miércoles, 26 de octubre de 2011

Aquí dentro se cuece la muerte



En Praga: Caja de Reclutas, febrero de 1918.

-Ya puede usted estar bien seguro de que no lo matarán ni las balas inglesas ni las francesas. No, usted no morirá de eso. ¡Vístase!

No, no me moriré de eso, reflexionó Kafka, a la par que se subía los pantalones frente al mismo espejo que guardaba en la memoria de su azogue el reflejo de otra imagen de Kafka, un año atrás. Hoy, su estado aún resultaba más lamentable. El doctor, un momento antes, auscultó su pecho y meneó la cabeza con un movimiento negativo, de una gran desesperanza ante lo inevitable, ante lo que borbollaba en sus pulmones, dentro de él, el mal que avisaba al médico, le decía: aquí dentro se cuece la muerte. Sí, durante los últimos días su pecho parecía manifestar eso a quién quisiera oírlo.

-No, no moriré de un disparo, ni de un obús en el Frente -masculló mientras tomaba su sombrero y salía de la consulta. La nevada le recibió en la calle y una punzada atravesó sus costillas-: Tal vez eso sería lo más conveniente o, al menos, lo mejor –añadió en voz baja.

Kafka sabía que, en los mismos instantes de su incapacidad declarada, acorazados de la Entente, de la Alianza, o de un grupo de naciones, cuales fueran, eso no importaba ya, hostigan una indefensa playita en cualquier indefenso lugar; de igual manera, la maldita enfermedad rendiría por bloqueo su desabrigado organismo y, con ello, firmaría el armisticio de su Gran Guerra.

Un tranvía funerario, repleto con tres ataúdes de tres hermanos que recibieron tres balazos en sus tres corazones, avanzó delante de Kafka, dobló la esquina y tomó dirección al cementerio, donde aguardaban tres túmulos a cielo abierto que, poco a poco, vacíos de esperanza, se colmarían de nieve.

Otras tres ratas en Ronda de Atocha



Casi un año después: otras tres ratas en Ronda de Atocha: sobre sus lomos cabalgaba un diminuto esqueleto: era mi futuro. Lo traían ya de vuelta.

Ahogo



Tu vida

me duele

porque no

me has dejado

ahogarme

en

ella…

404 días y 50 megas



Han pasado 404 días

y 50 megas

de velocidad de Internet.


404 días

y 50 megas

después

descubro que no puedo utilizarlos

para chatear contigo en el Facebook,

para encontrarte en Skype,

hallarte en el Google,

hablarte en el Messenger,

tenerte en Hotmail,

contemplarte en Picassa.


404 días

y 50 megas

después

entiendo porqué

me abracé a ti una segunda vez

al despedirnos:

sabía muy bien

lo que ocurriría

404 días

y 50 megas

después…

viernes, 21 de octubre de 2011

La melancolía de los objetos


En Praga: Consulta del doctor Pick, 15 de agosto de 1917.

-Apicitis pulmonar –el dictamen le sonó a una sentencia formulada por un tribunal inmisericorde. Realmente, nunca un diagnóstico le resultó tan cercano a una condena. El jurado no conocía la clemencia con él.

El profesor Pick, satisfecho ante el trabajo bien cumplido, tomó asiento tras su escritorio de caoba, un escritorio que a Kafka se le asemejó a un ataúd porque la mayoría de las cosas que rodeaban a los médicos se añejaban en el contacto con el dolor y el sufrimiento, con la muerte de sus pacientes, y por eso los objetos clínicos adquirían cierto tizne tenebroso, de tintura de yodo, sí, eso era, yodados de padecimiento, heridos con las quejas, con las falsas esperanzas, con la resistencia insensata de los enfermos y con la paciencia insensible de los doctores.

-Se trata de una infección del ápice del pulmón –mientras formulaba las terribles palabras compuestas de pesadas letras de hierro que se posaban en todos y cada uno de los lugares de la inhóspita consulta, cobijadas en sus esquinas, las bien proporcionadas manos del profesor, limpias y benéficas, manos de curandero, jugueteaban con un estetoscopio de aliento helado que depositó encima de la mesa y quedó allí, apartado, preso de la melancolía que exhalaban los objetos que rodeaban a médico y paciente, unos objetos entristecidos, objetos que adoptaban una dimensión ahora dolorida ante el drama que se interpretaba.

-Creo que le vendría muy bien una temporada en el campo, mucho aire, sol, luz, reposo, olvídese del trabajo. Debe pedir que le concedan un licencia de, al menos, tres meses. Créame que así será bastante posible su mejoría. Llévese el informe que he redactado con su problema para que pueda mostrarlo a sus superiores.

Kafka sujetó la carpeta con un estremecimiento. Era el acta de la condena, un pasaporte para ingresar en la eternidad, se dijo, porque ya sabía la verdadera naturaleza de lo que aferraba en sus manos: el billete para la embarcación en la que viajaría al otro lado de la Estigia.

Al salir, la puerta de la consulta gimió con un chirrido; rompía a llorar toda la habitación, que no podía soportar por más tiempo la melancolía de los objetos que albergaba.

