viernes, 14 de mayo de 2010

Sin título 1


Mi corazón es un muro de las lamentaciones, pero aunque vengáis a rezar en él nunca obtendréis el perdón.

jueves, 13 de mayo de 2010

Berlín tuvo mar


Un día, por unos instantes, Berlín tuvo mar. El mar de tus ojos que desde la ventana se proyectaba sobre el Spree, el mar de tu pelo que caía en cascadas sobre la almohada, el mar de tu nombre sobre el que nadé para extinguirme en sus orillas.
Berlín -unos segundos- tuvo mar, inundó con las ondas de tus labios la Puerta de Branderburgo, anegó con las olas de tu cuerpo las escalinatas del Reichstag. Las mareas de tu corazón, el sístole y diástole que marcaban bajamares y pleamares, bajamares y pleamares en los que dulcemente me dejaba mecer, en los que plácidamente me dejaba ahogar...
Sí, por unos momentos Berlín tuvo mar, pero en un suspiro -tu suspiro arrastrado por el viento- dejó de tenerlo. Y todo fue lodo y barro, se retiraron las aguas y, tras ellas, sólo dejaron muerte y destrucción.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Asesino de poetas


Asesino poetas, soy un asesino de poetas. Con mi desprecio los sumo en el Hades, con mi ignorancia los hago desaparecer. Soy un asesino de escritores, de escritores, no los leo y, así de simple, desaparecen de mis estanterías. Asesino libros: con tan sólo olvidarlos. Soy un asesino de novelas, las envío al desván, o al trastero. Soy un asesino de personajes: los creo, los aplasto, vengo en ellos las afrentas de la vida. Vengo en ellos las afrentas de mi vida. Me vengo en ellos.
Soy un asesino: de daga dorada y aviesas intenciones, de bolígrafo despiadado, redacto condenas de muerte en Dina 4.
Soy un asesino de poetas. De párrafos, de frases, de palabras... y por encima de tantas palabras desgastadas aún me quedan fuerzas para gritar y cagarme en vosotros.

lunes, 10 de mayo de 2010

Alguien lloró por mi sangre derramada


Yo, que tantas veces he sido salvado por la literatura, al final he sido condenado por ella. Una vez me rescató de abismos de tejados y azoteas, otra de cuchillos y cortes... incluso me protegió de alguien que lloró por mi sangre derramada. Pero, de repente, esos cuchillos anidan ahora en mí, esos abismos enladrillados se perpetúan en mi cabeza y en mi ánimo, y la sangre derramada... la sangre derramada.
Yo, que fui salvado, lo admito, por lo mucho que tenía por escribir, ahora estoy condenado por lo mucho que tengo por escribir. Y sencillamente, no puedo. Ni quiero.
Guardaré un tintero con la sangre derramada para que alguien escriba, algún día, las más bellas palabras, esas que pudieron salvarme y no lo hicieron, las que pudieron redimirme y no quisieron. Palabras, palabras, palabras... palabras y frases estériles como losas de mármol de cementerios, sentencias inacabadas, sentencias de muerte.
Una vida en blanco y negro enrojecida por la sangre derramada. La condena está en la literatura, esa que en otra ocasión me salvó.
Ahora no podrá ser ya.

domingo, 9 de mayo de 2010

The Pacific


Sería tan agradable haber caído en Guadalcanal, Montecassino o Arnhem. Sería tan agradable reposar en el Memorial de la Aerotransportada... significaría tanto para mí haber dado la vida en una lucha en la que no hubiera salido derrotado porque, con cada muerte, se entraba en la eternidad. Significaría tanto ocupar un túmulo, incluso de incógnito, en donde pudiera leerse: desconocido para todos, excepto para Dios.
Elegí un tiempo equivocado para ir contracorriente, elegí un mal momento, es cierto, para dar mi vida en la batalla. Podría haber embarrado mis esperanzas en Bastogne, congelado mis sentimientos en Kursk, liberado mi fracaso en El Alamein... no, tuve que existir fuera de mi tiempo, soportar la vida convencido de que nunca seré el rostro helado que emerge de la nieve en Stalingrado, el ataúd arrojado a las aguas del Pacífico, el sacrificado en la carga suicida de la caballería polaca.
Con cada una de esas muertes, de esas rendiciones, el viento arranca de las manos inertes una carta de amor, mi propia carta de amor, apurada hasta la última lectura antes del fin.
Al menos eso, una carta de amor previa a la masacre.
Arriba, en lo alto, los buitres describen círculos sobre la carroña y Dios se ríe: me odia.

