con mis cámaras, pero también con los ojos que me saltan de las órbitas. Te observo y controlo cada movimiento tuyo. Conozco cómo respiras, cómo sube y baja tu pecho en la cama, cómo te alertas cuando uno de tus "tres amores" tiene una pesadilla: soñó que un hombre malo entraba en su cuarto para hacerlo picadillo con un cuchillo de carnicero y servírtelo de desayuno por la mañana. Se ha meado encima de la impresión.
Mientras duermes, puta, yo se que tan sólo aguardo un instante, el instante decisivo, el instante en que te voy a destruir acabando de golpe con lo que más quieres. Como un viento de ira y justicia me deslizaré por las galerías, como un gas noble ascenderé a la ventana de tu casa, como una descarga eléctrica inundaré de sangre la habitación de tus hijos y me sentaré a escucharte gritar.
Todo eso mientras duermes porque, mientras duermes, he sembrado la muerte sobre ti y los tuyos y tu apenas te has enterado de nada, desgraciada.

domingo, 25 de abril de 2010

La literatura es dolor


La literatura es dolor. No hacen falta complicadas teorías ni manuales de Welleck, ni las clases de García Berrio, para concluír que es dolor, nada más que dolor. Lo sabía Kafka, y lo sabía Pessoa, y Joyce, y Pavese cuando se suicidó: que terrible le debió de parecer esa habitación de hotel de Turín.
No necesito a los frustrados formalistas para saberlo, igual que tampoco necesito a Derrida ni a Eco. La literatura es dolor, mi martirio de San Sebastian en donde cada palabra es una flecha que se me clava en la carne, cada letra una gota de sangre en el sudario, cada página una astilla de la corona de espinas de mi escritura.
La literatura es demasiado dolorosa para que ahora llegues tu con esa sonrisa pintada en la cara con aspecto de que aquí no ha pasado nada. Para que te creas que estoy dispuesto a admitir lo inadmitible a cambio del daño que vierto en cada párrafo. Para que puedas vivir de bonitos versos y best-sellers, de adaptaciones cinematográficas del tres al cuarto mientras otros agonizamos con cada punto y aparte. No, no puedes. Y no puedo permitírtelo.
La literatura es el dolor de las horas colapsadas como monstruosas úlceras, como una espera sin tiempo en que nada importase salvo ahogarse.
La literatura es dolor, lo se bien: porque sangro cuando escribo y vacío mis heridas en cada novela. Y eso duele. No veas como duele.

El asco


El asco es más que una palabra: es presentarte ante el espejo y preguntarse como has podido llegar a esto. El asco es como un choque de trenes en las venas, es como una rata patinando en el vómito, es como llenar las tripas de vino caliente y seguir sintiendo el mismo frío inconsolable.
El asco es tener que recordar, recordar y maldecir y estar condenado a ello. El asco es irse a dormir solo y levantarse acompañado de terrores, el asco es escribir hasta las tantas de la madrugada como un imbécil sobre el odio y el asco y no saber lo que son ni el odio ni el asco ni la sombra que proyecto ni la imagen que reflejo.
El asco es que todos os vayáis a dormir y yo continúe tan despierto y tan solo.
El asco es decir: ahora hablaré de mi. Y hablar del odio.
El asco es sentir nauseas matinales al imaginar una vida mejor, el asco es aspirar a una vida mejor, a una vida que no haya que arrojar, inevitablemente, al fondo del fregadero pringado de grasa.
El asco es el recuerdo de un número de teléfono y de una dirección, de un desengaño -de otro desengaño-, de una muerte -de otra muerte- y descubrir que eso forma parte de mi, parte de mi vida, parte de mi propio asco.

El odio


El odio no es una película de mierda. El odio es algo extracorporeo, algo de lo que no puedo hablar sin lágrimas en los ojos y la ira en el corazón. El odio es el fracaso de las esperanzas rotas, la amargura de la flema del dolor; el odio es repetirse, el escuchar reír a los demás y aborrecer con todas tus fuerzas.
El odio no es una película de mierda, no, tampoco es sólo una palabra, ni un estado de mi ánimo más extraño; el odio es mi apellido, mi alijo, el trebejo con el que me manejo en la vida. El odio es escuchar cien veces la misma canción y deleitarse cien veces en la herida que deja, el odio es hurgar en esa herida y disfrutar de ello. El odio es no tener con quién compartir el odio y alegrarse por ello.
El odio. O-di-o. Simetría labial, pronunciación cerrada abierta cerrada. El odio no es una palabra, no es una película de mierda, no te confundas, que no eres tú, tampoco. No, el odio no eres tú, nunca fuiste tú porque jamás llegaste a tanto. Ni siquiera cuando llorabas delante de mí o cuando derretías tus lágrimas en vasos de Jack Daniel´s con cubitos de hielo. El odio es no superar las cosas, amargarse por nada, el odio es un castillo de fuegos artificiales construido con la rendición y en el cual arden mis esperanzas.
El odio era verte llorar y acongojarme, el odio era confesarse, el odio era todo eso... el odio es lo inconsolable de mí, el odio es el reborde inflamado de la herida, el odio es ser incansable. El odio es rascarse hasta hacerse sangre y descubrir que no picaba tanto. O que no picaba nada. El odio es sorber esa sangre y disfrutar con su herrumbre. El odio es lamer esa sangre y desear quedar seco.
El odio no es una película de mierda, no; sigo el consejo de un colega escritor: ten güevos, ahora habla de ti. Tengo güevos, ahora hablo de mí, escribo de mí.
Escribo del odio.

