sábado, 31 de diciembre de 2011

Cuando descubrí como era


Cuando descubrí como era: lamenté no haber sido antes como soy ahora.

Cuando descubrí como era: os odié tanto por no haberme dejado ser como soy ahora…

Cuando descubrí como era: entendí que no podía odiaros tal y como soy ahora.

Cuando descubrí como era: deseé siempre ser como soy ahora.

Cuando descubrí como era: imploré que no fuera demasiado tarde para ser como ya soy ahora…

Un nuevo amoniaco (para un nuevo fin de año)


Dicen que el amoniaco es la sensación olfativa que más se aproxima al dolor:

pues bien:

vosotras dos, sí vosotras dos, en otras eras, en las eras del odio:

fuisteis mi amoniaco:

mi dolor: mi muerte, mi guerra y mi destrucción.


Sí vosotras dos, sobre todo una:

la que me maltrató con sus heridas brotadas de su boca.

Si: vosotras, las dos:

cebadas en mi cuerpo, hincando aguijones y desprecios, esparciendo la malaria sobre mis venas.


Falsas profetas:

de falsos amores:

sacaron mis vísceras:

se hartaron con ellas:

hicieron tasajos de mi corazón:

hundieron los hocicos en mis restos ensangrentados:

como hienas:

sus cánidos:

fueron amoniaco.

Amoniaco puro.


Ahora:

hoy:

tú.


Tú:

por un breve instante:

no se necesitaba más:

supiste ser mi amoniaco:

otro amoniaco bien diferente, sanitario y administrado por benéficas manos:

amoniaco desinfectante:

amoniaco de vida:

me abriste en canal:

vertiste ese amoniaco:

limpiaste con estropajo:

me lloraste dentro:

entré en tus venas: entraste en mis venas:

mezclamos nuestras sangres:

y me alumbraste

a

la vida.

La oscuridad del músculo

Llegó: harto y reventado del turno de noche que se extendía por su piel como una lepra, que inficionaba sus pulmones como un vaho de tósigo, que hendía sus caninos en las articulaciones con los perros de la madrugada.

Llegó: insomne, las ganas de descanso devoradas por las ratas de subsuelo, flageladas por las gomosas colitas descarnadas, frotadas a contrapelo por las cerdas tifoideas.

Llegó: en la oscuridad del salón encendió el DVD e introdujo una película. La escogió al azar de una pila de ilusiones aún por imaginar.

Lloró: agotado de sentimientos, acribillado de emociones, borracho de poesía, mientras las palabras de Gelman y Benedetti y Girondo se clavaban bajo sus uñas y desde el televisor estallaba una supernova de versos centelleantes.

Acabó la película: y por la ventana se asomaba el día, tortuga perezosa con ganas de fastidiar. Él no podía moverse, detenido entre dos malecones, flotando en un salvavidas remendado de poemas que atravesaba el océano.

Sus ojos: estaba deslumbrado, y le importaba ya muy poco que fuera la mañana o la tarde porque en su pecho se iluminaba un amanecer gelmaniano, en su cabeza campeaba un sol benedettiano y en su corazón latían, con puntualidad y exactitud, limpiando la oscuridad del músculo, unos titánicos campanazos girondescos que podían escucharse en todo el barrio.

-¡Deje ya esos ruidos! –le gritó el vecino golpeando al otro lado del tabique.

Ahora: había sido el estruendo de una lágrima suya, reventada contra el suelo como un poema: como todos los poemas.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Casillero del Diablo (avance#2)


CENTRO DE SUBSUELO. TURNO DE NOCHE:

02:16

voy a mear y en el servicio pienso en las ratas, de nuevo en las ratas, en si será cierto lo que bohumil hrabal dice de ellas en su libro una soledad demasiado ruidosa: que hay una guerra civil e intestina entre las ratas cellardas y las ratas de alcantarilla, con victoria para estas últimas y que, después, las vencedoras se dividen en dos clanes que se enfrentan, nuevamente, a muerte, y que en las cloacas y en el subsuelo de praga se está llevando a cabo, creo yo que desde tiempos inmemoriales, una aterradora lucha, una cruenta lucha que muy bien podría desarrollarse también en el subsuelo que me toca vigilar, igual que las ratas se matan entre ellas a dentelladas y sulfurosos bocados de tifus junto a los arrabales del puente carlos o del castillo de praga, aquí, los ejércitos ratoniles lo hacen, se masacran, en las cercanías del centro de control de subsuelo o cerca del aeropuerto, y lo hacen sin piedad, hendiendo sus incisivos de continuo crecimiento exasperante en las aceitosas colitas descarnadas de aspecto gomoso y creo que sí que podría yo distinguir a esta o aquella rata que cruza por el monitor como una rata perteneciente a uno u otro clan como también soy capaz de distinguir a quienes han sido heridos por la vida de quienes no lo han sido, porque ellos no necesitan para dormir emborracharse con chivas regal y aturdirse con tres cajas de valium

y las ratas, esas ratas que se aniquilan bajo la plaza de toros o cerca de tu casa, sí de tu casa también, desde luego, son parte de un inmenso ejército de ratas que se ejecuta sin compasión bajo las aceras de lugo, de burgos, de marsella, de londres, de nueva york, a tan sólo unos metros bajo tierra de las relucientes plaquitas de las calles que contienen nombres de calles como oxford street o carnaby street, quinta avenida o licenciado poza

y las ratas se asesinan junto a las murallas de ávila y bajo la torre eiffel y junto al mausoleo de napoleón y al lado de la columna de trafalgar y en las cercanías de la plaza del vaticano mientras el papa reparte su bendición semanal