sábado, 8 de mayo de 2010

¿Game Over?


He tardado, pero al final me he dado cuenta. La verdad es que tuve que reunir fuerzas, aunque la certeza ya la tenía, he tenido que acumular valor para admitir la realidad: será más pronto que tarde, será mañana, tal vez pasado, quizás dentro de un mes, o de un año, pero será. Será, será, será. Y será siempre, en cualquier momento -tal vez ahora mismo o la semana que viene o será como Pavese-. Será.
Tuve que reunir fuerzas en el fondo de un vaso, en un poco de güisqui, soy así de miserable, pero encontré ese valor en la bebida, los hielos me hablaron y trataron de suavizar la realidad. Será, me dijeron... será, sentencié, convencido. Y será.
Cuando baje a beber del Leteo, un instante antes de olvidarme de vosotros, recordaré y admitiré: como os he amado. Y de qué poco me ha valido.
Aquí, no es necesario que abrebéis del mismo río para olvidaros de mi existencia... yo sé que un remolino con mis cenizas, con partículas, con mi ser, podrá descansar sobre la tumba de Kafka... pese a todo estoy seguro de que él sí me quiere.

Hoy lo he descubierto


Extravié mis días fiándolos a la literatura. Nunca pensé que podría doler tanto. Pero lo que no puede ser, no puede ser. Hoy lo he descubierto: son llagas, son heridas que escuecen en la piel, en el corazón. Vacié mi vida empeñado en una estupidez, en rememorar la ficción, en contar otras vidas de mentira mientras no reparaba en las falsedades de la mía. Narré ficciones y alimentaba mi propia ficción, he sido un Petrarca con su Laura, un Dante con su Beatriz, todas ellas miserables; he sido un fiasco que escribe de madrugada cuando el daño es tan insoportable que no restan ya ni las ganas de llorar. Soy el cadáver de una mentira, el muerto andante de una intención, el escorzo de la realidad.
Me late el corazón, es cierto, pero mi ritmo no es el de Calvacanti, ni el de Silva: el ritmo de mis latidos apenas alimenta ya una decepción, casi no puede ni admitir tantas toneladas de fracaso. Arnaut Daniel escupirá sobre mi tumba y Kafka maldecirá que, como una sombra o un triste remedo, haya intentado profanar su oficio.
A lo lejos, la pequeña recompensa de unas lágrimas, tan, tan valiosas, que tanto significan, que destrozan y desarman, que alimentan, que dan que pensar en cómo extravié mis días fiándolos a la literatura. Y duele tanto...
Nunca pensé que podría doler tanto. Hoy lo he descubierto. Y, además, lo que no puede ser, no puede ser... ¡mierda, ya estoy llorando otra vez!

viernes, 7 de mayo de 2010

Destroza mi corazón (soneto)


Destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza.



Destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza.



Destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza.



Destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza

destroza mi corazón destroza.