sábado, 24 de abril de 2010

Frente a la tumba de Kafka


Frente a la tumba de Kafka uno se pregunta como se puede ser tanto y tan poco, tan escaso y nada. Uno se pregunta hacia dónde se arrastra el caracol de la desesperación, a qué apesta el lirio del desencanto.
Frente a la tumba de Kafka no hay posibilidad de perdón, de un perdón literario, de ese perdón que también te exigí a ti y que me negaste con un "nada, nada ha merecido la pena".
Nada, nada ha merecido la pena cuando uno se encuentra frente a la tumba de Kafka. El cielo de Praga amenaza con disolverse y el suelo se tapa, avergonzado de mí, con hojas marrones rendición. Bajo el cielo de Praga, frente a la tumba de Kafka, la vergüenza parece sobrevivirme.
Frente a la tumba de Kafka necesito respirar cansancio, necesito empaparme de la fina lluvia que cae, la fina lluvia del agotamiento, la delicada lluvia literaria del desprecio.
"Nada, nada ha merecido la pena", me dijiste, igual que podrías haberme dicho "me siento orgullosa del amor que me has dado". Pero elegiste decirme esa otra frase que me hirió intemporalmente, me acogotó de intemporalidad como ahora, frente a la tumba de Kafka, me hago eterno en el dolor que comparto con el túmulo.
En ti quise hacerme eterno y sólo conseguí eclipsarme. En ti busqué algo más y me encontré de menos. En ti, sí, en ti, en ti busqué todo eso y me quedé en nada. Nada frente a la tumba de Kafka, nada y cielos, cielos y noviembre, noviembre y cielos, la lluvia... es la lluvia quién repite tu nombre frente a la tumba de Kafka.
Frente a la tumba de Kafka me pregunto como puedo ser todo y nada, como puedo ser lo que soy, como puedo ser. Frente a la tumba de Kafka deseo que Kafka estuviera delante y me diera un abrazo. Al fin y al cabo nos conocemos ya de tanto... un abrazo que recibiría con lágrimas en los ojos y mi corazón desbocado en el pecho, entonces le susurraría que me dijiste que nunca nada mereció la pena y el asentiría con la cabeza, me comprendería y me calmaría, me diría a media voz que, en efecto, nunca nada mereció la pena para, con un exquisito cuidado, ayudarme a descender, juntos al fin, al interior del ataúd, calentitos y acurrucados en él como emparedados por una edición de tapas de lujo.
Y entonces, sólo entonces, aunque la vergüenza pudiera sobrevivirnos y con en el sufrimiento transfigurarnos, entonces, de verdad, nos daría igual que nada, nunca, te hubiera merecido la pena.
Pero eso no puede ser y, frente a la tumba de Kafka, descubro que, en efecto, tenías razón: nunca, nada, mereció la pena.
Y con los brazos en cruz, mientras la lluvia endurecida cae furiosa, en el dolor me hago eterno.

viernes, 23 de abril de 2010

En el Día Oficial del Declive


En el día oficial del declive se acercó a una librería. En el día oficial de la derrota se llegó a mirar libros por el mero placer de que su vista resbalara por las portadas, por el encuerado de tanto dolor, por las patillas de las letras impresas, por los títulos tan dañinos como un matarratas para él. En el día oficial de su fracaso se atrevió a pisar una librería. "Es un día tan malo como otro cualquiera", se dijo, pero se engañaba. Se engañaba como cuando descolgaba el teléfono y no escuchaba a nadie diciéndole que tenía mucho amor para él, se engañaba como cuando creyó que publicando novelas sería escritor, se engañaba como cuando viajaba y miraba a su lado y no estaba ella y quería creerse que estaba ella y le hablaba a ella y se contestaba por ella, se engañaba como cuando creyó que con la segunda novela ahogaría la maldición de la literatura clavada en su corazón y que a punto estuvo de matarlo con la primera publicación, se engañaba como cuando le daba las buenas noches y ella no estaba allí para responder y respondía él en su lugar, se engañaba como cuando con la tercera novela creyó renacer y tan sólo encontraba una muerte literaria lenta e ignorada, se engañaba como cuando escribía y la sentía mirando por encima de sus hombros, con la vista clavada en el ordenador, y se volvía y no había nadie y reunía ánimos para lanzar una pregunta a la pared con un ¿te gusta lo que he escrito? Pero pobre idiota... nadie te responderá jamás, en el día de tu derrota.
Se engañaba como cuando creía que por tener cinco novelas tenía algo, y sólo tenía en el corazón una gran pena y en el alma un agujero de gran calibre, a la espalda la carga de esos libros con todos sus personajes y el odio a un puñado de lecturas, y a las editoriales, y a las librerías en donde nada más entrar se ponía enfermo.
Se engañaba como cuando fingía que todo iba bien con un orfidal y un güisqui antes de dormir, única forma de no naufragar en el insomnio que llevaba a una vuelta a empezar con una declaración de "Hoy no es un mal día", que él mismo se respondía (¿quién si no?) con un "Claro, Cariño, hoy será un día más de tu derrota, sólo eso".
Y sólo eso había sido, pobre imbécil: el día del libro.

lunes, 19 de abril de 2010

De camino al infierno...