Rolando Barthes Simpson, falsificador de camisetas de Bart Simpson


Rolando Barthes Simpson era un teórico de la literatura, es cierto, e incluso había publicado tres o cuatro ensayitos: sobre la recepción de las obras narrativas, el estado del mercado editorial y otras zarandajas e inutilidades. Pero sus libros no estaban en las librerías, ni tan siquiera los leía alguien, por ejemplo, sentado e un banco del parque o en el interior de un vagón de metro. Así que Rolando Barthes Simpson vio un día la televisión (algo que llevaba veinticinco años sin hacer, la nariz siempre metida entre volúmenes de Bloom, Derrida y Hamburger) y se topó con el dibujo animado que lo iba a sacar de pobre: Bart Simpson. Tan gracioso y profundamente intelectual, corrosivo, que no entendía cómo no nadie obtuviera partido con sus chispeantes frases: haría camisetas con ellas. Y tras invertir todos los ahorros de su vida, lo poquito que había ganado con sus ensayos (“Texto y Aversión”, “El corpus literario del Corpus Christi”), montó un taller de impresión de camisetas en el sótano de su casa, arrojando a la basura su otrora negocio frustrado de cría de champiñones, y que enarenaba todo el local.

Cuando ya lo había gastado todo instaló un puesto en un rastrillo, sus camisetas brillaban bajo el sol y esperaba comerse el mundo a golpe de XXL, fue detenido por la policía, acusado de falsificar camisetas de Bart Simpson.

Rolando Barthes Simpson descubrió, con amargura, que las camisetas de Bart Simpson inundaban el mercado, que existía un trade-mark y un producto oficial y que él era un desgraciado que iría a la cárcel.

Pero cómo podía saberlo, se defendió ante el juez, si yo sólo sabía de colorido vocálico, formalismo, imaginario, Wellek, Isser… y eso era, tan lamentable, que el juez lo entendió como un agravante: lo condenó a diez años. Diez años en el centro penitenciario, alejado de sus librotes, tan sólo disfrutando de las novelas de la biblioteca del centro: algo de Ken Follet, Stephen King y, quizás, con mucha suerte, El tiempo entre costuras o, aún peor, La catedral del mar.

No soportó la idea y dicen, eso dicen, que se dejó morir en una inanición de Literatura.

Despensero real



Me llamo Lope de López y soy despensero real. Es una tradición que viene de muy antiguo en mi familia: mi padre fue despensero, y el padre de mi padre, y su abuelo, y el bisabuelo… Pero los tiempos han cambiado: y con ellos el oficio: ya no abastezco de víveres, ni selecciono los embuchados, los quesos, los mejores tasajos, para la alacena real. Ahora, solamente me encargo de proveer al Rey de su bocado más exquisito. No es un bocado cualquiera, y debo cazarlo yo en persona cada noche y enviárselo, antes de las seis de la mañana, para que esté listo y cocinado en la mesa de su desayuno. Para desayunar: una enorme, jugosa, alquitranada, rata de alcantarilla.
La capital del Reyno está hueca por debajo: el subsuelo agujereado por el cáncer de un gran gusano tecnológico que ha entretejido una enorme red de galerías por las que circulan tuberías de agua, conducciones de cable, redes telefónicas, fibras de Internet… todo ello para evitar el tener que levantar el adoquinado cada vez que se produce una avería: un gran avance, sin duda. Un gran avance que ha hilvanado un entramado subterráneo, un nido de ratas y un mundo mefítico y solitario donde se congelan las telas de araña y agonizan los ruidos urbanos.
Para acceder a esa red de subsuelo necesito una autorización de un Centro de Control: ya soy amigo, con el paso de los años, del guardia del turno de noche que contesta a mi llamada cuando aviso de que voy a entrar en las galerías: qué tal, Pedro, y los niños, dónde te fuiste de vacaciones, cómo va todo, trabajando, hay sueño… etcétera.
No penetro en la red a la caza de mis ratas siempre por el mismo lugar. Aunque el Rey prefiere las capturadas entre el Arco del Triunfo y el Hospital General (se supone que al haberse alimentado de despojos clínicos, pedazos de carne amputada y purulenta, gasas y vendas ensangrentadas es como si las ratas se maceraran en ello y regalan un mayor y mejor sabor en el plato). Pero a las que cazo cerca del Gasómetro tampoco les hace ascos. Quizá las que menos le agradan sean las que atrapo en las cercanías del campo de fútbol, del aeropuerto, del embarcadero y de las estaciones de ferrocarril: esos lugares procuro evitarlos, pero, a veces, no me queda mas remedio que establecer allí mi caladero. Debo rotar, alternar mis zonas de capturas, porque esos bichos son muy listos y si repitiera mucho una zona acabaría por no cazar a ninguna. Su Alteza lo sabe.
Así que entro cada noche, a eso de las dos de la madrugada. Un chasquido de la electro cerradura de la puerta de la galería me avisa de que ya tengo autorización para acceder a mi coto de caza privado, paso libre al laberinto. Empuño una vara eléctrica con un lazo retráctil de finísima cuerda de nylon. Cuando enlazo del cuello a la rata le propino una fuerte descarga y, aturdida, la introduzco en la nasa que suelo dejar unos metros detrás de mí. Allí dentro las voy depositando, separadas por rejillas, porque la primera vez, que no usé nada más que un saco, se devoraron entre ellas víctimas de la ira, rabia y desesperación, lanzándose bocados furibundos y dentelladas hasta reducir el contenido del saco a una sangrienta masa de pelo y vísceras. Ese día me gané una buena reprimenda del Rey a quién dejé sin desayuno (y su mal humor nos hizo tener un incidente diplomático a media mañana, en la Recepción de Embajadores, y ese incidente nos llevó a una guerra y esa guerra trajo miles de muertes y la desaparición de toda unan generación de jóvenes de nuestro Reyno y con ello la extinción de una gran cantidad de mano de obra y la pérdida de empleados y la desaparición de oficios y llegó una enorme crisis económica y pobreza; toda esa catástrofe urdida en el rincón del subsuelo porque yo no supe mantener vivas a las ratas en un saco… moraleja: nunca dejes sin desayuno al Rey).
Así que esta noche estoy aquí otra vez. Me muevo por el subsuelo: desde el Palacio de los Deportes llego al Palacio de Invierno: allí engancho a un ejemplar enorme, de cola aceitosa y pelo hirsuto, agresivo y enloquecido por haber cometido su error y verse apresado. Más allá: junto a la curva del río, cerca del gran reloj astronómico: una rata albina. Será el bocado especial de hoy, de Su Alteza. Aún así, por si acaso, por lo que pueda ocurrir, continúo con mi batida: llego a la Plaza Central y junto a la avenida Pasteur, esquina con el Ensanche, termino de rellenar mi nasa con otros tres ejemplares. Son casi las cinco. He acabado. Abandono la galería a la altura de la vía Libertad y salgo a la superficie, al gélido aire de la noche que corretea por el bulevar Haydn. Tengo el tiempo justo para llegarme hasta el Palacio con mi redada a cuestas, entregarla a los cocineros reales que escaldaran las piezas, primero, para poder arrancar así su agrio pelaje y, después, proceder a desventrarlas, sacarles las entrañas y realizar la asadura, con abundante guarnición de patatas al vapor y zanahorias.
A las siete, cuando Su Majestad entre en el cuartillo del desayuno, decorado con fina filigrana de marfil, tendrá servido en humeantes platos un guiso de rata, otro de asado de rata y un tercero de gulash de rata. Hoy se decantará por el asado de la rata albina y lo aderezará con un chorrito de vinagre balsámico de cerezas y lo pasará con un par de chatos del buen y recio vino de nuestra tierra. Luego, puede que reciba a un político importante, a un embajador o quizás salga a saludar desde el balcón a la muchedumbre que todos los días se amontona y lo espera ansiosa en la Plaza Real, satisfecho y sonriente, con el calorcillo en las tripas de la rata cocinada: de mi rata, esa es mi ayuda al buen transcurso de las cosas en este Reyno.
Pues bien: este es mi trabajo.