Destroza mi corazón


Destroza mi corazón. Lo primero que pone es destroza mi corazón. Después pone lo primero que pone es destroza mi corazón. Luego pone después pone lo primero que pone es destroza mi corazón. Por último pone lo primero que pone después pone luego pone destroza mi corazón. Por último pone por último pone luego pone después pone lo primero que pone es destroza mi corazón.
A la izquierda pone destroza y en el centro mi y a la derecha corazón. A la izquierda pone a la izquierda pone destroza y en el centro pone en el centro mi y a la derecha pone a la derecha corazón. A la izquierda pone a la izquierda pone a la izquierda pone destroza y en el centro pone en el centro pone en el centro mi y a la derecha pone a la derecha pone a la derecha pone a la derecha corazón.
Destroza mi corazón es destroza mi corazón.
Destroza mi corazón es destroza mi corazón como destroza mi corazón es destroza mi corazón.
Destroza mi corazón es destroza mi corazón como destroza mi corazón es destroza mi corazón y como destroza mi corazón es destroza mi corazón.
Destroza mi corazón tiene destroza a la izquierda y mi en el centro y corazón a la derecha. Si no fuera así no se leería destroza mi corazón. Y destroza mi corazón no sería igual a destroza mi corazón. Se leería Mi destroza corazón o Corazón destroza mi o Destroza corazón mi. Y no es igual a destroza mi corazón.
Si destroza mi corazón no es igual a destroza mi corazón es porque destroza no está a la izquierda y mi en el centro y corazón a la derecha. Si destroza no está en la izquierda y mi en el centro y corazón a la derecha no es destroza mi corazón y si no es destroza mi corazón destroza mi corazón no es igual a destroza mi corazón.
Si no es destroza mi corazón tu no destrozas mi corazón por no ir destroza en la izquierda y mi en el centro y corazón en la derecha.
Corazón siempre va en la derecha. De no ser así no es destroza mi corazón y tu no lo destrozas al no ser destroza mi corazón.
Destroza mi corazón. Lo último que pone es destroza mi corazón.
Lo último que pone es que lo último que pone es destroza mi corazón.

Automóviles


En la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad. En la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad. En la lluvia, en la noche, en la niebla que hiela la ciudad. En la lluvia, en mitad de la noche, hundido en la niebla que hiela la ciudad. Parado de pie. En la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad. En la lluvia , en la oscura noche, en la húmeda niebla, en la maldita ciudad. Maldita ciudad. En la lluvia recia, en la triste noche, en la moribunda niebla, en la arcada de la ciudad. En medio de la lluvia, en medio de la noche, dentro de la niebla, en el corazón de la ciudad. Frente a una señal de bus. Que aguanta fría y triste. Tan fría y tan triste... en la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad. En la oscura noche. En la lluvia y en la noche y en la niebla y en la ciudad se pierde tu rastro. Entre la lluvia, entre la noche, entre la niebla y entre la ciudad, te difuminas. Te extravías para siempre. Te alejas de mi. Eternamente. En la húmeda niebla. En la lluvia me ahogo, en la noche me pierdo, en la niebla me hundo, en la ciudad me suicido. Te veo marchar y caminar calle abajo, ilusión de mis pensamientos. Te veo marchar calle abajo en la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad. Marchar entre la lluvia, entre la noche, entre la niebla, entre la ciudad. En la maldita ciudad. En la recia lluvia. En la triste noche. En la moribunda niebla. En la arcada de la ciudad... en la arcada de la ciudad. Cómplices de las sombras, reflejos de la lluvia y de la noche, del misterio de la niebla y de la ciudad. En la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad, te alejas triste y rápidamente, te alejas y te alejas. Te alejas en la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad. En la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad, los automóviles cruzan frente a mí rellenos de seres que creen poseer algo, un algo de felicidad. Automóviles en la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad. Tu te alejas y alejas y alejas sin mirarme. Sin mirar atrás en la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad. Automóviles en la lluvia -que me corroe-, en la noche -que me derrota-, en la niebla -que me engaña-, en la ciudad -que me aniquila-. En la lluvia, en la noche, en la niebla, en la ciudad. En la lluvia, en la noche, en la niebla de la ciudad. En la arcada de la ciudad. Automóviles.