03:15

me siento, desde siempre, especialmente identificado con hanta, el protagonista de una soledad demasiado ruidosa, la novela de hrabal, y que casualidad, al final sus comentarios sobre el subsuelo de praga y sobre las ratas los he podido hacer míos, al igual que esa teoría de que los ejércitos de ratas luchan entre ellos para obtener el derecho exclusivo a todos los excrementos que flotan en el alcantarillado, y estoy completamente de acuerdo con eso igual que estoy de acuerdo con otra afirmación que se hace en el libro: que los excrementos son diferentes los lunes que los domingos, que cada día tiene su peculiaridad, que no es lo mismo la basura del martes que la del miércoles o la generada en agosto que en febrero y que según el flujo de preservativos que navegan por el subsuelo se puede averiguar y asegurar sin ánimo de error que barrios de praga son más activos sexualmente y cuáles no, y yo suscribo todo eso y digo que también es aplicable a cualquier otra ciudad, a nuestra ciudad

y los teoremas de las galerías de subsuelo: según que depósitos de basura o restos de obra muy bien puedo averiguar tales cosas e incluso otras: si un día perdió un equipo de fútbol o ganó otro, si tuvo éxito tal o cual estreno cinematográfico o leer en los depósitos de basura porque leo en la basura como lo haría un adivino en los posos del café y soy capaz de advertir del porvenir y, lo que es más difícil, conozco a la perfección el pasado de esta ciudad y de tantos corazones rotos porque es más complicado averiguar el pasado que el futuro ya que el pasado es algo que todo el mundo siempre intenta ocultar porque lo odia, les aterra, y quisieran cambiarlo a menudo avergonzados por él

Casillero del Diablo (avance#1)


CENTRO DE SUBSUELO. SEGUNDO TURNO DE TARDE:

16:00

vázquez me vio llegar por el pasillito que da acceso a la sala de control, compuso su habitual mueca de asco, se levantó parsimonioso y me comentó las novedades: “no hay nada nuevo”, me dijo, y se marchó a su casa y en las galerías y los subterráneos las mismas ratas y el fango, las carretillas y los sacos de cemento y ladrillos que contemplo por las cámaras de vigilancia, sí, las mismas ratas e insectos y es muy posible que sientan algo por mí, es muy posible, es posible

una alarma de movimiento, una alarma de volumétrico salta, es una rata juguetona, una rata feliz que ignora el trágico momento en el que el veneno, un poderosísimo hemorrágico que ingirió esta mañana junto al túnel del metro, le haga efecto porque a todos nos hace efecto el veneno que ingerimos, tarde o temprano, y la rata se lo tomó camuflado en un trocito de tocino que se encontraba albergado en el interior de una trampa, justo al lado de uno de los andenes de la más vacía que de costumbre estación de metro, vacía por ser festivo y ese vacío, con tan sólo una poca gente endomingada a la espera del tren, fue lo que la llevó a comer el veneno porque en un día de fiesta con tan poca gente es muy poco probable morir envenenado se dijo y

glum glum

de dos lametazos el tocino adentro y los anticoagulantes que inmediatamente comenzaron a deshacer su sistema vascular y ahora la rata corretea contenta aun, pero en unas horas correrá desesperada sintiendo llegar la muerte en el vómito sanguinolento

y cayendo en la cuenta de lo equivocada que estaba:

sí que se puede morir y ser envenenado en un día festivo

18:00

veo retorcerse a la rata frente al monitor, unos segundos de agonía y listo, enseguida comenzara a descomponerse y con los gases de un par de horas de putrefacción saltarán alarmas de gases, de sulfhídrico exactamente, tantas molestias por una vulgar rata envenenada y un sistema de alerta de miles de euros alarmado por el cadáver de un ser tan ínfimo y al verla agonizar no puedo evitar pensar que, en efecto, somos como ratas, somos ratas como ratas envenenadas o como ratas a las que pronto envenenaran, porque siempre nos encontramos ante tres o cuatro vasos de veneno que ingerimos pensando que sean agua, incluso pensando que en un día festivo nadie, nunca, nos dará veneno, y salimos indemnes de un trago y de otro y de otro más hasta que un día,

sin saber como

nos tragamos el veneno

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Espuma de mar en la ribera del río Isonzo


En las cercanías de Görz: Cuartel General de la División de Voluntarios Austriacos; retaguardia del Frente Alpino del río Isonzo –Estafeta Postal-, 15 de septiembre de 1915.

El aspecto del capitán de correos Palotay siempre era el mismo: aturdido. Aturdido por la gran cantidad de cartas que el Estado necesitaba censurar, embotado por la enorme pila de pliegos que cada día leía con ojos escrutadores, con la mayor de las atenciones posibles, pendiente de un detalle aquí, de un desliz acá, de una indiscreción más allá que, con pulso firme y trazos gruesos, eliminaba para dejar ilegibles. Tal era el proceso del censor Palotay: abría los sobres (que alcanzarían su destino violentados por el bien de la seguridad nacional), extraía y leía con atención las cartas y reprobaba sin miramientos.

Con enorme cansancio, sujetó entre sus manos una nueva misiva que recogió del infinito montón apilado junto a su escritorio. Contempló el remitente y se dijo: Otra vez ese Oskar Pollak del demonio, que no para de enviar cartas. Rasgó el sobre, extendió el papel en la mesa e inició la lectura. El encabezamiento databa, con pelos y señales, el lugar de estacionamiento de la división de Cazadores Austrohúngaros.

-¡Sólo le falta indicar las cotas métricas y el número de baterías que defienden nuestras posiciones! -exclamó indignado Palotay para preguntarse, después, mientras encendía una pipa de espuma de mar con la magnífica cabeza de un dogo esculpida en la cazoleta-: ¿No será un espía? –las dudas eran razonables, a otros, por mucho menos, les formaban Consejo de Guerra.

Con gran celo tachó la información prohibida para, a continuación, desmenuzar con tiento el resto del contenido:

‹‹En el Frente XXXXXXXXXXXXXXXX

‹‹Estimado y querido Franz:

‹‹Espero que la palabra “Frente”, escrita en el encabezamiento de la carta, no te cause miedo ni intranquilidad. Queda sin preocupaciones por tu amigo que, pese a encontrarse, en efecto, en el Frente, también se encuentra a salvo. Hacen falta más que unas divisiones italianas para terminar conmigo y, por ende, con el ejército austriaco desplegado por la zona.