jueves, 20 de octubre de 2011

Con la tozudez del paso de los años...


En Praga: Puente de Carlos, mañana del 14 de agosto de 1917.

Los paseantes alcanzaron el Puente de Carlos sumidos en un oscuro silencio.

Max Brod no era capaz de digerir, de encajar la noticia, no cesaba de darle vueltas a lo que su amigo acababa de anunciarle: ¿tuberculosis? No, no podía ser, no alcanzaba a creerlo, eso era imposible…, pero Franz insistía en que la enfermedad provenía de un origen más, por llamarlo de una manera, sicótico, mental, psicológico, una maldad generada por el cuerpo, un mecanismo de autodefensa, tal vez en respuesta a tanto sufrimiento. ¡Ahí estaban las pruebas de Chéjov y Chopín! El carácter de ambos genios fue errabundo, preñado de una naturaleza triste y torturada. Ese carácter los llevó a sucumbir a la tuberculosis.

-Es una barbaridad todo eso que dices, Franz, cualquiera podría pensar que te alegra la posesión de esa maldita enfermedad –le acusó Brod. Se detuvieron junto a la baranda de piedra. El Moldava, abajo, corría apacible y tranquilo, con un ronroneo de pulmones encharcados.

-Antes contemplaba, acariciaba una y otra vez la posibilidad del suicidio, era una solución inteligente, una forma bella, una arte preciso y precioso para terminar con los problemas. Ahora ya no es así. Desde el momento mismo del vómito sanguinolento nadie ha querido tanto a la vida como yo, así que no te equivoques –le repuso Kafka con dureza-, pero de ahí a que no sea capaz de asumir la enfermedad o de entender sus motivos, o de negarla con una obcecación medieval, cerril y absurda, hay diferencia. Lo comprendo todo muy bien. Estoy dispuesto a luchar por curarme.

-Espero que sea así, de momento necesitas una segunda opinión, la de un reputado profesional, un especialista en el asunto que nos deje las cosas lo más claras que sea posible.

-Es cierto, el doctor Mühlstein se resiste a diagnosticarme con certeza el mal porque quiere protegerme del Ángel de la Muerte con las anchas espaldas de su medicina –repuso Kafka, extraviada la cansada mirada por encima de las aguas del río que gorgoteaban con estertores de asfixia-. ¿Sabes, Max?, el Ángel de la Muerte se encontraba allí, de pie, junto al médico, en la consulta, se movía gradualmente a un costado…, poco a poco, para encontrarse conmigo cara a cara.

-¡No quiero oír más insensateces! –le exigió Brod, que prosiguió-: Irás a ver al profesor Gottfried Pick, nos une una buena amistad y es el director del Instituto Laringológico de la Universidad Alemana de Praga –Kafka intentó una débil protesta ante la preocupación del amigo, pero no pudo argumentar nada, interrumpido por un-: ¡No tenemos más que hablar al respecto!

La lluvia empezó a calar los bronces del Puente de Carlos. Quería disolverlos y percutía en ellos con la tozudez que le otorgaba la seguridad de contar a su lado con el paso de los años para completar la tarea.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Segunda hemoptisis


En Praga: Domicilio de la familia Kafka, noche del 13 al 14 de agosto 1917.