Dejaste que sucediera de nuevo. Una vez más. Otra vez más. Quebraste, resquebrajaste el momento y la situación. Hundiste las ilusiones. Mis ilusiones. Asesinaste mis esperanzas. Dejaste que se reventaran contra el suelo todos los buenos momentos. Permitiste su estallido. Que se destruyeran en mil pedazos como un jarrón se empotra contra el pavimento. Que mi corazón se desintegrase en mil pedazos... mil pedazos... mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos mil pedazos...
Si la noche es un momento tan frío para ti como lo es para mí...
Los automóviles cruzan como puntos luminosos procedentes de otra galaxia. Había reunido el valor para llamarte. Dentro del coche -con la radio y la calefacción a tope- no se está mal del todo. Llamé y respondió tu contestador. El puto contestador. No me atreví a dejar mensaje. Ya has vuelto a destruirme. Soy más valiente para huir que para acudir a buscarte a casa. Para llamarte de nuevo. Ahora lucho por atesorar valor otra vez. Una vez más. Otra vez más. El compás que marcan los chirriantes, engomados y grimosos limpia parabrisas ayuda a concentrarse. A olvidar la soledad. Durante unos instantes. Nada más. Conduzco hacia no sé donde y te despiertas sobre tu sudario pringado de semen. Te revuelves, buscas y -tristemente para mí- encuentras su cuerpo al lado. A tu lado. A ese lado que me aniquila. Continúo por la autovía. me alejo, paulatinamente, de esos pedazos de corazón esparcidos a lo largo de mi rastro. De mil esquirlas de te quieros clavadas en no se bien que recuerdos. Las gotas de lluvia se deslizan sobre el cristal del coche, sobre los amplios ventanales empañados de vaho generado por el revolcón animal que horas antes hubo entre vosotros -ahora comprendo porqué no cogías el teléfono-. Las gotas se escurren por ambos cristales y al final mueren... en los dos sitios... en tu casa y en mi coche. Como aquellas perlas que se despeñaron por entre tus muslos y se derritieron abajo... a la altura de los tobillos. Como ese olor amargo que flota en el ambiente. Deja bien a las claras que yo debería estar allí... Y que nunca, ya, estaré allí.
Tras de mí quedan los desvíos como tras de ti las palabras. las que se ha llevado el viento de unos amores furiosos. Tu última conquista yace al lado. Suspira satisfecho. ha sido un buen polvo. ¡Qué cojones!... Un gran polvo. ¡Sí señor! Para contar, presumir en la mierda de oficina. ¡Así se hace! Ignora que has elegido compartir la vida con él. Cuando lo sepa se llevará una alegría infinita. Yo no sé lo que es eso. No, no lo sé. Reflejos en el retrovisor como los de tu pelo a la luz de la luna. Una luna que no ilumina a todos por igual. A ti, su azulada luz te golpea sobre la cama, en el alma, te funde en una tranquilidad post coito. A mí me ciega en la carretera. Me viola, humilla, despelleja. Ahoga. Recuerdo tus uñas correr por mi cuerpo. Recuerdo como mi imaginación corre por el tuyo mientras recorro la autovía del ensueño. De mi propio ensueño. Mi triste ensueño. Esta noche la luna es una mierda.
Quedan atrás los desvíos... numerosos pueblecitos de casas iluminadas al anochecer. las horas transcurren veloces. En la radio un puñado de canciones acunan mi desesperación, me ayudan a no olvidar... Si la noche es un momento tan frío para ti como lo es para mí...
La línea continua, a ratos, se vuelve discontinua. Intermitente. Con intermitencias gemías cuando él -tan sólo hace unas horas- estaba sobre ti. Pensabas que hasta pesaba menos que yo. Con intermitencias eyaculó dentro de tu ser, luego sobre tus pechos y tu cara... dentro de tu boca, finalmente. Pringó todas tus manos... Si con mis ruedas pudiera quebrar la línea continua... si con tus uñas pudiera alinear mejor las rayas de coca... Y esnifas y esnifas, ya de madrugada. hay que combatir la ilusión con otras ilusiones mayores e irreales. Yo, con ansiedad, busco un cigarrillo en la guantera. Se me han acabado. Es una pena. Un pito en la boca compondría un buen cuadro. Conducir bajo la tormenta, despedazado, desesperanzado, rodeado de humo... fumar. Pero ni para la desesperación supe tener, nunca, una buena imagen. Tú si la tienes. Sientes la cocaína galopar por la nariz, bajar por la garganta... un amargor similar al saboreado cuando se la chupabas a tu amigo. Muy parecido a la flema del dolor, a la arcada de odio que trago y trago una y otra vez hasta que me detengo cerca de Burgos para tomar un trago y comprar tabaco. Las señales horarias repican con fuerza bajo la lluvia que comienza, rítmicamente, a cesar. Son las cuatro de la madrugada. Aparece la luna entre las nubes. Una luna de paz, de oscuridad... casi de muerte. levanto mi vaso. Esta noche hay luna sucia. Esta noche la luna es una mierda.
"Esta noche la luna es preciosa..." piensas, mientras dibujas un corazón sobre el empañado cristal de tu habitación. Con un violento gesto del dedo índice -cansado de explorar tu anatomía hace un rato- lo borras. Te avergüenzas de haberte sorprendido en un acto tan romántico. El ridículo te recuerda a mí. Lo estúpido te recuerda, siempre, a mí. Afortunadamente la espalda que contemplas sobre la cama te provoca ganas de gritar "¡mira que luna!". Corre, despiértale. Díselo. Abrazaros desnudos bajo su luz... pero no, mejor no. Podría reírse de ti. No entenderte como yo te comprendía. Romper el frágil encanto. Eso de quebrar el encanto te ocurría conmigo, pero al revés. Tú siempre te reías de mí. Y no me comprendías. Además nunca fuiste así, romántica. Así que ahoga tu estúpido romanticismo en una rayita más. Y continúa con la emisión de dañinas miradas tras el vidrio mojado. Mojado como el parabrisas de mi coche lanzado por la autovía en dirección a Bilbao. Mojado como tus bragas. Huyo de amenazante teléfono del área de servicio. Una mirada y pensé: "No, realmente no son horas de llamar. Seguro que está dormida, sola, triste y agotada del trabajo". La calefacción destruye el vaho, pero no el de mi mente. Vaho que aparece, tímido y gris, tras tu mirada. Tampoco elimina el vaho que se ha formado, como una pared de ladrillos, pegado a mi sucio -sucísimo- corazón. Corazón sucio como la luna, hoy, embarrada.