A continuación, Palotay aplicó una nueva censura: consideró que resultaba demasiado peligroso citar el lugar de nacimiento del río porque eso proporcionaba pistas de la ubicación de las tropas en ese instante. Mientras, el humo de su pipa se elevaba al compás de unas detonaciones lejanas, quizás de baterías italianas, tal vez austriacas. ¿Quién podría saberlo desde allí, tan lejos? Prosiguió con la lectura:

‹‹Casi me parece mentira que el plácido curso del río que nace en XXXXXXXXXX, con sus apacibles recodos, pueda concentrar el espíritu bélico de dos naciones. A ti, querido Franz, te gustaría ver el paraje, te ayudaría a disipar la nubosa y gris languidez que te rodea en Praga, esa Praga que amas y odias por igual y que, ¡ojala me equivoque!, un día terminará por consumirte anegado y ahogado en tu tristeza.

‹‹¡Basta ya de melancolías! ¡Miremos al futuro con optimismo creciente! A continuación paso a exponerte una muestra de mis proyectos, ambiciones que conformarán el futuro, ese futuro que será nuestro por entero, futuro en el que nos comeremos el mundo. Dejé en Praga, ya casi listo para su edición, un manuscrito titulado La Actividad Artística Bajo el Papa Urbano VIII que, a buen seguro, deberá ser publicado en dos tomos. Te ruego que, si dispones de tiempo, te dirijas a casa de mis padres y se lo pidas; ellos esperan ansiosos tu visita. Me encantaría que sometieras el trabajo a un vistazo crítico de los tuyos. Y digo crítico, por supuesto, que ya sabes que de buen grado aceptaré todos y cada uno de tus reproches.

‹‹Por otro lado, Franz, amigo, mantengo aquí, a mi lado y en el cuartel, los manuscritos de los trabajos que he realizado acerca de los pontificados de Inocencio II y de Alejandro VII. Tal vez no sea el lugar más adecuado para ellos, ¡estoy seguro de que no lo es!, pero debo reconocer que mis papelotes me han abierto la franca amistad de un capitán amante del arte y de la historia que se ha mostrado muy interesado en mi proyecto de elaboración de una bibliografía sobre las guías artísticas romanas. Al enterarse el capitán Tadeusz, que así se llama mi superior, de que he viajado por Viena y Roma, en calidad de crítico de arte, de que me ocupo del periodo barroco y de la historia arquitectónica de Praga, casi se desmaya, de lo gran amante del arte que es. Así que ya lo ves, gracias a mi pasión por la belleza incluso aquí he conseguido a un buen amigo.

Palotay no sabía cómo actuar. ¿Qué partes de ese párrafo eran inconvenientes? ¿Quién era ese Franz? ¿Debería conocer ese tal Franz que la Oficialidad, en lugar de pensar en la batalla, se entretenía con los soldados, enzarzada en charlas artísticas? ¿Qué imagen daba así el Ejército Imperial?

‹‹En cuanto todo esto acabe pienso iniciar una biografía de Pietro de la Cortona y, por supuesto, continuaré abundando en el arte italiano, no muy bien visto por aquí, en mitad del conflicto, continuamente encañonados por rifles de esa nacionalidad. Ya sabes, las guerras tan sólo son un mero accidente que enfrenta a los hombres; después, italianos y austriacos volveremos a ser los camaradas de siempre.

¡Eso ya era intolerable! Enardecía la cultura enemiga, instaba a la reconciliación, a la tregua, a la paz con los países hostiles. No, Palotay no pensaba pasar eso por alto y con un furioso golpe de su muñeca tachó el párrafo entero. Menos mal que el soldado se despedía con un cierto ensalmo patriótico. Eso lo salvaba, de momento, de que elevara un informe y se le abriera un expediente por derrotismo que podría culminar en juicio sumarísimo:

‹‹En fin, amigo Franz, ¡toda mi admiración por Durero! He comenzado las primeras líneas de su biografía, pero me temo que será un trabajo muy largo.

‹‹Suerte, pronto volveremos a vernos:

‹‹Tu Oskar Pollak, voluntario austriaco.

‹‹Post Data:

‹‹Aprovecho para saludar a tu inseparable amigo Max Brod, ¿le va todo tan bien?

Palotay sonrió con malicia y decidió eliminar todos los párrafos inconvenientes, incluido en el cual Pollak se refería a su amistad con el superior y al gusto del capitán por el arte. La carta quedaba insulsa, reducida en sus tres cuartas partes, pero los soldados ya sabían a lo que se exponían. Arrojó el sobre al interior de una saca que rebosaba de misivas ya censuradas y avisó a su ordenanza para que la despachara. El secretario, de mala gana -maldecía rezongando entre dientes-, se llevó el fardo de allí no sin antes colocar en su lugar uno vacío, que se iría engrosando poco a poco con el goteo de nuevas cartas inspeccionadas.

Satisfecho con su actividad, Palotay cargó y encendió una nueva pipa y se recostó en la silla. El aroma del tabaco, las vaharadas del humo, lo sumieron en un sueño agradable y cálido en donde un enorme caldero de goulash expandía sus aromas a carnes y especias al arrullo de las detonaciones que se sucedían en el Frente, cada vez más cercano.

***

Un estampido brutal despertó a Palotay. Tal fue el susto que la pipa de espuma de mar se le cayó al suelo.

-¡Mierda! -exclamó con disgusto, puesto que el material era muy frágil y con cualquier golpe podía quebrarse, además de ser un recuerdo familiar muy apreciado. Cuando su bisabuelo se reunió con otros criadores del Dogo Alemán, allá por el mil ochocientos ochenta y siete, con la intención de crear la normativa y los estándares del animal, decidió encargar a un gran artesano la elaboración de una pipa cuya cazoleta reflejara lo más fielmente posible las enhiestas orejas del que se consideraría el Apolo de los Perros. Con buen criterio, el artista eligió la espuma de mar, material que proporcionaba las mejores características para esculpir…

Se agachó para recogerla y se congratuló de su buena suerte: parecía que no sufría desperfectos. Alargó la mano, ya la alcanzaba…, entonces, un estruendo terrible agitó la Estafeta Postal. La pared, que lindaba con uno de los taludes de la trinchera, se desmoronó producto del fuego de tambor de las baterías italianas y un violento chorro de agua embarrada penetró con furia y arrastró la pipa un poco más allá.