Abrió muy lentamente los ojos y el techo tomó, poco a poco, forma; el aspecto nebuloso, blando, se transmutó en materia dura, tal vez cemento… En cualquier caso, se trataba de algo muy pesado. Con gran esfuerzo elevó la cabeza de la almohada. Los bordes de los objetos, las esquinas de la habitación, se malearon aceitosas como si un vidriero soplara para moldear la casa a su antojo.

Su sorpresa resultó mayúscula: se encontraba tendido en la cama, pero se vio allí al lado, de espaldas, volcado en su escritorio, afanado en la tarea de rellenar azules cuadernos en octavo. Por un instante, detenía la tarea, alargaba la mano y aproximaba a los labios una botella de cerveza. Podía escucharse beber con gran avidez, el gollete de vidrio entrechocaba levemente contra los dientes y tras el trago, largo, depositaba la botella a un lado para sumergirse de nuevo en la escritura y, cada vez que eso ocurría, en lugar de vaciarse, el recipiente aparecía más lleno, mostraba al trasluz su contenido. Pero no podía tratarse de él mismo porque, era bien consciente, él se encontraba en la cama… ¿Quién era ese tipo, exacto a Franz Kafka, dedicado a hurtarle horas al sueño y a la noche con la escritura desmigada en su mismo lugar de trabajo?

Se abalanzaría sobre el intruso, incluso sería capaz de golpearlo. Entonces, el techo crujió y descendió, pero sólo encima de su cabeza, porque el otro Franz Kafka continuaba con su escritura, si bien ahora refrenaba su tarea desarrollada con un empeño hercúleo para beber de nuevo de la botella, convertida en una frasca de vino rojo, espeso.

Quedó perplejo, tumbado, con el enfoscado a unos centímetros de su cara.

Quiso decir algo, pedir auxilio, pero no pudo.

El silencio era tan viscoso que el roce de la pluma del falso Kafka al corretear por las hojas sonaba con estruendo en sus oídos y el gogloteo al tragar el líquido, al despeñarse el alcohol por el gaznate de su doppelgänger, incluso ensordecía los enfebrecidos latidos de su propio corazón.

De nuevo intentó moverse. De nuevo se desplomó el techo, para apretarle la cara, oprimirle el pecho, provocarle una hemorragia, quebrantó los diques de la nariz. Se ahogaba, apenas podía soportar el enorme dolor que le recorría la garganta. Su otro “yo” escribía, ajeno a la tortura que sucedía a las espaldas.

El techo le aplastó. La sangre escaló de sus pulmones a la garganta y de allí a la boca, se desparramó por la almohada, sus ojos se cerraron en el dolor y el Kafka inmutable en su tarea de escritor mecánico y bebedor compulsivo desapareció tras un vaharada colorada.

Abrió los ojos a su segunda hemoptisis y una sonrisa de sangre, toda ella maligna, saludó desde las sábanas.

Necromúsica


Me llamo Dante, soy Dante Fernández, y tuve que venirme hasta Tokio para poder trabajar y triunfar como necromúsico. Mis composiciones para cadáveres no eran comprendidas en mi país, ni siquiera en alguna parte de mi continente, pero los asiáticos, en los asuntos relacionados con la muerte, nos llevan siglos de adelanto.

Me llamo Dante, Dante Fernández, y llevo ocupando las cinco últimas semanas el número uno del top de la lista de necromúsica. Mis temas son los más solicitados por los deudos de los fallecidos, para que suenen en tanatorios, depósitos y salas de autopsias. Puedo afirmar que, en efecto, con la necromúsica, me estoy haciendo millonario.

Es todo una cuestión de frecuencias, más allá de las que escuchan los perros, más alejadas de las más sensibles e inaudibles que se puedan imaginar. No resulta fácil componer partituras en esas frecuencias que no se pueden escuchar por oídos vivos… a veces uno tiene la sensación de que construye una catedral a ciegas, de que pinta con el dedo sobre el aire, incluso que se afana en alzar castillos de arena que pronto desbaratará la corriente de la marea. Sin embargo, la satisfacción que produce comprobar que se ha realizado un buen trabajo cuando un cadáver mueve levemente la cabeza en señal de asentimiento, de que le agrada lo que escucha, o simplemente se atisba un espasmo en uno de sus dedos índices, como si quisiera chasquearlo al compás de la necromúsica y recordara que no puede, que es imposible, que está muerto. Esos movimientos en los cuerpos son lo que hacen que merezca la pena el trabajo y son la recompensa a mis desvelos y esfuerzos. Y la clave de mis éxitos.

Actualmente, el tema que mantengo en el número uno de las listas, la composición The Necromancer, atesora un récord: fue puesta en el gimnasio de Kawasaki City en donde, después del suicidio en masa de la secta Ton, reposaban 57 cadáveres a la espera de autopsia, todos ellos fallecidos por ingesta de la toxina del pez globo. La necromúsica recibió una respuesta muscular, o bien con movimiento REM de ojos, o mediante espasmos, bostezos, giros de cuello o chasquido de articulaciones, de 48 cuerpos a la vez. Creo que, tras las comprobaciones pertinentes, entraré en el Gran Libro de los Récords, bajo el mérito de haber compuesto la mayor y masiva Danza Macabra de la historia. No me lo puedo creer, mi The Necromancer, que ya me ha dado 5 millones de yenes, en el Gran Libro, junto a mitos como el hombre que mayor tiempo pasó en una bañera de tostadas, el que mayor distancia ha recorrido patinando sobre espagueti o el tipo que más litros de sopa fue capaz de engullir usando un tenedor. Sí, soy un tío ilustre: he tenido que venir a Japón, pero soy un tío ilustre, la verdad.

