martes, 11 de octubre de 2011

Gangrena gaseosa


En la Retaguardia del Isonzo: Hospital de Campaña italiano, agosto de 1917.

No podía creerlo. Debía de soñar todavía, seguro que una de esas pesadillas producto de la fiebre, porque abrió los ojos y vio, justo frente a su cama, al rey Víctor Manuel III rodeado de toda su comitiva y acompañado de los principales prebostes del hospital y del Regimiento.

-Convalece de su última operación, que se le realizó hace tres días –explicó uno de los Oficiales médicos a Su Alteza Real.

Era una pesadilla, obviamente, porque Mussolini aborrecía a la realeza y era imposible que el mentecato se encontrara, ahora, delante suyo, y escuchara encandilado los detalles de sus heridas de guerra. No, definitivamente, no podía ser eso de ningún modo.

-Lleva seis meses de hospital y le extraímos cuarenta y cuatro fragmentos de astillas y proyectiles tras veintisiete operaciones, dos de ellas se realizaron sin anestesia… -el Oficial médico recitaba los datos del heroísmo de Mussolini, que el enfermo interpretó como el momento ideal para formular una bravuconada:

-Esas operaciones sin anestesia…, las pedí porque quería ver el proceder los médicos, vigilarlos, ¡no fuera a despertarme sin piernas! –la chanza sólo fue recibida con medias sonrisas por el personal sanitario. No les gustó nada que el patán se burlara de ellos.

El rey tragó saliva tras escuchar la tontería e interpretó su personaje: un mamarracho a años luz del dolor, del sufrimiento, inmune incluso al propio resentimiento que brutos como Mussolini podrían albergar contra la monarquía a la que consideraban una sanguijuela que oprimía a los trabajadores.

Se dirigió, calmudo, al convaleciente:

-¿Dígame, Mussolini, se encuentra bien? –el interpelado abrió los ojos desaforados. ¿Podría encontrarse bien después de lo relatado? Decididamente, ese reyezuelo era un estúpido. ¡Qué lástima no poseer la totalidad de las fuerzas para correrlo a puñadas, para expulsarlo del Pabellón Médico a puntapiés y patadas!

-No me encuentro muy bien, Majestad –sin embargo, se contuvo a la hora de responder, presa de un extraño pudor que se negaba a reconocer como respeto.

-¡Bravo Mussolini! Aguante la inmovilidad y el dolor con valentía, es su deber –eso era todo lo que se le ocurría para transmitir ánimos. Al monarca le gustaría ser capaz de pronunciar unas palabras más elevadas, pero se sentía torpe, inhábil para ello, de su boca no brotaban más que nimiedades.

-Gracias Majestad –el reconocimiento brotó del pecho de Mussolini con un suspiro desgastado. En realidad querría mandarlo a tomar viento.

El rey reposó sus atribulados ojos en la mesilla del herido. Allí florecía la espléndida pipa de espuma de mar. Uno de los médicos se anticipó, sumiso, a la pregunta que se disponía a pronunciar Su Alteza.

-Es la pipa de Mussolini, no se separa de ella. La suele utilizar cuando lo sacamos al jardín para tomar el aire…

-Es muy bonita –murmuro el rey, encaprichado. Se aclaró la voz con una ligera carraspera para añadir-: Por el momento, convaleciente, no creo que el herido salga de nuevo al patio, así que no veo la necesidad de la pipa…

-En efecto, Alteza, no la necesita en absoluto –como si la pipa fuera suya, el médico dispuso a su antojo del objeto, ofrendándoselo al rey con un gesto de extraordinaria sumisión que, para los allí presentes, desprendió un olor repulsivo, de úlcera infecciosa.

Víctor Manuel III se guardó la pipa en un bolsillo de la guerrera militar. Mussolini lo aferró de una de las mangas. Se encontraba bajo los efectos de los medicamentos porque, lejos de percatarse del robo de su pipa a manos del personaje que para él podría ser el más indeseable que existía, le rogó al rey que dejaran de sonar los timbres de los teléfonos. En un lugar de reposo para heridos esos desconsiderados timbrazos perturbaban la calma.

Nadie se esforzó en explicarle al rey, que se marchaba del pabellón, que Mussolini creyó oír timbrazos en la campanilla de un monaguillo que acompañaba al sacerdote y que, en esos instantes, administraba la extremaunción al desdichado que ocupaba lugar en la cama de al lado, devoradas sus extremidades por la gangrena gaseosa.

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