viernes, 7 de mayo de 2010

Imitación de Cristo


En la soledad del templo, a través de las temblorosas sombras por el llorar de un cirio, me inflo de frío de baldosas nacaradas (en la religión todo es nacarado) y de bancos de madera al trasluz. Me inflamo de abandono divino y magnánimo, de ácido olor-sabor a misales oxidados y aceite de velas. Puedo roer la madera blanda y verde de las estatuillas del retablo del altar y siento crujir la de los Santos que lloran con lágrimas de silicona por tu alma y la mía. Un viento helado recorre y agita las negras cortinillas del confesionario. Un viento helado zarandea al blanco cabo que se extingue. Dios debe contemplarnos, desde lo alto, con una cara blanca y nacarada (como el cabo, como el cirio, como las velas, como las hojas de la Biblia, como el esperma...) y beatífica. Todo es, siempre, nacarado.
Paso sobre los bancos, busco con histeria al Espíritu Santo... comulgar, nacer, bautizarse, ir a misa, rezar, vivir, casarse y morir. Todo allí dentro. Incluso acudir, desesperado, en tu busca y en tu negación. Así puedo comprobar como me tienes de abandonado... Escucho mi propio eco, veo rebotada mi febril mirada -te busca por todos lados- sobre cadenas de mártires y candelabros de plata. Huyo, choco, me quiebro por encontrar un indicio tuyo, de ti y de tu existencia. En lo alto no dejan de contemplarnos. A ambos.
En lo alto de un monte y en mitad de la crucifixión. Aguardo a que de una vez sueltes tu dulce lanzazo sobre mí y sobre mi corazón. Mana la sangre. Esto es, al fin y al cabo, lo que excita a la religión. El dolor, el sudor, las llagas y la sangre. Yo también debo ser un mártir. Nos espían desde lo más alto. Fruncen el ceño en señal de desacuerdo. De reprobación... yo prosigo mi búsqueda sin fin. ¿O no eres tú, con tu olor eterno, mi Dios real?
Saco unas fotos de la cartera. Al pasar cerca de la pila de agua bendita beso una de ellas y la sumerjo. Es tu foto, si, tu foto la que flota y queda abandonada, descolorida.
Los clavos y la corona de espinas son reproches tuyos, la sábana sobre la que te pude haber amado y que sería, ahora, Santa (no lo es porque TE PUDE haber amado y NO LO HICE), nuestra Sindone particular. La chamarilería erótica de la religiosidad. El mercadillo es el templo. Los mercaderes de almas que rifan la mía. Tus lágrimas son el agua bautismal que, suave y saladamente, confirma mi destrucción. También son Rosario de amarga duda. De mis manos brotan llagas rojizas y palpitantes. De mi frente mana sudor sanguinolento, mis pies revientan y caigo transformado en un Dios.
Pero no, no lo soy. No. Soy solo una imitación de Cristo. De un Cristo que ni tan siquiera existe.
Tu foto se hunde hasta el fondo de la pila de agua bendita.

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