En breve: la necromúsica por fin será exhibida en Europa, concretamente en Londres, quizás la mayor ciudad funeraria de occidente. En la Catedral de Westminster, allí, cerca del rincón de los literatos, estrenaré mi oratorio. Y será extraño verme a mí, batuta en mano, dirigir durante 90 minutos a una orquesta como detenida en el arañoso silencio del ábside, interpretando sonidos inaudibles, viendo los allí presentes (se habla de los duques de Kent), como una orquesta emite un sonido mudo que realmente se filtrará por los enmohecidos suelos y puede que, con suerte, acaricie las momias y esqueletos de los ilustres. Quién sabe si chasquidos y rechinar de dientes se elevarán de las lápidas, como único acompañamiento a los movimientos silenciosos de mis músicos. Eso sería la señal del éxito, de que mi oratorio atraviesa siglos y capas freáticas de enterramientos y es recibido y sentido hasta por las pilas fosfatadas de los osarios.

Aquí, en la NHK japonesa, en horario de Prime Time, empiezo la semana que viene un programa de televisión. Aunque la traducción del título japonés es difícil, lo podríamos llamar Los no-dormidos. Ante una ristra de cuerpos, todavía no sé muy bien cuantos serán los finados, de nuevo mi orquesta, esta vez orquestina de cámara, ejecutará bajo mi dirección dos horas de necromúsica (cuartetos, tercetos, alguna pieza para arpa seguramente), durante un par de horas, incluidas las pausas de la publicidad, que ya han sido jugosamente vendidas a promociones de cementerios, tanatorios, crematorios, artes florales y una marca de cervezas.

El único problema con todo esto aparece al caer la tarde: desde mi lujosa mansión en las colinas, cuando el crepúsculo se refleja en mi pecera exótica y atigra los lomos de mis pececillos, entonces, temo que del cementerio más cercano, de los cementerios, se levanten algunos muertos y vengan hasta mi puerta, toquen a ella, en un intento de recordarme que mi fortuna se construye y se asienta sobre un palafito de huesos, cadáveres y descomposición.

Aterrado, paralizado por el pánico frente a la cristalera del salón que me regala las vistas tóxicas y ferruginosas de la bahía de Tokio, entonces, según sople el viento, puedo distinguir, apurando cada matiz, toda la pestilencia de la putrefacción que se extiende y flota en el aire.

martes, 18 de octubre de 2011

Waterloo propio


En Praga: Consulta del doctor Mühlstein, 13 de agosto de 1917.

Asumía el mal, pero eso no indicaba que no se dispusiera a combatirlo. Entablaría una batalla contra la enfermedad:

-Es la contienda más grande, la más terrible que se me podría imponer y, si caigo derrotado, será un suceso napoleónico en mi historia mundial privada.

-Vamos, no sea alarmista, se trata de un posible catarro bronquial, nada más que eso, su batalla será, al final, exitosa, un Austerlitz, un Jena, un Borodino… ¡Si es que su organismo toma el lado de Napoleón! –intentó tranquilizarlo el doctor Mühlstein, sabedor de que quizás su diagnostico no resultara del todo exacto.

-¿Con tal profusión de sangre? No, no lo creo, mi guerra interna es mi propio Waterloo. No durará mucho tiempo la batalla, la sangre que mana de mis pulmones es una estocada mortal, un tajo asestado por mi otro yo, ese que, durante años, intenta aniquilarme. Al final lo ha conseguido –el doctor meneó la cabeza disgustado por la hipocondría de su paciente y le recetó unas medicinas para el resfriado-. Es tisis, seguro –insistió Kafka-. Soy un maldito tísico.

-Aún en el caso de que así fuera unas inyecciones de tuberculina solucionarían una gran parte del problema.

-No doctor, usted no acierta a alcanzar la verdadera magnitud del mal. Se trata de un problema mental, una enfermedad psicológica, quiero decir, provocada por el organismo en respuesta a tantas tribulaciones, amargura y sufrimientos.

-Que ciertas enfermedades proliferen con mayor facilidad en temperamentos de tipo melancólico, nervioso o colérico, todavía está por demostrarse, o yo al menos no lo creo así pese a los recientes estudios al respecto, estudios sin contrastar –le repuso el doctor parapetado en su enciclopédico saber.

-Es una defensa de mi organismo, una forma de protestar y de protegerse también, está cansado, harto de soportar tantas penurias. ¡Mi temperamento es el culpable del mal! Hay una especie de justicia en todo esto, es un golpe exactamente justo que, en absoluto, siento como un golpe. Es algo extraordinariamente dulce en comparación con los sufrimientos padecidos a lo largo de los últimos años.

-¿Pero qué tipo de barbaridades dice usted? ¿Desde cuándo una enfermedad es dulce? ¿Dónde se ha visto que un paciente se alegre de enfermar? Con esa actitud no logrará curarse nunca. ¡La voluntad de querer sanar es tan necesaria como el tratamiento! –el doctor ignoraba que se encontraba ante un caso sorprendente: un escritor capaz de rogarle a su editor que no publicara sus libros muy bien podría ser ese tipo de hombre que celebrara enfermar por mero odio a su propio yo.

