miércoles, 19 de octubre de 2011

Necromúsica


Me llamo Dante, soy Dante Fernández, y tuve que venirme hasta Tokio para poder trabajar y triunfar como necromúsico. Mis composiciones para cadáveres no eran comprendidas en mi país, ni siquiera en alguna parte de mi continente, pero los asiáticos, en los asuntos relacionados con la muerte, nos llevan siglos de adelanto.

Me llamo Dante, Dante Fernández, y llevo ocupando las cinco últimas semanas el número uno del top de la lista de necromúsica. Mis temas son los más solicitados por los deudos de los fallecidos, para que suenen en tanatorios, depósitos y salas de autopsias. Puedo afirmar que, en efecto, con la necromúsica, me estoy haciendo millonario.

Es todo una cuestión de frecuencias, más allá de las que escuchan los perros, más alejadas de las más sensibles e inaudibles que se puedan imaginar. No resulta fácil componer partituras en esas frecuencias que no se pueden escuchar por oídos vivos… a veces uno tiene la sensación de que construye una catedral a ciegas, de que pinta con el dedo sobre el aire, incluso que se afana en alzar castillos de arena que pronto desbaratará la corriente de la marea. Sin embargo, la satisfacción que produce comprobar que se ha realizado un buen trabajo cuando un cadáver mueve levemente la cabeza en señal de asentimiento, de que le agrada lo que escucha, o simplemente se atisba un espasmo en uno de sus dedos índices, como si quisiera chasquearlo al compás de la necromúsica y recordara que no puede, que es imposible, que está muerto. Esos movimientos en los cuerpos son lo que hacen que merezca la pena el trabajo y son la recompensa a mis desvelos y esfuerzos. Y la clave de mis éxitos.

Actualmente, el tema que mantengo en el número uno de las listas, la composición The Necromancer, atesora un récord: fue puesta en el gimnasio de Kawasaki City en donde, después del suicidio en masa de la secta Ton, reposaban 57 cadáveres a la espera de autopsia, todos ellos fallecidos por ingesta de la toxina del pez globo. La necromúsica recibió una respuesta muscular, o bien con movimiento REM de ojos, o mediante espasmos, bostezos, giros de cuello o chasquido de articulaciones, de 48 cuerpos a la vez. Creo que, tras las comprobaciones pertinentes, entraré en el Gran Libro de los Récords, bajo el mérito de haber compuesto la mayor y masiva Danza Macabra de la historia. No me lo puedo creer, mi The Necromancer, que ya me ha dado 5 millones de yenes, en el Gran Libro, junto a mitos como el hombre que mayor tiempo pasó en una bañera de tostadas, el que mayor distancia ha recorrido patinando sobre espagueti o el tipo que más litros de sopa fue capaz de engullir usando un tenedor. Sí, soy un tío ilustre: he tenido que venir a Japón, pero soy un tío ilustre, la verdad.

En breve: la necromúsica por fin será exhibida en Europa, concretamente en Londres, quizás la mayor ciudad funeraria de occidente. En la Catedral de Westminster, allí, cerca del rincón de los literatos, estrenaré mi oratorio. Y será extraño verme a mí, batuta en mano, dirigir durante 90 minutos a una orquesta como detenida en el arañoso silencio del ábside, interpretando sonidos inaudibles, viendo los allí presentes (se habla de los duques de Kent), como una orquesta emite un sonido mudo que realmente se filtrará por los enmohecidos suelos y puede que, con suerte, acaricie las momias y esqueletos de los ilustres. Quién sabe si chasquidos y rechinar de dientes se elevarán de las lápidas, como único acompañamiento a los movimientos silenciosos de mis músicos. Eso sería la señal del éxito, de que mi oratorio atraviesa siglos y capas freáticas de enterramientos y es recibido y sentido hasta por las pilas fosfatadas de los osarios.

Aquí, en la NHK japonesa, en horario de Prime Time, empiezo la semana que viene un programa de televisión. Aunque la traducción del título japonés es difícil, lo podríamos llamar Los no-dormidos. Ante una ristra de cuerpos, todavía no sé muy bien cuantos serán los finados, de nuevo mi orquesta, esta vez orquestina de cámara, ejecutará bajo mi dirección dos horas de necromúsica (cuartetos, tercetos, alguna pieza para arpa seguramente), durante un par de horas, incluidas las pausas de la publicidad, que ya han sido jugosamente vendidas a promociones de cementerios, tanatorios, crematorios, artes florales y una marca de cervezas.

El único problema con todo esto aparece al caer la tarde: desde mi lujosa mansión en las colinas, cuando el crepúsculo se refleja en mi pecera exótica y atigra los lomos de mis pececillos, entonces, temo que del cementerio más cercano, de los cementerios, se levanten algunos muertos y vengan hasta mi puerta, toquen a ella, en un intento de recordarme que mi fortuna se construye y se asienta sobre un palafito de huesos, cadáveres y descomposición.

Aterrado, paralizado por el pánico frente a la cristalera del salón que me regala las vistas tóxicas y ferruginosas de la bahía de Tokio, entonces, según sople el viento, puedo distinguir, apurando cada matiz, toda la pestilencia de la putrefacción que se extiende y flota en el aire.

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