Imitación de Cristo


En la soledad del templo, a través de las temblorosas sombras por el llorar de un cirio, me inflo de frío de baldosas nacaradas (en la religión todo es nacarado) y de bancos de madera al trasluz. Me inflamo de abandono divino y magnánimo, de ácido olor-sabor a misales oxidados y aceite de velas. Puedo roer la madera blanda y verde de las estatuillas del retablo del altar y siento crujir la de los Santos que lloran con lágrimas de silicona por tu alma y la mía. Un viento helado recorre y agita las negras cortinillas del confesionario. Un viento helado zarandea al blanco cabo que se extingue. Dios debe contemplarnos, desde lo alto, con una cara blanca y nacarada (como el cabo, como el cirio, como las velas, como las hojas de la Biblia, como el esperma...) y beatífica. Todo es, siempre, nacarado.
Paso sobre los bancos, busco con histeria al Espíritu Santo... comulgar, nacer, bautizarse, ir a misa, rezar, vivir, casarse y morir. Todo allí dentro. Incluso acudir, desesperado, en tu busca y en tu negación. Así puedo comprobar como me tienes de abandonado... Escucho mi propio eco, veo rebotada mi febril mirada -te busca por todos lados- sobre cadenas de mártires y candelabros de plata. Huyo, choco, me quiebro por encontrar un indicio tuyo, de ti y de tu existencia. En lo alto no dejan de contemplarnos. A ambos.
En lo alto de un monte y en mitad de la crucifixión. Aguardo a que de una vez sueltes tu dulce lanzazo sobre mí y sobre mi corazón. Mana la sangre. Esto es, al fin y al cabo, lo que excita a la religión. El dolor, el sudor, las llagas y la sangre. Yo también debo ser un mártir. Nos espían desde lo más alto. Fruncen el ceño en señal de desacuerdo. De reprobación... yo prosigo mi búsqueda sin fin. ¿O no eres tú, con tu olor eterno, mi Dios real?
Saco unas fotos de la cartera. Al pasar cerca de la pila de agua bendita beso una de ellas y la sumerjo. Es tu foto, si, tu foto la que flota y queda abandonada, descolorida.
Los clavos y la corona de espinas son reproches tuyos, la sábana sobre la que te pude haber amado y que sería, ahora, Santa (no lo es porque TE PUDE haber amado y NO LO HICE), nuestra Sindone particular. La chamarilería erótica de la religiosidad. El mercadillo es el templo. Los mercaderes de almas que rifan la mía. Tus lágrimas son el agua bautismal que, suave y saladamente, confirma mi destrucción. También son Rosario de amarga duda. De mis manos brotan llagas rojizas y palpitantes. De mi frente mana sudor sanguinolento, mis pies revientan y caigo transformado en un Dios.
Pero no, no lo soy. No. Soy solo una imitación de Cristo. De un Cristo que ni tan siquiera existe.
Tu foto se hunde hasta el fondo de la pila de agua bendita.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Dentelladas, garras, mordiscos...


Somos hienas. Somos dientes, fauces, hocicos, incisivos, caninos, molares. Somos aullidos. Somos hienas que pelean, que forman círculos en derredor de la jugosa carne. Destrozamos, destruimos, cortamos, hacemos trizas los pedazos rebosantes de sangre. Mordemos, nos mordemos entre nosotros. Voraces, hambrientos. Somos jauría que lucha por obtener lo mejor de cada trozo, que se lanza tremendas dentelladas. Somos morros arrugados y agudos de amarillas denticiones, afilados colmillos. Somos babas. Y somos espuma. Violentos espumarajos. A grandes bocados despedazamos la carne. Engullimos con dificultad las ternillas, los huesecillos, las vísceras, las venillas, a causa de nuestra enorme avaricia. Porque por encima de todo somos avaricia. Sí, somos avaricia, pero también somos hienas. Somos hienas, hienas, las hienas, las hienas...