Palotay juraba a gritos. Con el agua a media pierna chapoteaba desesperado entre el limo. El ordenanza abrió la puerta alarmado y chilló:

-¡Italianos!, ¡son los italianos que ya vienen! –Palotay no prestó mucha atención a la advertencia. Agitaba los brazos entre cartas, enseres y artilugios de escritorio que flotaban a su alrededor. Creyó que si disponía de unos minutos más, tal vez uno solo, sería capaz de recuperar su amada pipa.

Cuando no estabas en mi cabeza


Tengo un montón de fotos: salgo en un montón de fotos: de cuando no estabas en mi cabeza: en Copenhague, Roma o Berlín: cuando no estabas en mi cabeza: en Bruselas, Ámsterdam o Londres: cuando no estabas en mi cabeza.

Cuando no estabas en mi cabeza: tomé todas esas fotos de mí: cuando no estabas en mi cabeza: fui capaz de retratarme desesperado.

Desde ahora: mirare al fondo de las nuevas fotos y diré: te estoy pensando.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Nightswimming a las 5.50 de la madrugada


Nightswimming a las 5.50 de la madrugada: cuando trabajaba de disck-jockey debía poner canciones lentas para que se vaciara el local agotado de cerveza pisoteada, orines, alcohol, esperma reseco en pantalones, whiskys derramados en la barra, ojeras tapizadas con maquillaje de última hora, borrachos violentos, chulitos recalentados, macarras del tres al cuarto y calientapollas de minifalda de terciopelo y medias con carreras enormes.

Nightswimming a las 5.50 de la madrugada: la canción de R.E.M. que tan poco pegaba con el local donde había sonado la chundarata y los bajos eléctricos, las baterías programadas, hasta la exasperación. El piano, cristalino y frío como la superficie aprusiada de una piscina, un piano cuyas notas retumbaban en el dolor de mi cabeza, agotada de trasnochar y copas, de bullicio y estupideces: sí, un piano acerado como un cuchillo que sonaba en el eco del local, que se iba vaciando de mala gana con el tintineo de las llaves de los coches y de las cajas de refrescos arrastradas a última hora para adelantar trabajo.

Nightswimming: sí, también aquellas Navidades: las últimas Navidades. Tus últimas Navidades. Yo había descubierto un concierto de R.E.M en Internet: en AOL Music: era su Special Christmas Session: No hacía más que repetirlo una y otra vez: Electrolite, E-bow the Letter, At my most Beautiful y, como no: Nightswimming. Tú estabas en la otra habitación, con la puerta abierta, y escuchabas aquellas canciones, todas aquellas canciones, y aparecías a mi lado en cuanto sonaban los acordes puros e hirientes del piano, de ese mismo piano con el que yo vaciaba el local de indeseables a las tantas de la madrugada.

Nightswimming: en las últimas Navidades. Después, ya no pude contarle a nadie que vaciaba el local de indeseables a las tantas de la madrugada, ni que había mezclado a Nirvana con los Ramones con gran éxito y excitación de la gente, ni que una idiota a la que había invitado a la cabina me había tirado una copa sobre el ampli y que mi rápida reacción evitó un completo desastre, o que un tipo completamente borracho me había pedido una canción que en ese momento sonaba y ni era capaz de reconocerla… o que la gente, en lugar de vaciar el local, ante la música lenta tan estupenda que ponía, acudía en masa la última hora, y escuchaban Nightswimming y aplaudían, me aplaudían a mí al terminar, fíjate a mí: que odiaba a la humanidad, que deseaba reventar contra el adoquinado repleto de serrín y meados, que me zumbaban las sienes de alcohol y sexo fácil, que me rechinaban los dientes de cocaína, que me bailaba la pasta ganada a espuertas en los bolsillos, que era el puto rey del mundo hasta que salía el sol y me arrastraba a dormir mi agotamiento de jornada de trabajo y borrachera hasta la noche siguiente.

No, ya no pude contárselo a nadie: a nadie ya… tu cabeza reventó, el cerebro anegado de sangre poco después de esas malditas últimas Navidades. Agujeros, sondas, coma irreversible.

Nightswimming: sí, debió ser eso: Nightswimming: aquél día que te ocurrió el derrame: el piano, con sus notas heladas, cuando asomaste la cabeza por el marco de mi puerta, ese piano, te segó las venas: tan frío, tan inhumano, tan terrible, tan dañino, tan irremediable. Fue ese piano de Nightswimming el culpable de lo mucho que te echo de menos, el causante del abandono tan oscuro en el que me sumiste por culpa de tu sangre: no puedo decirte que no trabajo de pinchadiscos en esos antros, y que estarías a salvo: que casi ya no pongo Nightswimming a ninguna hora: y lo más terrible, hermano: no puedo decirte, con lágrimas en los ojos: que amo: que he conocido a la mujer de mi vida.

jueves, 15 de diciembre de 2011

La dulzura de las peras


Por la silente noche toledana se despeñaba el susurro del Tajo.

Apiádate de mí, Señor, rogó, al amparo del zureo de las aguas.

Se encontraba enfermo y débil, desfallecido por la industriosa fuga, pero merced al céfiro nocherniego que lo abofeteaba el rostro principió a correr, grávido de una singular conmoción de libertad, brío que germinaba en su corazón y que se dilataba por la encarnadura de su cuerpo, por sus músculos. Con cada pulso se colmaba de gozo, anegado en dicha, asaeteado por la mansa estocada del hálito divino.

Fray Juan no desmayaba un momento en su carrera, atormentado el gaznate incendiado por la sed, azuzada por el calor agosteño. Un supremo afán lo guiaba de la mano y sus piernas se movían con amplitud, abandonada ya la angosta celda de donde se fugó tras nueve meses de cautiverio. En mitad del esfuerzo, se sintió inundado de un sentimiento de paz, una paz que reinaba en esos espacios abiertos, inmensos: y dio gracias a Dios por engendrar cielos y tierra, estrellas y firmamentos.