Un volantazo. Un volantazo... un volantazo, un volantazo... Un puto volantazo. Tan sólo eso. Un volantazo y salirme de la carrera. Precipitarme al río, al páramo colindante (¿es el páramo del fracasado?). No. Me falta decisión para dar el volantazo de la paz. Sientes un escalofrío recorrer toda tu espina dorsal. Esa misma espina que antes, arqueada, suplicaba más y más. Apretada a la altura del hueso sacro. Cuando empujaba el pubis. Estás enfriada. De ahí el escalofrío. Llevas horas tras la ventana. Completamente desnuda. Desnuda y pegajosa. Pegajosa por sus babas. Por sus fluidos... y también por los tuyos. Surtidores de traición. Fuentes destructoras inagotables. Los únicos surtidores que contemplo y que no, no me son ajenos, son los de las gasolineras. Te metes de nuevo en la cama. Junto a él. Al hacerlo rozas su entrepierna con el talón. Un flash sacude tu cabeza. La mente te delata. Cómo es posible que un apéndice proporcione tanta felicidad... aunque bien pensado tus dedos -y en especial el índice- tampoco se quedan atrás. Y no tienes que soportarles a tus dígitos todo lo que sufriste conmigo. Él, profundamente dormido, se revuelve. Le abrazas. Posas la cabeza sobre su pecho y cierras los ojos plácidamente. Rebosas tranquilidad. La luz de la luna ilumina tenuemente la habitación que huele, agria, a sudor. El vaho tras el cristal se ha evaporado y un fuerte viento azota la ventana. Afuera la noche es tan fría... Si la noche es un momento tan frío para ti como lo es para mí... Te sumes en un reposado y satisfecho sueño. Sientes su cuerpo caliente latir al lado. Apresado por tus brazos. Y su mente por tu coño. Entras en calor. Abres los ojos para comprobar, una vez más y antes de dormir, que es realidad todo lo maravilloso que te rodea en esta jodida noche. Ves la luna tras el cristal, allí, en lo alto. Sin nubes. Con alguna estrella. "Hoy está preciosa, piensas, antes de dormirte de nuevo. Sigilosamente penetro en Bilbao. Ciudad desierta. Muerta en la dolorosa y fría madrugada del norte. Me detengo en un solitario semáforo en rojo que a gritos clama atención. Bajo la ventanilla y un gélido aire me azota reforzado con cierta pestilencia. La ría está cerca. Sobre mi cabeza la jodida luna parece advertirme de tu externa existencia colgada, aferrada a mi alma. Tu recuerdo es la luna. Esta noche la luna es una mierda.
El cuero del volante no es el cuero de tu piel, pero su tacto provoca los mismos callos que se enquistaron en mi corazón... Subo por Sabino Arana en busca de un lugar donde aparcar y, aparcar también, mi arrastrado ánimo. Mientras vago por al lado de la ría y me empapo de su infecto aroma tú sueñas... eres feliz. Eres feliz en sueños. Ya no existo. Caminas pacíficamente por las calles de una luminosa ciudad. Le llevas de tu brazo. Continúa, continúa con los sueños... Amanece un tímido sol. Encuentro una tasca que acaba de abrir. Intento desayunar algo. recalientan un poco de caldo sobrante de la noche anterior. Miro un calendario y comprendo, ahora, a qué se debe el repugnante aspecto del suelo del bar. Hoy es sábado. Periódicos extendidos sobre el piso. Por encima de nosotros ha pasado, como un ciclón, la asquerosa noche del viernes. Pelarzas de gambas, restos de comida, palillos... todo cubre el piso. Afuera, sobre la todavía húmeda calle, serrín y vino se conjugan en un pegajoso liquidillo color arcoíris. Pringosas vomitinas reposan sobre el empedrado. San Mamés al fondo preside la estampa de mierda. Tras un eructo decido regresar. Tan sólo son las ocho. La mañana planea sobre Licenciado Poza. la mierda planea sobre mi ser. Atravieso Bilbao a toda velocidad. Las ventanillas bajadas del coche congelan mi cara. El olor, el olor... ese olor de Bilbao que te hace saber que estás allí... como tu colonia hace que te recuerde una y otra vez. Una y otra vez, una y otra... Y el pestazo a vómito-vino-serrín-sudor-estiércol-resaca me inunda. Junto a la ría pienso vez más en el volantazo. Pero lo desecho de mi vida de deshecho. Estoy desecho pero aún soy capaz de plantarle cara a la realidad (¿pero soy capaz de plantarle cara a algo?). Una realidad que te golpea con los rayos del sol sobre la cabecera de la cama. Son las nueve. te levantas para disfrutar del sábado. Mueves el culo hacia la ducha. Un latigazo en tu corazón te hace recordar como lo movías al hacer el amor con él. Aún duerme plácidamente. Sí, está ahí. Es tuyo. Continúa atrapado bajo las sábanas. Bajo el peso de tu clítoris. El agua cae por tu cuerpo. Se atrancan las gotas en el recio vello del pubis... hasta rodar en catarata de olvido. Para ti ya no existo. Llamo por teléfono desde la carretera. No contestas. El duerme y disfrutas tanto de tu cuerpo -pezones erectos- que no eres capaz de escuchar un S.O.S matinal proveniente de un desahuciado. De un desahuciado por ti que pide, clama e implora, ayuda. Socorro. He colgado. Tras oír tu voz en el mensaje del contestador. Arriba, en el cielo, la luna pálida lucha por persistir junto al sol. Pero el astro ya ciega todo lo que rodea. Como tu abrazo. Una pálida luna... esta noche la luna fue una mierda... si la noche fuera un momento tan frío para ti como lo ha sido una eternidad para mí...