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos dos hienas que intentan copular e interrumpen el coito para acudir al lugar donde estalla la pelea en pos de los trozos de carne. El macho suelta un espeso chorro de esperma contra el suelo mientras los demás animales ni tan siquiera reparan en ello. Resulta tan ridículo que no le hacen ni caso... todos enloquecidos por el dulce y agrio olor de la carroña pestilente. Una comida casi en descomposición y casi fresca. Somos ese polvo que se eleva del piso cuando se remueven los restos de lo devorado -intestinos, costillas, ojos, riñones, bazo...- junto a enormes boñigas, enormes y resecas, y somos esas fugaces dentelladas que se lanzan unas a otras contra los costados abiertos en llaga y herida. Bocas histéricas que ríen de vez en cuando al degustar un bocado especialmente suculento. Somos risa y grupas caídas. Somos los dientes que penetran hasta el tuétano del hueso.

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos un dolor agudo y punzante que llega a los intestinos. Somos el alarido tremendo de una gacela Thompson. Alarido tremendo que se congela en las copas de los árboles de una llanura acostumbrada a ver pastar a los ñús... acostumbrada al fresco beso del rocío previo a los cincuenta grados infernales del mediodía. Sangre... mucha sangre, ¿cuanta sangre puede llegar a contener un cuerpo? Si algo somos: es sangre. Sangre por encima de todo. Y buitres. Somos grandes buitres que anuncian el final del aquelarre en el Serenguetti. Que aparecen tras el último repicar de una campana quebrada que avisa la calma tras la tempestad del festín. Volamos bajo. Buitres que volamos bajo. Muy bajo. Todo ensangrentado. En un cuerpo hay más sangre que agua en el océano. Los buitres recogen los restos aún cálidos. Somos el crujir de huesos, el chorrear de la sangre, el aullido y ladrido de unos chacales en la lejanía, el pestilente vómito de un buitre que alimenta así a sus crías. Somos los despojos, somos la campal batalla por la existencia.

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos jerbos asustados con ojillos que se salen de nuestras órbitas. Somos el gritito del ratoncillo moribundo por la picadura del escorpión. Pero también somos el aire que huele a lluvia y barro. El olor a esperma y sexo. Somos hienas de caídas y siniestras grupas enfrentadas por el pubis de una mona despistada, acechada, cazada al atardecer del trágico Serenguetti. Somos el impala moribundo por la peste. Somos, a la par, el animal más poderoso que siempre arrebata el bocado más delicioso a los demás. Somos los caldeados estómagos de un depredador... el león del Atlas, el oso gris, incluso el oso blanco de Siberia, eso somos, grandes carnívoros, carroñeros que reciben los excelsos despojos. Somos fieras de zoológicos encerrados en jaulas con bonitos cartelitos introductorios, explicativos, sobre nuestros irracionales e instintivos comportamientos. Contemplados por miles de niños de complacientes padres. Somos incapaces de atajar remordimientos y sentidos de culpa. Somos esta existencia y no otra. Somos grupas caídas, grupas caídas...

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos esas medias negras de costurilla dorada, esas bragas rojas de encaje, ese sujetador con olor a limpio y a espliego que aguardan sobre una cama a que alguien se los ponga para luego, vehementemente, volvérselos a quitar como si se deslizaran, todas esas prendas, a lo largo de una repulsiva grupa peluda y caída.

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos, sobre todo, lenguas de bocas dentudas. Lenguas que lamen. Somos mataduras restañadas con babas infectas, con salivazos que regresan entre los dientes con el sabor a sangre y moscas encontrado en nuestras heridas supurantes.