Cada desconchón, cada mancha que trasvenaba agua y humedad, cada gotera, cada pajiza hebra del catre allá en la cárcel, cada lucero que ahora veía, cada elemento estaba contado, registrado. Eran suyos, a todo el universo aislado en el calabozo le puso nombre, como Dios bautizó a las cosas cuando las creó. Sabía que las grietas, máculas, filtraciones, briznas y astros, le pertenecían en alguna manera.

Parece mentira... –pensó- que un frailecico como yo se vea en tales cuitas, lances más propios de novelas italianas de aventuras y caballerías, donde príncipes y cautivos fantasean y los inocentes escapan de caprichosos calvarios. Sus lamentos se agigantaron en la anchurosa mudez de la noche, pero nadie reparó en ellos y acabaron velados, amalgamados en la batahola del sermón del río, acallados por los maullidos de un gato ufano de su conquista nocturna.

Divisó en lontananza unos muros que refulgían por las antorchas que reposaban sobre los pebeteros de las paredes: llegaba a San José de las Descalzas, uno de los conventos de la Orden. La espadaña se erguía mayestática, tanteaba con su mano de adobe el vientre del cielo.

Se detuvo frente al portón del cenobio. Jadeaba, como si el forcejeo de la respiración lo voltease del revés. Propinó unos secos golpetazos a la cancela que restallaron en mitad de tanto silencio, en el seno de tanta oscuridad, de tanta noche.

Mientras aguardaba respuesta meneó la cabeza a ambos lados, receloso de que lo siguieran, y escrutó la trocha por la que anduvo. Parecía la viva figura de la muerte, enflaquecido, cenceño, roñoso, con las vestiduras ralas, con los costillares retallados y el rostro perlino y demudado pese al sofocón de la carrera: hundido por el hambre, con los ojos abandonados en el légamo de las cuencas, la barba desastrada, el cabello embrollado y cochambroso...

Al poco tiempo, le azuzaron desde el otro lado un sarmentoso, agrio y esquivo, ¿quién vive?, con enojoso acento de monja soñolienta, incomodada a tan intempestivas horas.

-Soy el padre Juan, hermana -acertó a pronunciar con tono fibroso y recio, que no expresaba la inquietud que sentía.

Transcurrieron unos segundos de silencio al otro lado, segundos que se le asemejaron a siglos.

La rejilla del ventanuco se retiró y el ojo de la religiosa –que aún no había digerido de que fray Juan se trataba- descendió sobre el caminante astroso. Al ver tamaña estantigua, semejante alma en pena, parca de los senderos, un alarido espantado escarbó en la noctívaga negrura y se aborrascó un gran alboroto tras la poterna. Las profesas rogaban a voces por la presencia de la Madre Superiora y se acaloró la porfía hasta que la invocada avizoró por el ventanillo y reconoció al depauperado fray Juan. ¡Virgen Santísima!, exclamó, y ordenó que abrieran de inmediato.

-¡Favor hermanas, que no puedo tenerme ya en pie! –las previno.

Las mujeres se persignaron, espeluznadas por el aspecto del hombre. Sin cejar de hacerse cruces, dos de las monjas más robustas lo sujetaron y, con pasitos cortos y dificultosos, lo ayudaron a penetrar en el recinto del convento.

-Disculpe la demora padre Juan, pero comprenda el susto de las hermanas -la Madre Superiora le hablaba con un matiz afectuoso-: No querían abrir porque lo han tomado por la mismísima muerte que venía en busca de alguna de ellas, o por el demonio, que tal dará, para el caso…

Mientras lo conducían al refectorio, Fray Juan, el padre Juan para las profesas de la Orden, se sonreía por el infundado temor avivado. Para restañar el ánimo descarriado y las fuerzas arruinadas lo agasajaron con unas peras en vino aderezadas con canela.

Mientras que, a uña de rudimentaria cuchara, se afanaba en dar buena cuenta de los confites, la Madre Superiora le daba noticia, le detallaba los comentarios que de sus pesares, acerca de su cautiverio, conocían en la comunidad de la Orden. Era una vergüenza… ¡prendido por sus propios hermanos! ¡Incluso rezaron por su alma dándole por difunto!

La Madre Superiora perseveró en que fray Juan narrase los pormenores de tan notable fuga, así como otras cuitas, pero el padre se encontraba absorto con el arrope de las peras, amordazado por el puño de rancio vino que le tapaba la boca: la ingesta de algo sólido, tras meses de turbias aguas, corruscos de pan enmohecido y raspas de sardinas, le encapotaba el entendimiento.

De repente, tras la colación, engolfado en la nube apacible y viscosa que latigueaba en el refectorio, dictó algunos versos. La Madre Superiora, con mano trémula, iba trazando las estrofas en el recado de escribir, azarada ante las premurosas ordenes de fray Juan, medroso de que la memoria extraviara las preciadas composiciones alboradas durante la reclusión. El alambique del dictado destiló, gota a gota, el Cántico Espiritual, poema que su criador contempló regocijado en la redoma del papel: el verbo hecho carne en los tortuosos trazos de la reverenda.

A menudo, allá en el cautiverio, seguro de su fe en Dios, se preguntaba si Dios creía en él, en el pobre Juanico, pues lo trataba de tan mala manera y le propinaba quebrantos y padecimientos. Ahora sí, estaba seguro de que Dios siempre se mantuvo a su lado; de hecho, entendía que los ingratos meses de prisión fueron engendrados por los inextricables designios divinos.

Se acostó al poco rato, agotado y exhausto, en uno de los catres de las celdas del convento, sin duda mortificantes y espartanos, que apreció casi como un tálamo nupcial de esponjosas plumas.

-Dios cree en mí -bisbiseó para, al fin, capitular a la dulce libertad del sueño que arribaba tras la pesadilla.

Un sueño que portaba el amable regusto de las peras en canela.

Un sueño confitado, como sabían y reverberaban, también, sus versos arrobados.