Ni un automóvil camino de Madrid. Camino del infierno. Viajo, como siempre, sin compañía. Sin copiloto. El desayuno es mermelada en su boca y mantequilla en tus caderas. Es goma y llanta. Frío y barro para mí. Café y azúcar, sus músculos en una luminosa matinal. Pasar el día de compras. Ir del brazo por el Retiro. Besarse con calma. Eternamente. Dar de comer a los patos y alimentar el olvido de mi recuerdo. Comer en un restaurante y reír a carcajadas. Sonrisa contra sonrisa. Llegar a Madrid a la hora de comer. Odio el sol que me recibe. Yo estoy oscuro y eclipsado. Escucho tu contestador al llamarte de nuevo. Inútil, hago intento por dejar mensaje. No hay valor, me falta decisión. Silencio y cuelgo. Inútil dejar mensaje... inútil luchar ya más por ti. Tengo todos los huesos doloridos. Me siento como un perro mojado por la lluvia. Con su fétido olor desprendido. Apaleado por algún portero. El hueso de tu corazón se destruye al sentir el hueso de su pene al abrazaros. Cómo le deseas... Rosas, carreras bajo el gélido cielo de la capital, sesiones de cine y copas al atardecer. Yo, mientras, sollozo tras la cafetera, en la cocina de mi casa. Lloro parapetado en té con limón, en alguna mesita de algún lugar, frente a una pareja que se besa sonoramente tras haberse perdonado no sé qué estupidez. Perdón... perdón... tan sólo eso: perdón.
La tarde se acogota en el crepúsculo. Por encima de los tejados berrea en vano intento de no extinguirse. te preparas para disfrutar de esta noche de sábado. Para formar parte de ese grupo de elegidos, de afortunados, que se jactan de poder compartir cúbitos de hielo y chundaratas a la luz de los neones. A la luz de la luna, por supuesto. Que se aprietan fuertemente unos contra otros en las esquinas, en los portales, amparados por claroscuros en los asientos traseros de coches, butacas de cines o paradas de autobuses a medianoche. El telón nocturno cae como capa que cubre, vela, mi propio dolor. Las capas de esmalte se resecan en tus uñas como el reguero de semen entre tu escote. Tus labios brillan -y la luna también- e introduces un preservativo en el bolso que luego, enredada en la cama, te introducirán a ti. Dentro de ti. Dentro de tu cuerpo. Dentro de tu vagina y dentro de tu boca. Y hasta puede que dentro de tu culo. Ese que meneas respingón. La noche de cierne de nuevo. La luna vuelve a ser una mierda esta noche... tan fría para mí.
Un tacón pueden resbalar dolorosamente sobre un charco y un tobillo torcerse e hincharse. Mi nombre resbala por el sumidero de tu ignorancia y tu recuerdo se retuerce e inflama mi corazón. La luna pálida palpita. El mensaje en el contestador brama. Tú y tu amigo sois felices otra noche más. Escucho tu voz y cuelgo de nuevo. Comprendo la inutilidad de buscarte por donde da la vuelta el aire, por donde da la vuelta tu nombre. Es absurdo. Es que es absurdo. Resulta absurdo. Absurdo. Absurdo, absurdo, absurdo... Absurdo. Nunca te encontraría. Además, has regresado pronto a casa. Ardías bajo la minifalda. Se incendiaban sus vaqueros. Os habéis devorado el uno a otro de nuevo. Has gozado de esos momentos en los que tu pelvis ha ignorado el recuerdo del empuje de otras caderas. Otras caderas que empujaban. En el pasado remoto y triste. Otro recuerdo empujaba para extraviarse, al final, en el orgasmo del olvido. Apercibido de extinción en el último rincón de tu mente. En el rincón más remoto, en la cavidad más escondida, en el pliegue más recóndito de tu vagina, en el milímetro más sensible de tu clítoris, en el sitio más acalorado, en las suaves curvas, en todos y cada uno de tus conductos. El recuerdo de otro cuerpo sudoroso. De mi cuerpo sudoroso. De otra boca jadeante. Mi boca. De otra lengua rasgante, de otro olor ácido, de otra sensación entre tus piernas. De otra ropa interior tirada, de un sabor diferente. De otros fluidos distintos. El pecho sube y baja excitado al compás de los latidos de mi corazón y del timbre de teléfono que comunica. Lo has descolgado. La lámpara de tu habitación se parece a la mierda de la luna. La cocaína es blanca y el hombre al que amas está en tu cama, al que amaste ya lo has olvidado. Pero está, en la fría noche y bajo la mierda de luna, pensativo. Recordándote. A ti. A ti... Por calles y bulevares, bares y cafés, lloro, sufro por ti...
Un nuevo amanecer. la madrugada de un domingo siempre resulta tranquila. Una paz que inquieta a los corazones acurrucados de nuevo bajo las sábanas ya que no encuentran nada en absoluto que compartir. No encuentran a nadie con quién compartirse... Un amanecer de tristeza, de penuria y miedo, de dolor... el viento sopla en las esquinas. La lluvia se clava en las costillas y en el alma. Desayunar a primera hora de la mañana con el ritmo del televisor como única compañía. Cursos de inglés o la Santa Misa. Caricias en la ducha. Tu ducha. Felicidad removida en la negra taza de café. Sexo pegajoso como la mermelada de melocotón sobre el croasán a la plancha. La gente acude a la iglesia o al parque. La amargura acude a mi cabeza.
Escampa y el sol se desprende de entre las nubes. Vuelvo a llamarte. Contesta una voz de hombre. Me habré equivocado. Marco de nuevo mientras te marchas con él a explotar de alegría entre los cálidos rayos dominicales. A insultar con tu alegría. Ahora me responde el contestador. Con su voz. La voz de un hombre dice que NO ESTÁIS en casa. Cuelgo desolado. Estaba desolado. Estaba dispuesto a dejar mensaje. Ahora estoy dispuesto a degollarme con mi afilada desgracia.
Todo mi valor por el fregadero... la jodida telefonía.