Soy una serpiente de palabras


Soy una serpiente de palabras, me alimento de ellas, las mastico lentamente hasta convertirlas en una bola húmeda y repugnante que me trago con esfuerzo. Pronuncio palabras, puedo decir mucho, puedo decir poco, a veces no digo lo bastante y otras digo más de lo necesario, pero nunca supe articular a tiempo lo que debía, ni callar a tiempo lo que necesitaba permanecer en silencio. Cada palabra dicha es un dardo envenenado, cada palabra callada es un lacre en el corazón, cada frase escuchada es un puñetazo en el alma y una patada en el orgullo. Puedo escribir mucho, puedo escribir con sangre, con odio incluso, pero no conseguiré nunca nada, así.
Puedo escribir por ti, por mí, por todos nosotros, pero jamas recuperaré lo que tanto quise y nunca pronuncié; lo que tanto quise y nunca supe retener con que apenas una palabra -la adecuada- saliera de mis labios.
Puedo escribir mucho, puedo escribir poco, puedo escribir. Pero todas estas palabras no conseguirían dar ni una pequeñita llamarada fugaz de luz a mi corazón.

martes, 4 de mayo de 2010

Nunca la dejes marchar


El dolor es como una estaca clavada, como astillas bajo las uñas, como una garra en la garganta. Al final me decidí a escarbar en la caja de los recuerdos. La destapé y me llegó aquél perfume, el maldito perfume. Un puñado de fotos, dagas a mi corazón. Un par de cartas, escritas con la caligrafía de la desesperación, con los trazos del pánico a flor de piel, marcado rastro de sufrimiento... y la tinta corrida por los goterones de unas imposibles lágrimas que jamás debieron caer allí. Sí... las lágrimas son como las gotas de lluvia en los cristales, marcan su propio reguero y, al final de la ventana, se extinguen. Me asomé al fondo de la caja: una cafetería, un bar, mucho Jack Daniel´s, poemas, un puñado de canciones, una tarde de lluvia, un automóvil en la noche, un amigo que insistía "nunca la dejes marchar".
Nunca la dejes marchar.

lunes, 3 de mayo de 2010

El Peso de la Oscuridad


El peso de la oscuridad. La habitación cerrada. Sin luz. El cuerpo sobre la cama. Entre el revoltijo de sábanas. El teléfono descolgado. El auricular en el suelo. Persianas bajadas. Ventanas cerradas. Penumbra. En la oscuridad todo puede suceder... Ambiente pesado. Deprimente. Oprimente.
Angustia, odio, agobio... ahogo. Exactamente eso. Como si le dieran una paliza. Dolor en todos los huesos del alma. Apaleado. Perro apaleado en húmedo portal de insoportable hedor a orines. Frescos orines mezclados con azufre. El portero -con úlcera- le golpea con una escoba y expulsa del único lugar donde puede refugiarse el animal... refugiarse de la lluvia... con lo mal que huelen los perros cuando se mojan. Una peste humillante. Es como un animal. Todo su ser exhala miseria. Igual que el perro. Animal, animal... ¿qué puede hacer? A ratos las cosas parecen ir mejor para, de pronto, dejarse caer y reventar en la oscuridad del más hondo y profundo pesimismo. Caminar durante horas bajo la lluvia. El alma se empapa y apesta. Así durante días. Fríos días. Semanas. Tristes semanas. Meses -duros meses-, años... crueles años. Crueles años de su existencia. Vaga por la ciudad. Estancia de la soledad. Su soledad. Perdido entre las multitudes. Busca, cree encontrar, una cara conocida y amiga. Ansía hallarla y, nunca, nunca jamás, lo logra. Dolor. Dentro y hondo. Muy dentro y muy hondo. Muy hondo. Hondonada gusarapienta. Como una angina de pecho... sí, tal vez así. Un dolor agudo como mordisco en algo existente en el interior y que es lo más sagrado e intocable de la naturaleza humana. No comprende... pero sigue, continúa, solo. Muy solo. Tal vez sería buena decisión la de simular. Simular, simular, simular, simular... hacer como sí. Que parezca qué. En el momento álgido ella llamaría -puesta sobre aviso- para salvarle. Todos aquellos que ahora le desprecian y humillan, ignoran -es lo peor-, acudirían en masa al hospital. Pediría quedar a solas con ella. Así podría gritar que tan sólo era el principio, que la próxima vez no fallaría. Se tiraría desde una ventana. Que el odio es tremendo. Tras llorar un poco vendría la reconciliación... ella volvería a su lado y todos tan amigos. Feliz de por vida... pero no, imposible. Algo resultará mal. Algo fallará en el plan. Seguro. Siempre sale algo mal -por no decir que todo le sale mal-. Seguro. Seguro. Algo fallará. Seguro. Seguro. Seguro. La seguridad en el fracaso es su mayor seguridad en sí mismo. Llamarla por teléfono, simular una despedida despechada tras meterse un litro de Marie Brizard y una caja de Valium. Asustarla un poco, decirle adiós, que no merece la pena llorar ni luchar. Una desagradable voz de pito insiste: "por sobrecarga de las líneas llame más tarde". No tiene tiempo para hacerlo. No tiene tiempo para marcar de nuevo... Apenas puede articular palabra en la espiral de frustración que arropa la nebulosa opresora sobre el pecho. La oscuridad aparece. Ahora sí. De forma definitiva. Aplastándole contra la cama. Vomitándolo todo.
En la oscuridad todo puede suceder.
Un clic. La comunicación se había cortado. Para entonces ya no podía escuchar el tono. No había muerto... La vergüenza impuesta por su cobardía resultaba tan estridente que ahogaba todo lo que se encontraba a su lado.