-Agradezco sus consejos, doctor, pero insisto en que se trata de un acto de mera justicia, sin duda –el médico meneó la cabeza desesperado, el hombre no tenía remedio, ¡era tan cabezota!

-Si con las medicinas no mejora, complemente el tratamiento con una buena dieta, coma usted más y mejor, abuse del aire libre, desde luego… y cada noche colóquese unas compresas sobre los hombros.

Al final del túnel de las ojeras de Kafka alumbraban unos ojos resignados. Con un hilillo de voz, que poco a poco ganó en seguridad para afirmarse del todo, confesó:

-Estoy preparado para afrontarlo, créame. El que yo pueda desarrollar de forma súbita y fulminante una enfermedad no me asombra. En absoluto. Sabía propensa a estallar, tarde o temprano, mi sangre, mi maltrecha sangre. Lo que me inquieta y me sorprende es que me derribe la tuberculosis, de la noche a la mañana, sin un antecedente familiar. Sí, no me restan dudas, la he generado yo mismo con mi desespero, la he gestado, alimentado, prodigándole cuidados, excelentes años de insistentes cuidados. Pero no, aún no me creo que sea tuberculosis realmente, se trata, sencillamente, de una señal de mi quiebra general y, para eso, doctor, no creo que exista un tratamiento posible.

El médico necesitaba gritar de forma imperiosa a su paciente: ¡Fuera de aquí desgraciado! ¡Ave de mal agüero! ¿Quién diablos se ha creído usted con ese comportamiento tan cenizo? Sin embargo, demostró lo granítico de su juramento hipocrático; sujetó una de las manos del enfermo y con la otra dio un golpecito en el hombro de Kafka, para asegurar:

-Seguro, seguro que no es tuberculosis. Ya lo verá, no será nada…

viernes, 14 de octubre de 2011

Primera hemoptisis


En Praga: Domicilio de la familia Kafka, noche del 12 al 13 de agosto de 1917.

Bebía vino, abundante vino, luego cerveza y de nuevo vino, en la orilla del río, con su padre.

A menudo solían sentarse en un bar cercano y con ojos de impotencia y desagrado Franz contemplaba a su progenitor ingerir una jarra de espumosa cerveza tipo Pilsen, siempre horrorizado con esas visitas a los baños del Moldava, aunque su malestar arrancaba ya en la misma cabina del ropero al ponerse el bañador y constatar, una y otra vez, las diferencias anatómicas: él, escuchimizado, de pecho hundido y rasgos demacrados, con las paletillas salidas, el costillar puntiagudo; enfrente, Hermann, rudo, de anchas espaldas, pecho fuerte, complexión sólida, grandes manazas; y la vergüenza proseguía en el exterior, al compararse Franz con quienes lo rodeaban, tan satisfechos de sus cuerpos, avergonzado incluso al medirse anatómicamente con otros hijos de otros padres que disfrutaban del sol y del baño, sin que a ellos, además, les resultara una experiencia tan traumática como a él; entonces, llegaba el peor momento, no por esperado menos terrible, el momento de la visita al bar, la hora de ingerir esa enorme salchicha y trasegar un litro de cerveza solicitado por el padre ahíto de gula mientras animaba a Franz, al hijo, a que lo imitara, e ignoraba con desprecio que a él le repugnaba la carne rojiza, reventada, del embutido, en nada le atraía el alcohol y, así, enfrentado al progenitor, no podría dejar nunca de pensar en lo poco hombre que resultaba para la familia, en la enorme carga, en la tremenda vergüenza que soportaba un padre que se exhibía con un hijo así…

En esta nueva ocasión todo resultaba bien extraño, distinto:

Bebía vino, abundante vino, luego cerveza y de nuevo vino, en la orilla del río, con su padre; bebía el vino a grandes sorbos sin que el líquido, sangre espesa y caliente, le provocara el menor asco y enfrente, Hermann, sonreía con agrado, por una vez el hijo le daba una alegría al padre y ¡Dios, que simple resultaba agradar a ese hombre que se regocijaba con algo tan nimio, con que su Franz bebiese un trago de vino!, ¡que vil era el hijo, incapaz de proporcionarle más a menudo ese mísero placer con tan pequeño sacrificio!

En el instante en que llevó una nueva copa a los labios, colmada, sintió una arcada y se atragantó. Intentó hablar, pero se notó la boca repleta de líquido y Hermann comenzó a reprenderlo con el cansancio de la costumbre:

-¡Eres un desastre! ¡Incapaz de tomar un poco de vino, de ser una persona normal! ¡La deshonra de la familia! ¡El castigo de tus padres!

En ese momento, el más intenso de la reprimenda, la figura de Hermann Kafka se diluyó frente a los ojos de Franz, que acababa de abrirlos. Ahora contemplaba el techo de la habitación y comprendía que soñaba, que todo se trató de una pesadilla pese a que notaba la boca repleta de un jugo tibio y denso.

A tientas, con premura, escupió en el interior del orinal.

Encendió una lamparilla para ver la hora: las cuatro de la mañana.

Pensó que ya no podría dormirse de nuevo y notó un sabor acre en la garganta.

Miró en el fondo del orinal y no comprendió qué sustancia era la masilla rojiza que teñía la porcelana.

En eso, una enorme arcada terminó en vómito de sangre.

Acababa de sufrir su primera hemoptisis. Siempre supo que llegaría ese momento en su vida, más tarde o más temprano.