Ya no queda tiempo, ni espacio tampoco, para cambiar un destino inalterable. Es imposible variar el futuro que me toca vivir desde ahora. Tal vez ejecute alguna llamada de teléfono para escuchar tu voz y decepcionarme al oír la suya. La de tu hombre. Para una vez que no me había faltado decisión... Tal vez apurar un poco la copa del odio. Conducir de camino a un infierno y abandonar otro. De camino a mi propio infierno y vuelta a empezar... todo se reduce a una cuestión: cuándo, dónde y cómo y -en especial- sobre qué o quién terminar por eyacular encima. Esta es la única cuestión, borracha, extraviada en las Siete Calles de mi desesperación.

domingo, 18 de abril de 2010

Tras la puerta


"Pase", dijo. Y me abrió la puerta. Encontré una enorme sala repleta de cajas apiladas. Di unos pasos, que resonaron al compás de mis excitados latidos, y me asomé al contenido de una: "¡Son libros de Kafka!", exclamé sorprendido. "Sí", repuso el guardia, que me había acompañado solícito esgrimiendo una sonrisilla de bedel mefítico. "Es su cementerio. Los ha matado a todos y ahora yacen aquí". "¿Podría coger uno?" "¿Coger uno y quedárselo?" "Sí, claro, quedármelo". "¡No, de ningún modo!". Le pregunté porqué no podía hacerlo. "Esos libros están aquí por un motivo" -me dijo-, "para no ser leídos por nadie jamás". Me sacó a empujones, apagó la luz y cerró la puerta de golpe. Sumió a los libros en la luminosa oscuridad que se encerraba entre sus tapas. En el fondo de sus cajas. Ahora lo sabía: como escritor yo era un completo fracasado. Y como persona. Tal vez valiese para ser personaje de novela, pero por poco rato. De esos que desaparecen casi al principio. Aquello era lo que se encontraba tras la puerta, Ante la Ley: mi completo y maquinal fracaso.