domingo, 2 de mayo de 2010

Olimpia, mi Olimpia


Muebles Pedro, sanitarios Pereda (escritor que persignó una hoja de la novela que escribía en memoria de su hijo recién fallecido), - yo también podría señalar la desgracia con mi sangre pero... ¿con qué motivo?, pierdo algo, se el qué, aunque ignoro la manera de evitarlo-, automóviles Sánchez, bodegas Butragüeño, lámparas López, comestibles Vicuña, autoescuela Murillo, restaurante Alfonso XII -disfrute de todo lujo en sus bodas, comuniones, bautizos…-, la calle Fleming auna el aroma de hamburguesas con los decadentes videoclubs, da paso a Cuzco y su hotel, a sus cuatro o cinco casas de masaje con nombres como Eileen, Marta... puedo leerlos rápidamente, con paso firme, me pregunto si continuará a la espera trás el cristal de su tienda de modas en la calle Bravo Murillo esquina con Villaamil, amalgamada con el apestoso aroma de la España rancia, antigüa, eterna, de carbonerías y bares de vermús y pajaritos fritos y anchoas y kimbos y vinos blancos y máquinas de pinball y dominós y mús y jubilados -montañas de jubilados- y casinos y residencias de ancianos y complejos deportivos con gimnasia programada para la tercera edad, donde -viejas- amas de casa acuden un día sin otro a su, eufemísticamente llamada, gimnasia de mantenimiento, sienten rejuvenecer... al menos aprovechan el tiempo sobrante desde que sus maridos han muerto o -simplemente- desde que ya no les hacen ni caso, evitan pegarse todo el santo día -por pena, desesperación y angustia-, a la botella del Mono, lingotazo va, lingotazo viene de anís... al bordear la verja del colegio Ortega y Gasset contemplo a los escolares frustrados en mitad de la calle... pienso en los tiempos de COU, BUP y la EGB (odio todas las siglas que me separan los espacios lejanos y oscuros de mi vida, se asemejan a cadáveres de instituciones sobre las que una vez nos abalanzamos y, tras devorarlas y exprimirlas, nos destrozaron, nos vimos obligados a relegarlas en la mente como una parte de nuestra esquelética y rancia existencia, perdida, que no nos valió absolutamente de nada, para nada), me veo como un colegial más, triste y abatido, temeroso por el incierto futuro lejano -que ya llega-, que vivo en forma de pasado, me pregunto si tras abandonar la calle Villaamil encontraré en la esquina de Bravo Murillo a esa mujer que siempre aguarda tras el cristal de la tienda de modas, ella se pregunta -supongo- si me pregunto si ella se preguntará si yo me pregunto si ella se preguntará... círculo infinito, cerco de amor que ignoro a dónde nos conduce, red sin retorno que se apaga en su pelo teñido de rojo con mechas naturales color desesperanza -mi color favorito-, mezcla de color castaño, escapo de mi sórdido influjo, es castigo observarte siempre tras ese cristal durante unos segundos al día, los que transcurren al pasar frente a ti, cuando te miro y tú me miras y ambos sentimos deseos de mucho más... no, no podemos -ni ahora ni nunca-, podría detenerme frente al escaparate (por una vez) y contemplarte durante más rato, estropearía nuestra estupenda relación, lo se, soy un hombre condenado a estropear cierto tipo de relaciones tarde o temprano, por eso, igual que