Dinosaurio


Cuando despertó: el dinosaurio se sintió triste y aterrado. De su cola y a lo largo de toda su espina dorsal: brotaron plumas. Sus poderosas garras: fueron alas. Su enorme corazón se volvió diminuto: con apenas latiditos. Todo él convertido en un pajarillo: condenado a la certeza de la muerte en el invierno.

martes, 13 de diciembre de 2011

Combustión espontánea


Me quiere tanto que dice que un día se romperá, o desaparecerá… ¿Eso dice? Sí, eso dice, y dice, también, que está tan enamorado de mí que hasta sus cosas, los bolígrafos con los que escribe, los cuadernos que utiliza para las anotaciones de sus novelas, todo: ellos están enamorados también de mí… tanto que, a veces, el boli mancha de tinta inesperadamente porque pensaba en mí en lugar de centrarse en dibujar una bonita letra redondilla… o que el cuaderno se le cierra en las narices, súbitamente avergonzado al pensar en mis pies, en mis tobillos, e imaginarlos… Entonces, ¿todo lo que lleva?, ¿todo lo que viste está enamorado de ti, también? ¿Su ropa? ¿Sus zapatos? Bueno, es curioso que me lo preguntes: sus zapatillas no… es decir, una deportiva, en particular, que ignoro lo que le hice, parece que me odia. Él, por la noches, desde la cama, escucha como ese zapato arenga al resto de la ropa en mi contra, pero ni los chalecos, ni los tirantes, ni los calcetines, le hacen el menor caso: es un batalla perdida para la zapatilla, los tengo a todos, absolutamente, rendidos. Sólo se me resiste esa zapatilla… y tiene gracia, pero he pensado que si, como dice, que me quiere tanto que un día se romperá o desaparecerá, como abrasado por una combustión espontánea, pues esa zapatilla, entonces, se quedará allí, sola, como una boba, absurda: esa zapatilla que me odia y que no disfrutará de incinerarse en el fuego del amor… esa zapatilla, eternamente, ya: desparejada.

La falacia Petrarca


Me llamo Francesco Petrarca, nací en el año del señor de 1304 y voy a morir hoy, justo un día antes de mi setenta cumpleaños, para así redondear mi biografía, convertirla en un mito literario: hacer de mi vida la mejor y más perfecta de mis obras; en cuanto termine de redactar esta confesión, me envenenaré, no dejaré rastro, y seré hallado, desvanecido, sobre uno de mis adorados volúmenes de mi biblioteca. He compuesto el cuadro del golpe de efecto final.
Sin embargo, antes de morir debo confesar algo, siento esa necesidad. Si lo hiciera público resquebrajaría el mito que sobre mí he construido, pero lo haré en esta confesión privada que luego archivaré en un lugar remoto y prácticamente imposible de localizar. Sólo la casualidad literaria, el oportunismo de un investigador avezado, hará, entrados ya los siglos, que quizás mi vergüenza se descubra, se reconozca.
Yo, Francesco Petrarca, que fui laureado poeta, coronado en ceremonia pública, que escribí los Triunfos, y de todos ellos el más grande, el Triunfo del Amor, yo, debo confesar una verdad lamentable: nunca, jamás, conocí el amor en ninguna de sus clases. Yo, Francesco Petrarca, el poeta ilustrísimo, excelso, nunca fui amado por ninguna mujer. Jamás. Y por ello, mi Laura, mi grande e inmortal Laura, no es más que una mera invención literaria, una triste falacia, copiada a imagen y semejanza de la Beatriz de Dante, devorado por los celos de su creación, enfermo de envidia y desamor…
Es cierto: ese seis de abril, ese viernes santo, en la iglesia de Santa Clara de Aviñón, nunca se me apareció ese ángel. Delante, las frías y húmedas baldosas, resbaladizas de soledad. No, no se produjo el reconocimiento, y en toda mi vida he sido reconocido con el amor de ninguna mujer, y frente al altar de Santa Clara, herido y traspasado de tristeza, abandonado, imaginé a mi Laura. Luego -es decepcionante, lo sé-, cuando la idea se hizo insoportable, la maté otro viernes santo. Lo demás, el resto, todo, es la falacia, es literatura, es un mundo dañino y circular que se alimenta de su propia vergüenza.
Lo reconozco, me obsesionan los ciclos, me torturaba el talento y el amor de Dante por Beatriz, incluso el de Boccaccio por la Fiammetta, no podía soportarlo. Inventé a mi Laura, me alimenté de ella, la adoré como a una diosa, la veneré como a un milagro y la dejé morir como un invierno cuando ni los sueños podían ya calentar el corazón de un viejo y, ahora, acabo de disolver el papelillo con el veneno en agua y lo he bebido. Estas son las últimas líneas de Francesco Petrarca, el poeta laureado…
¡Un momento! ¿Quién es esa dama que asoma por el huertecillo? ¡Con esos cabellos al aire! ¡Un momento, un momento! ¡Veneno, detente al instante! Ella me ha sonreído y se dirige hacia acá… ¡corazón, maldito, no te pares!... ¡es es ella, es ella! ¡Acabo de reconocerla! ¡Es mi verdadera Laura, la que se acerca! ¡Acabo de encontrarla ahora! Si pudiera moverme, mover un dedo al menos, indicarle que estoy envenenado… tal vez un beso suyo podría resucitarme… un beso para vencer al tósigo…
tal vez…
sus cabellos…
acariciando mi rostro, mis ojos...
y mis ojos
ahogados
en
sus
ojos

En la pupila de los Dioses

¡Cartagineses!:

Son horas de aflicción, de un inmenso dolor por la muerte de nuestra guía, de nuestra Dido, de nuestra más hermosa Dido.

Os habla Jócaro, uno de los generales más curtidos en la batalla, más fieles seguidores, uno de los más seguros servidores y adoradores de nuestra Dido. Y uno de los más angustiados, desnortados, desestrellados, deslunados y abatidos hombres del planeta. Me he quedado, nos hemos quedado todos, sin nuestra guía, y es hora de señalar al culpable: de señalarlo y de aclarar el motivo por el cual la Gloria de Cartago, la Señora de nuestros corazones, de la que obedecíamos las órdenes sin dudarlo, por la que nos habríamos despeñado, envenenado, descuartizado a nosotros mismos a una palabra suya, la causa que la sumió en la desesperación y la llevó a arrojarse a la pira con una espada que atravesaba su corazón.