Aforismos del esfuerzo (en la Vida Nueva)


El esfuerzo de la vida es totalmente inútil a la hora de hacer un esfuerzo en la vida.
El esfuerzo del amor es un escorzo en nuestros corazones, un esguince, una torcedura amarga que amaga con dejarte sin aire y ahoga con torrentes de latidos que palpitan en las sienes. Eso pensó Dante cuando, tras ocho años de sed, vio por segunda vez en su vida a Beatriz. Eso pensó, pensó en el esfuerzo del amor: Y creó la poesía. Y la creó en nuestros esforzados corazones. Y nos regaló el esfuerzo de la Vida Nueva. Y me amargó, para siempre la vida; y era mi vida.
Me amargó la vida.

Rumi


La vida en el ágape/mi vida en el ágape: esto es una mierda esto es una mierda esto es una mierda esto es una mierda esto es una mierda esto es una mierda esto es una mierda mierda mierda mierda, mierda mierda mierda mierda
¿Y si me suicido? No dejaré aquí nada que no pueda continuar sin mí.
Laura, Beatriz, iros a la mierda. Iros todos a la mierda.
Él ha visto a Dios. ¿A quién he visto yo? Yo no he visto a nadie.
Soy como Glauco. Soy un gilipollas.
No ocupamos un mismo espacio. No ocupamos nada.
Esto es un asco.
La esencia en el mensaje: cómo comunicarnos con Dios. Viejos profetas, viejos gilipollas.
La unidad: somos uno. No somos uno.
No soy nada.
El silencio es la memoria de Dios: estoy condenado al silencio.
Estoy condenado a ser recordado por Dios.

sábado, 17 de abril de 2010

Llenarme de Azul


Llenarme de azul. Llenarme de cielos de Madrid, de Madrid y cielos y llenarme de azul. Subir a la Torre Picasso y llenarme de azul, subir a Torre Europa y llenarme de azul.
Sí, llenarme de azul mientras veo la perspectiva, mientras contemplo tu casa desde las azoteas, todas esas vidas tan confortables y tan envidiables, tan agradables como la tuya.
Llenarme de azul porque no puedo alimentarme de ti. Porque soy un vampiro abstemio, de venas esclerotizadas, un triste payaso de la medianoche.
Llenarme de azul y ¡paf! saltar y ya está.

viernes, 16 de abril de 2010

Una Ciudad Llamada Malicia




"El fantasma de un tren de vapor

despierta ecos en mi camino.

Por el momento no va a ninguna parte

-sólo da vueltas y vueltas-.

Niños en el patio y columpios que crujen.

Risa perdida en la brisa."

(Paul Weller -The Jam-, "A Town Called Malice").



Náufrago entre la agonía, floto a la deriva de las lágrimas, acunado por la lástima, mecido en los brazos del odio. Zozobro hacia el ayer y me ahogo en el adiós. Soy expedicionario sin retorno del mañana, perdido en el futuro, anclado en los recuerdos, atrapado por los sueños, enredado entre los deseos... varado en el asco.

Camino por la ciudad. De acera en acera. De calle en calle. De portal en portal y de rabia en rabia. Rabia, sí, rabia. Rabia, por dejar resbalar mi vida ínfima entre las basuras y el pavimento, acodada entre el abandono y el olvido. Intento no recordar el pasado, así no descubriré que soy un fracasado. Una estela amarga, como una larga flema, se me escurre entre la existencia. Hundo las manos en los bolsillos repletos de desesperación y extraigo lodo. Una masa negra y marrón, achocolatada, arenosa, que lentamente rezuma del cerebro y del corazón.

Taxis. Pasos de cebra. Semáforos. Obras públicas. Inmensas avenidas de luz. Señales de tráfico. Soy un automóvil que se estrella contra los atascos, que se golpea contra las colas de los cines. Reviento en pedazos y leo un cartel: desayuno a nivel europeo.

Soy un fantasma abandonado en los raíles del metro. Apoyado contra la pared intento dar el salto a las vías. Carezco de tanto arrojo. Siempre me faltó decisión para terminar. El suicidio es una mera cuestión de decisión. Ya lo se.

Me vuelvo -lloro- contra un anuncio de El Corte Inglés. Una pintada en la pared asegura una sentencia, cuanto menos, dolorosa para corazones como el mío: "Antonio ama a Carmen". Corazones como el mío, corazones analfabetos, incultos, que desconocen la placentera experiencia de garrapatear una frase como esa. La sonrisa de la chica del anuncio me recuerda a alguien, pero no sé a quién... seguramente, ese Antonio sea un idiota. Y Carmen también. Pero ello no les exime de la felicidad. De poder compartir la felicidad.

EL FANTASMA DE UN TREN DE VAPOR borra el archivo de la mente. De mí mente. Esa mente nunca ordenada por tomos y anaqueles. Esa mente que se aferra, se empeña en olvidar lo que pretendo recordar. El borrado automático sentencia mis posteriores actos. Me arrastro desencantado. Una insidiosa voz repite que "Antonio ama a Carmen" y DESPIERTA ECOS EN MI CAMINO.