a otros les sería permitido -incluso rogado e implorado, exigido-, en mi resultaría muy decepcionante y mal visto detenerme delante del escaparate a contemplarte embobado, así adivinarías todos mis defectos y yo no advertiría en ti ninguno, suplicarías que pasara de largo, que nunca jamás se me volviera a ocurrir parar delante de tu cristal, que cambiase de acera o girara tras la esquina para no cruzar por tu escaparate, que alterase mi ruta, por eso nunca -aunque lo deseo- me detendré frente a ti, llego a Villaamil con Bravo Murillo, en una decena de pasos me colocaré delante de ti, frente a tu frente con mi frente enfrente del cristal de tu mirada, con rostro triste y patético contemplaré la lluvia caer, temeroso de que no aparezcas, comprobaré el reloj de hito en hito para cerciorarme de que aún no es hora de cierre, ya falta menos, un poco menos... diez pasos me alejan de ti, nueve pasos de amor, de ansia de verte sonrosada y calentita en tu tienda, mientras fuera, los nada protegidos mortales, luchamos por sobrevivir, cuando una nube rasga el cielo y la tormenta cercena ilusiones, los ocho pasos muestran el lánguido luminoso desvaído de tu tiendecita de modas que a siete pasos palpita como corazón rojo eléctrico, a seis pasos anuncia la presencia de lo que más necesito durante el resto de los días de mi vida... recorrer esos cuatro segundos que son cinco pasos entre la lluvia que cae, a tres junto a la vieja castañera, a dos con mi soledad, a uno colisiono contra mi decepción, certifico mi tristeza, mi desengaño, decepcion que aparece al no verte en la tienda y leer un letrero que solicita dependiente con dedicación exclusiva, yo puedo prestarle dedicación exclusiva a mi amor desvencijado, triste y golpeado, minado, mientras prosigo mi camino hacia un destino, río, lugar donde desembocará mi vida, marismas en las que voy a refugiarme, muerte automática... mis propios pasos hacia ningún sitio, uno tras otro, de forma insensible, que terminan en mi reiterada desesperación final... tal vez debería haberme detenido ante aquel cristal del escaparate para quebrarlo, de una pedrada rajarlo de parte a parte, paralizarme lloroso al mirarte por última vez... pero no, no lo hice... resacas de burbon y sabores a quinina acuden a mi boca, mis pasos se encaminan -entre acíbar- hacia cualquier lugar, continúo ridiculizándome un poco más frente al opaco espejo de mis futuras aspiraciones de abrirme paso en la vida, tarareo una canción en memoria de la muchacha de cristal de la tienda de modas que, al final, al final, al final, al final, resultó ser un apestoso y mortecino MANIQUÍ de plástico blando y amarillento, de los que se dejan vestir y desnudar, de cuerpo con aristas y labios inexpresivos, cerca de mi cabeza y corazón una canción, la misma canción, siempre la misma canción, me doy vergüenza, pena, mucha pena, me doy pena, me doy pena, me doy pena, me doy pena, me doy pena, y, lógicamente, sin fin, acabo de descubrir que la eternidad es tu olor a perfume almacenado para siempre en mi piel, entre los pliegues de mi piel, la eternidad es el olor a perfume, podría continuar así eternamente estúpido Pigmalión, imbécil hombre de arena, asi eternamente