La Historia de los Dioses dictaminará que fue Eneas, que fue Eneas el culpable, que por el amor de Eneas el Cielo de Cartago se sumió en un eclipse eterno y sangrante. Por culpa de Eneas, Dido sedienta de amor, se inmoló para ser incorrupta de la posteridad. No, ciudadanos de Cartago, no, yo os digo que no es así: el motivo real fue la infamia, la apestosa mentira que Dido leyó en los ojos de Eneas, que Dido bebió del corazón de su amado y que no fue capaz de soportar.

Muchos dudaréis de lo que puedo saber yo, un general del orgulloso ejército de Dido, acerca de la realidad, cómo puedo conocer esas confidencias. Pues bien: yo declaro, puesto que mi final es inminente, apenas termine de redactar esta pública carta, que también gocé del lecho de la Diosa, de mi Dido, hasta que ese desgraciado de la casta más infame me la arrebató. También, muchos, pensaréis ahora: ¡taimado, hablas por celos! ¡Quieres verter la infamia en los corazones de los cartagineses! ¡Qué odien a Eneas! Pues sí: eso quiero, pero no por celos, sino por justicia. Debe saberse el motivo real que arrastró a nuestra Dido, a la Bella Dido, a la Reina de Cartago, a las lenguas de las llamas y a una inmortalidad de errores.

Yo maldigo aquél día en que los Dioses desataron la tormenta y obligaron a refugiarse en la estrecha cueva a Dido y a Eneas: lo maldigo porque aquél día la extravié para siempre. En esa cueva, tan cerca, los cuerpos empapados y resbaladizos, los pezones hirvientes y clavados en el pecho de Eneas, las respiraciones maceradas en las bocas, los susurros en la nuca, el vello de punta, los brazos que se rodean con el suave murmullo de la hojarasca, los labios que se hacen una palabra, las piernas encolumnadas, la piel como un palimpsesto de goces, sin heridas a pesar de quebrarse contra las grietas y las rocas… los cuerpos, en la aborrecible cueva, sellados en el amor cruel que agostó mi vida. Lo maldigo, cartagineses, maldigo aquél día.

Es hora de que termine: es hora de que denuncie la verdad: Dido descubrió la verdadera naturaleza de Eneas. Dido averiguó, tras una madrugada de lecho y sudor, en el afligido rostro del infame Eneas, el motivo que lo atormentaba. Inquirido por ello, el muy vil decidió confesarse, tal vez creyéndose a salvo al derramar sus terrores y sus traiciones en oídos sobre los que antes susurró dulcísimas palabras cargadas de esperma. Sí, cartagineses: Eneas traicionó a Troya. Fue él quién dejó que los aqueos junto al pérfido Ulises penetraran en la fortaleza de Poseidón, les facilitó el acceso por un pasadizo secreto que reveló a Agamenón en persona, en una de sus humillantes delaciones al alba. No, ciudadanos, no: no existe tal Caballo: eso es una mentira más del pérfido Eneas. La destrucción, la incineración de Troya, pesará sobre sus hombros por los siglos de los siglos. Creedme.

Es momento de morir, pues, de seguir a mi amada Dido en el holocausto. Ni un segundo sin ella de vida, ni un segundo de paz desde que esa boca pronunció las palabras de mi horror en el interior de la cueva, cuando Eneas soñaba con mareas y tormentas y batallas de gloria sobre sus caderas. Ni un instante de descanso para mí desde entonces, ni desde que conocí el sucio secreto, la sucia traición de Eneas.

Yo, ahora, acabaré con mi vida y hallaré descanso. Un descanso que a Eneas se le negará para siempre, eternamente acobardado, eternamente vivo con la mentira, con la ocultación de su infame crimen que arrojó a la muerte a titanes como Héctor. La vergüenza será para siempre el viajero que lleve Eneas en su barco, que desembarque en las costas, que campee en su escudo, que funde sus ciudades, que lo acompañe en los desesperados cantos de los aedos. Que así sea.

Me despido de vosotros ciudadanos de Cartago. Ya sois conocedores de la verdadera magnitud de la infamia.

Mi dulce Dido, allá voy, a reunirme contigo si es que todavía gozo de la dicha, de la suerte en la pupila de los Dioses, y hacen que aparezca a tu lado para poder adorarte en nuestro sueño de eras:

Jócaro:

General de los Ejércitos de Dido y de Cartago.

El camino hacia Dios de Tycho Brahe


En Praga: Café Bohemia, abril de 1914.

Ni una mesa libre en el café Bohemia. La humareda de pipas en combustión, el ruido de vasos de licor y jarras de cerveza entrechocadas, junto al cloqueo de las conversaciones, acerrojaron un incómodo cepo en forma de dolor de cabeza sobre el visitante que, detenido frente a la puerta, contemplaba desanimado la imposibilidad de quedarse allí por un rato y reponer sus escasas fuerzas, malgastadas de forma absurda con la precipitada visita a Praga.

Al leer el letrero con el nombre del local no pudo evitar decirse: Bohemia, otro pueblo oprimido por la bota austrohúngara de los Habsburgo. Fue por el nombre, seguro que por eso, motivo por el cual eligió ese lugar para concederse un respiro. En veinticuatro horas de estancia en Praga ni tan siquiera logró dormir y necesitaba un café y un licor, al menos, para borrar el amargo sabor de su visita a la que se consideraba la tercera ciudad del, para él, tan odiado Imperio.

Entonces, entre la multitud, avistó una silla vacía junto a una mesita ocupada tan solo por una figura delgada, con el rostro afilado y ceniciento, que contemplaba una taza de té con la vista ahondada en las espesuras del líquido color caramelo. No le agradaba la idea de compartir mesa, en particular por las embarazosas preguntas que podrían surgir en una conversación forzada, pero el aspecto taciturno del hombre lo animó a ello con la esperanza de que esa persona no le resultara muy habladora.