Se sintió mejor cuando terminó de expulsar la sangre.

Se levantó y abrió la ventana para superar el leve aturdimiento de su cabeza.

Respiró hondo un par de veces y fue consciente, con certeza, de la crueldad:

Era tuberculosis.

Asumió la tragedia casi con alegría, o al menos con calma, tanta que, aliviado, se volvió a la cama y el resto de esa noche durmió, tal vez, con un reposo y una paz mayores que nunca.

Booleana


El maldito qwerty,

sangre de mis dedos,

introduce tu nombre

para buscarte en Internet.


La corona de espinas

de Google

me devuelve

cero resultados.


Podría intentar

una búsqueda

booleana.


Quizá arrastres

mi amor y tu odio

por el Facebook,

pero tampoco apareces.



Podría intentar

una búsqueda

booleana.


Recuerdo:

que todo este río es sólo arena.

No obtengo respuesta:

podría intentar

una búsqueda

booleana.



En mi desesperación:

quizás quiso decir,

pero yo no quería decir

sino lo que quería decir:

todo este río es sólo arena.


Y el buscador me insiste:

podría intentar

una búsqueda

boole

ana.

Cobarde


Leído a Bukowski en Música de cañerías:

“Soy escritor porque soy un cobarde”.

martes, 11 de octubre de 2011

Gangrena gaseosa


En la Retaguardia del Isonzo: Hospital de Campaña italiano, agosto de 1917.

No podía creerlo. Debía de soñar todavía, seguro que una de esas pesadillas producto de la fiebre, porque abrió los ojos y vio, justo frente a su cama, al rey Víctor Manuel III rodeado de toda su comitiva y acompañado de los principales prebostes del hospital y del Regimiento.

-Convalece de su última operación, que se le realizó hace tres días –explicó uno de los Oficiales médicos a Su Alteza Real.

Era una pesadilla, obviamente, porque Mussolini aborrecía a la realeza y era imposible que el mentecato se encontrara, ahora, delante suyo, y escuchara encandilado los detalles de sus heridas de guerra. No, definitivamente, no podía ser eso de ningún modo.

-Lleva seis meses de hospital y le extraímos cuarenta y cuatro fragmentos de astillas y proyectiles tras veintisiete operaciones, dos de ellas se realizaron sin anestesia… -el Oficial médico recitaba los datos del heroísmo de Mussolini, que el enfermo interpretó como el momento ideal para formular una bravuconada:

-Esas operaciones sin anestesia…, las pedí porque quería ver el proceder los médicos, vigilarlos, ¡no fuera a despertarme sin piernas! –la chanza sólo fue recibida con medias sonrisas por el personal sanitario. No les gustó nada que el patán se burlara de ellos.

El rey tragó saliva tras escuchar la tontería e interpretó su personaje: un mamarracho a años luz del dolor, del sufrimiento, inmune incluso al propio resentimiento que brutos como Mussolini podrían albergar contra la monarquía a la que consideraban una sanguijuela que oprimía a los trabajadores.

Se dirigió, calmudo, al convaleciente:

-¿Dígame, Mussolini, se encuentra bien? –el interpelado abrió los ojos desaforados. ¿Podría encontrarse bien después de lo relatado? Decididamente, ese reyezuelo era un estúpido. ¡Qué lástima no poseer la totalidad de las fuerzas para correrlo a puñadas, para expulsarlo del Pabellón Médico a puntapiés y patadas!

-No me encuentro muy bien, Majestad –sin embargo, se contuvo a la hora de responder, presa de un extraño pudor que se negaba a reconocer como respeto.

-¡Bravo Mussolini! Aguante la inmovilidad y el dolor con valentía, es su deber –eso era todo lo que se le ocurría para transmitir ánimos. Al monarca le gustaría ser capaz de pronunciar unas palabras más elevadas, pero se sentía torpe, inhábil para ello, de su boca no brotaban más que nimiedades.

-Gracias Majestad –el reconocimiento brotó del pecho de Mussolini con un suspiro desgastado. En realidad querría mandarlo a tomar viento.

El rey reposó sus atribulados ojos en la mesilla del herido. Allí florecía la espléndida pipa de espuma de mar. Uno de los médicos se anticipó, sumiso, a la pregunta que se disponía a pronunciar Su Alteza.

-Es la pipa de Mussolini, no se separa de ella. La suele utilizar cuando lo sacamos al jardín para tomar el aire…

-Es muy bonita –murmuro el rey, encaprichado. Se aclaró la voz con una ligera carraspera para añadir-: Por el momento, convaleciente, no creo que el herido salga de nuevo al patio, así que no veo la necesidad de la pipa…

-En efecto, Alteza, no la necesita en absoluto –como si la pipa fuera suya, el médico dispuso a su antojo del objeto, ofrendándoselo al rey con un gesto de extraordinaria sumisión que, para los allí presentes, desprendió un olor repulsivo, de úlcera infecciosa.

Víctor Manuel III se guardó la pipa en un bolsillo de la guerrera militar. Mussolini lo aferró de una de las mangas. Se encontraba bajo los efectos de los medicamentos porque, lejos de percatarse del robo de su pipa a manos del personaje que para él podría ser el más indeseable que existía, le rogó al rey que dejaran de sonar los timbres de los teléfonos. En un lugar de reposo para heridos esos desconsiderados timbrazos perturbaban la calma.