El borrado automático provocado por el dolor.

Los caballitos estériles de un tío-vivo giran y giran en el interior de la pupila. Busco en el diccionario del holocausto sentimental una definición que no encuentro.

Mientras el odio abarrota estadios cada domingo por la tarde, mientras el dolor se quema y nos asfixian los tentáculos de la ciudad, mientras silban en la neblina del deseo los autobuses fantasmas, mientras escucho gritos en la claridad de las luces de neón que iluminan Cuzco,mientras todo sucede a la vez, deseo que dejes caer -una última vez- tu pelo sobre mí. Para poder sentir la seda alrededor de la cara. Tu seda. Sentir tu seda instantes antes de que me cieguen a dentelladas las bocas del metro, los andamios de los limpiaventanas de los rascacielos y la campaña del día de San Valentín, tórpemente lanzada -otro año más- por las grandes galerías comerciales. Campaña, maniobra perennemente enganchada a mi memoria de cobarde y resentido.

Una lágrima cae de mis ojos. POR EL MOMENTO NO VA A NINGUNA PARTE ya que teme explotar sobre el asfalto duro y resquebrajado por la acción de los hombres. Cuarteado por la acción de tanto castigo, de tanto cansancio diario reiterativo. Reiterativo.

Subo a la Torre de Madrid y al edificio España. Da igual en que azotea me encuentre. Intento un salto a la liberación desde sus terrazas. Sigo inutilizado para ello. Es algo imposible. Falta decisión. Me falta decisión. El lastre del peso del tiempo me impide emerger al vacío. Me imposibilita para una autodestrucción que colme de felicidad los últimos minutos de la vida. Miro al cielo. La cabeza -como siempre y eternamente- SOLO DA VUELTAS Y VUELTAS. Me emborracho de azul.

Frente a la fachada de El Corte Inglés susurro una oración destinada a perdonar mis errores. La penitencia resulta excesiva. Soy incapaz de autoabsolverme. Pálido y tembloroso, descubro que para lo único que tengo soberanía es para la autodestrucción. Y ni a eso me atrevo.

Sentado en un parque contemplo el atardecer. Las sombras se apoderan de las aristas, de los picos, de los pináculos, de las antenas parabólicas de televisión, de los tejados, de los congelados áticos de butano que apestan a orines de gatos. Las sombras caen sobre las arcadas y los patios interiores. Las sombras lo invaden todo y yo floto entre ellas. Las sombras condenan mi existencia al oscurantismo.

Los perros corretean y se rebozan entre la arena. No hay chicos en el parque. Antes me gustaba ver jugar a los NIÑOS EN EL PATIO del colegio. Ahora me asusta. Son un escaso bagaje que nunca podrá sustituirme.

Aterrado, me levanto del banco de piedra. En el parque existe demasiada soledad y COLUMPIOS QUE CRUJEN como para que me sienta un extraño.

Sé que estás cerca y hasta puedo escuchar tu RISA PERDIDA EN LA BRISA. Una canción se repite, una estrofa me lastima, late con furia y un final que nunca llega.

De rodillas y sobre el barro (comienza a llover ligeramente) le exijo a Dios que me destruya.



EL MINOTAURO (EN EL LABERINTO DE LOS SUEÑOS ROTOS)


El engendro llegó a casa con ese sabor a ceniza en la boca, con la sangre de la derrota despeñada por la garganta; en el corazón un carbón, un tizón de Altea que marcaba su vida en combustión. En el pecho una chimenea de brasas apagadas y humeantes, todavía calientes por el caliente latido.
La bestia traía el olor de su pelo en su pelo, el olor de su pelo en las manos, su perfume entrelazado en la ropa. Quizás eso no era suficiente. No, nunca podía ser suficiente.
El animal saboreaba la derrota como lo haría un catador, el líquido de la derrota engullido a buches, saboreado por las papilas, bailado en la boca hasta amasarlo como una bola negra. Era, en efecto, un catador de desgracias, un experto en tristezas, un entendido en maldades, un perito en desesperación. Era un desgraciado.
Masticó su lástima mientras contemplaba el paso de los taxis bajo la lluvia. Pensó en que era el prototipo del perdedor: un Hernán Cortés bañado en la sangre del fracaso, un Mussolini de la pena, un Hitler del desencanto.
Y un perro, también, ¿por qué no?; era un perro. Guau, guau. Un perro perdedor. El último galgo de la última carrera.
Vio pasar los taxis que salpicaban el agua de los charcos en donde se reflejaban los neones desmayados de su vida.
"Es como en un libro de Ellroy", se dijo. Y, en efecto, lo era.
Se olió las manos y apestaban a ella. A su colonia, a su pelo. A su voz, a su risa, a su corazón.
Todo él apestaba.
Era el estereotipo del fracaso aromático.
Emanaba una voluta de olor a ella, de dolor a ella, y una fumata negra de fracaso.
Se plantó bajo la lluvia. El Minotauro se plantó bajo la lluvia del bulevar. Miró al cielo:
-Dios, si existes, te exijo que me destruyas.