-¿Me permite? –se acercó con tanto sigilo que Kafka no reparó en su presencia hasta que lo tuvo encima. Con brusco asombro salió de sus pensamientos. Dudó un instante, al principio no fue capaz de entender lo que demandaba el forastero, tardó en caer en la cuenta de que deseaba compartir la mesa.

-Eh… Sí, claro, por supuesto, acomódese a su gusto, faltaría más, caballero –por culpa de los buenos modales de Kafka, el hombre se vio obligado a formular una frase de cortesía para no parecer un grosero y levantar mayores recelos:

-Hoy el café está lleno -musitó al tomar asiento.

-¡Desde luego! –exclamó Franz satisfecho- ¡Hoy lee mi amigo Max!

-¿Max? –el gesto de extrañeza demostraba que el individuo no se acercó al Bohemia para presenciar la lectura.

-Mi amigo Max Brod. Hoy nos presenta unas páginas de su futura obra Tycho Brahe y su Camino hacia Dios.

-¿Tycho…? –el invitado no comprendió bien el intrincado título, a pesar de que se expresaba en un alemán bastante correcto.

-Tycho Brahe, ya sabe, el astrónomo –ambos se sumieron en un silencio reflexivo. El extranjero parecía buscar en su cabeza una referencia, y la encontró:

-¡Ese tipo de la nariz de plata! –Kafka asintió con gusto. Su contertulio sabía a quién se refería. En efecto, Tycho perdió la nariz en un duelo y lució una prótesis de aleación casi más célebre que sus observaciones celestes-. Tengo entendido que era un sumiso, vendido al poder real –prosiguió el invitado.

-¡No, hombre, no! –repuso Kafka-. Está usted, si me lo permite, en un error. Tal vez, si escucha la lectura de Max, salga de dudas.

-Ese hombre murió por no ir a mear en presencia de un príncipe, o de un Gran Señor, ¿no es así? –Franz movió la cabeza con lastima de verse abocado a admitir, de nuevo, el estereotipo. Así era, durante un banquete en la corte de los Rosenberg, el astrónomo aguantó más de lo debido la micción para no desairar con su ausencia al Ilustre. El resultado fue una infección de orina, que lo precipitó a la muerte-. ¡Dejarse reventar la vejiga por no molestar a un poderoso! ¡Un imbécil! Ahí lo tiene: ¿Qué mayor ejemplo de servilismo y estupidez? –Kafka iba argumentar un reproche, pero el camarero intervino en ese instante. El extraño pidió un café y un licor para, a continuación, retomar la soflama de inmediato-: Igual que ahora, todos ustedes, en Praga, en Bohemia, dan similar ejemplo de estupidez, aguantan sus ganas de mear, sometidos a los Habsburgo.

-¿Qué tiene usted contra ellos? –le inquirió Kafka, interesado por el inesperado sesgo que tomaba la conversación.

-¿Contra los Habsburgo? Son los opresores, la maldición de Europa. ¡Pero bien pronto nos veremos liberados de ellos!

-No se exalte –le reconvino, ya que varios clientes empezaron a mirarlos de soslayo, con cierto recelo por las altisonantes declaraciones del hombre-. Esas ideas no son muy bien recibidas por aquí: la mayoría somos judíos y, ya sabe, de orígenes y cultura alemana; quiero decir, que estamos del lado de los Habsburgo.

-¡Pues son todos unos animales! –lo interrumpió el hombre que, a continuación, disminuyó el tono de voz como si fuera a pronunciar una confidencia-: Todo va a cambiar -y susurró, con un esfuerzo que apenas contenía la emoción-: ¡Ya lo creo que cambiará!

En ese instante, el camarero retornó a la mesa. El extranjero sacó de sus bolsillos una faldriquera raída y rebuscó en su interior unas monedas con las que pagar. Kafka presenció la escena en tensión, con la duda de si le tocaría abonar la cuenta porque ese hombre no llevara suficiente dinero.

-¿Está bien así? –señaló las monedas y se lo preguntó al camarero, que le contestó con un golpe afirmativo de cabeza y una suerte de reverencia.

Kafka intentó un nuevo argumento a favor de los Habsburgo ahogado por un aplauso que rellenó las esquinas del salón. Max Brod apareció en el centro del café dispuesto a leer unos pasajes de su drama.

De un trago, el hombre apuró su copita de licor y dio rápida cuenta del café. A continuación experimentó un súbito y violento ataque de tos, reacción provocada por la aspereza del alcohol, la cataplasma caliente del bebedizo en su maltrecha garganta y el cargado ambiente del lugar que en nada beneficiaba a sus pulmones heridos de muerte.

Crispado, agitado por la tosileta, se sujetó del antebrazo de Kafka y lo miró a los ojos. Los agudos dedos de sus manos parecían atravesar la chaqueta, la camisa, para encarnase en su piel. Entonces, fue entonces: el animal que roía el pecho de ese hombre traspasó a Kafka de lado a lado. Desde el fondo de los ojos febriles y por encima de las ojeras del visitante, la enfermedad, la calentura, el mal de pulmón, brincó de una anatomía a otra y poseyó a Franz, condenándolo.

El extranjero sentenció, a la vez que aflojaba su presión en la manga del escritor:

-¡Todos ustedes ya están muertos! -con un movimiento brusco se puso en pie, se tambaleó y dejó el lugar en el instante en que Max Brod iniciaba su lectura.

Desde la mesa ubicada frente al ventanal, Kafka vio alejarse a ese hombre tan raro; a la par, un malestar de una intensidad nunca antes experimentada se apoderó de su respiración. Una garra le oprimía la garganta.

A lo lejos, el extraño torció la esquina con paso atolondrado por causa de una subida de la fiebre, pero en un instante logró reconducirse con firmeza, con la seguridad que le proporcionaba la certeza de que pronto, con un disparo suyo sobre un pecho almidonado de entorchados, sumiría a Europa en la desgracia.