Nadie se esforzó en explicarle al rey, que se marchaba del pabellón, que Mussolini creyó oír timbrazos en la campanilla de un monaguillo que acompañaba al sacerdote y que, en esos instantes, administraba la extremaunción al desdichado que ocupaba lugar en la cama de al lado, devoradas sus extremidades por la gangrena gaseosa.

lunes, 10 de octubre de 2011

La venganza del Mesozoico


En el Frente del Isonzo: Monte del Carso, Cota 144, 23 de febrero de 1917.

Parecía que sería una mañana tranquila, pero el capitán se empeñó en que no fuera así: ordenó maniobras para mantener alerta y en forma a la tropa y dispuso un fuego graneado de mortero sobre una serie de objetivos naturales. Debían apuntar al Portón del Este, localizado entre dos insolentes peñas del Mesozoico, o acertarle a la cota 265, ubicada en la falda de un montecillo de la época del Mioceno. Así, el orgullo de las piedras que la erosión y el paso de los siglos no consiguió destruir, sería borrado de la geografía y del mapa por unas bombas dirigidas por un puñado de astrosos milicianos italianos que, de muy mala gana, practicaban puntería por mero capricho de sus superiores. Cambrico, Magdaleniense, Carbonífero… periodos de tiempo fáciles de borrar de un soplido por la maquinaria bélica del hombre. Evaporados sin ningún sentido.

Un silbido, una parábola y el impacto elevaba un terrón de barro. El humillo blanquecino en suspensión permitía calificar la puntería de los artilleros.

-¡Sois unos burros! ¡Zopencos! –protestaba el capitán ante el mal ejercicio de sus hombres, que volvían a recargar una y otra vez. Los impactos cercaron los objetivos por la derecha, después los aliviaron con tiros demasiado alejados por la izquierda. Ahora, corrieron un breve, pero serio riesgo, de volar por los aires tras la corrección de unos grados al norte y, antes, fueron librados por exceso de inclinación al sur de los morteros; se probó la puntería quizás un poco más alta, también a tirar más abajo: los alrededores sembrados de cráteres, y en medio de todo, burlones, el Portón y la Cota se despechugaban indemnes.

-¡Inútiles, seguiremos hasta que acertéis, será mañana o el año que viene! –las airadas órdenes del capitán se contestaban con más fuego artillero y, si cabe, con peor puntería.

Entre la desgana generalizada llamaban la atención los servidores de uno de los morteros ubicados en el interior de una trinchera. El grupo se componía de cinco hombres. Uno de ellos era el sargento Mussolini, ascendido veintidós días antes. En lugar de atender a su cometido, enfriar la boca del artefacto con agua, se repantingaba al sol, apoyado en uno de los taludes, a buen recaudo de los prismáticos del capitán, engolfado con la fumada de la pipa de espuma de mar hurtada al enemigo. El fondo de la cazoleta prendía con una brasa rojiza a cada chupada, igual que la boca del mortero, incandescente ya desde un par de detonaciones anteriores. A unos metros reposaba un cubo de madera enmohecida, sin una gota de agua en su interior, y el cucharón necesario para refrescar la pieza. Los cinco hombres, retorcidos sus cráneos por el alto sol, con la resaca de la tarde anterior, bebieron toda la reserva de líquido por ver de paliar la sed y el dolor de cabeza provocados por la borrachera que sendas cantimploras de schnapps de ciruelas arrebatadas a los austriacos desencadenaron en sus ya de por sí mermadas facultades.

-¡Preparados para un nuevo disparo! –ordenó el capitán desde un altozano.

Un conejo, atolondrado por las descargas, brincaba de un lado a otro. Los soldados intentaban acertarle de un disparo con sus carabinas de peor puntería que los obuses.

-¡Dejad a ese animal en paz, idiotas! ¡Disparad fuego de mortero! –la orden, gritada con enorme desprecio, fue obedecida con la exasperante lentitud de quienes veían perderse ladera abajo el complemento a las insulsas cenas de rancho.

En cuanto embocaron el obús se dieron cuenta de lo que estaba a punto de suceder. El cañón de la pieza artillera blanqueaba por el calor, amenazaba con derretirse o reventar en el momento de escupir la munición.

Se miraron unos a otros. Era necesario refrescar el arma.

Rápido, agua.

El agua.

Mussolini mordió con fuerza la pipa en su boca. Abrió los brazos, no entendía qué le demandaban. Sus compañeros buscaron con ojos febriles el cubo tirado en un rincón. Mussolini comprendió la gravedad del asunto y se giró rápido en pos del cucharón. Escarbó en el interior de la madera carcomida y corroboró que no quedaba ni una gota de agua. Se volvió para advertir de tal circunstancia a sus camaradas, pero el aviso se le colgó de la boca como la pipa de espuma.

Un zumbido.

Una explosión sorda.

Una oleada de metralla destripó a los soldados, muñecos de paja, y arrojó, cargado de hierro y esquirlas, el cuerpo de Mussolini a cuatro metros de distancia.

El subteniente Francesco Caccese desbrozó un silencio de pánico reverencial y fue el primero en acercarse al lugar del accidente: Mussolini era el único que permanecía con vida. Su pierna izquierda, el pecho y la ingle, aparecían horadadas por pequeños pedazos de metal. En su boca, contraída por el éxtasis del dolor, aún permanecía intacta, de milagro, la pipa de espuma de mar. Esa misma pipa a la que sus manos acalambradas, antes del desmayo, se aferraron desesperadas mientras lo retiraban en camilla camino del Hospital de Campaña.