jueves, 15 de diciembre de 2011

La dulzura de las peras


Por la silente noche toledana se despeñaba el susurro del Tajo.

Apiádate de mí, Señor, rogó, al amparo del zureo de las aguas.

Se encontraba enfermo y débil, desfallecido por la industriosa fuga, pero merced al céfiro nocherniego que lo abofeteaba el rostro principió a correr, grávido de una singular conmoción de libertad, brío que germinaba en su corazón y que se dilataba por la encarnadura de su cuerpo, por sus músculos. Con cada pulso se colmaba de gozo, anegado en dicha, asaeteado por la mansa estocada del hálito divino.

Fray Juan no desmayaba un momento en su carrera, atormentado el gaznate incendiado por la sed, azuzada por el calor agosteño. Un supremo afán lo guiaba de la mano y sus piernas se movían con amplitud, abandonada ya la angosta celda de donde se fugó tras nueve meses de cautiverio. En mitad del esfuerzo, se sintió inundado de un sentimiento de paz, una paz que reinaba en esos espacios abiertos, inmensos: y dio gracias a Dios por engendrar cielos y tierra, estrellas y firmamentos.

Cada desconchón, cada mancha que trasvenaba agua y humedad, cada gotera, cada pajiza hebra del catre allá en la cárcel, cada lucero que ahora veía, cada elemento estaba contado, registrado. Eran suyos, a todo el universo aislado en el calabozo le puso nombre, como Dios bautizó a las cosas cuando las creó. Sabía que las grietas, máculas, filtraciones, briznas y astros, le pertenecían en alguna manera.

Parece mentira... –pensó- que un frailecico como yo se vea en tales cuitas, lances más propios de novelas italianas de aventuras y caballerías, donde príncipes y cautivos fantasean y los inocentes escapan de caprichosos calvarios. Sus lamentos se agigantaron en la anchurosa mudez de la noche, pero nadie reparó en ellos y acabaron velados, amalgamados en la batahola del sermón del río, acallados por los maullidos de un gato ufano de su conquista nocturna.

Divisó en lontananza unos muros que refulgían por las antorchas que reposaban sobre los pebeteros de las paredes: llegaba a San José de las Descalzas, uno de los conventos de la Orden. La espadaña se erguía mayestática, tanteaba con su mano de adobe el vientre del cielo.

Se detuvo frente al portón del cenobio. Jadeaba, como si el forcejeo de la respiración lo voltease del revés. Propinó unos secos golpetazos a la cancela que restallaron en mitad de tanto silencio, en el seno de tanta oscuridad, de tanta noche.

Mientras aguardaba respuesta meneó la cabeza a ambos lados, receloso de que lo siguieran, y escrutó la trocha por la que anduvo. Parecía la viva figura de la muerte, enflaquecido, cenceño, roñoso, con las vestiduras ralas, con los costillares retallados y el rostro perlino y demudado pese al sofocón de la carrera: hundido por el hambre, con los ojos abandonados en el légamo de las cuencas, la barba desastrada, el cabello embrollado y cochambroso...

Al poco tiempo, le azuzaron desde el otro lado un sarmentoso, agrio y esquivo, ¿quién vive?, con enojoso acento de monja soñolienta, incomodada a tan intempestivas horas.

-Soy el padre Juan, hermana -acertó a pronunciar con tono fibroso y recio, que no expresaba la inquietud que sentía.

Transcurrieron unos segundos de silencio al otro lado, segundos que se le asemejaron a siglos.

La rejilla del ventanuco se retiró y el ojo de la religiosa –que aún no había digerido de que fray Juan se trataba- descendió sobre el caminante astroso. Al ver tamaña estantigua, semejante alma en pena, parca de los senderos, un alarido espantado escarbó en la noctívaga negrura y se aborrascó un gran alboroto tras la poterna. Las profesas rogaban a voces por la presencia de la Madre Superiora y se acaloró la porfía hasta que la invocada avizoró por el ventanillo y reconoció al depauperado fray Juan. ¡Virgen Santísima!, exclamó, y ordenó que abrieran de inmediato.

-¡Favor hermanas, que no puedo tenerme ya en pie! –las previno.

Las mujeres se persignaron, espeluznadas por el aspecto del hombre. Sin cejar de hacerse cruces, dos de las monjas más robustas lo sujetaron y, con pasitos cortos y dificultosos, lo ayudaron a penetrar en el recinto del convento.

-Disculpe la demora padre Juan, pero comprenda el susto de las hermanas -la Madre Superiora le hablaba con un matiz afectuoso-: No querían abrir porque lo han tomado por la mismísima muerte que venía en busca de alguna de ellas, o por el demonio, que tal dará, para el caso…

Mientras lo conducían al refectorio, Fray Juan, el padre Juan para las profesas de la Orden, se sonreía por el infundado temor avivado. Para restañar el ánimo descarriado y las fuerzas arruinadas lo agasajaron con unas peras en vino aderezadas con canela.

Mientras que, a uña de rudimentaria cuchara, se afanaba en dar buena cuenta de los confites, la Madre Superiora le daba noticia, le detallaba los comentarios que de sus pesares, acerca de su cautiverio, conocían en la comunidad de la Orden. Era una vergüenza… ¡prendido por sus propios hermanos! ¡Incluso rezaron por su alma dándole por difunto!

La Madre Superiora perseveró en que fray Juan narrase los pormenores de tan notable fuga, así como otras cuitas, pero el padre se encontraba absorto con el arrope de las peras, amordazado por el puño de rancio vino que le tapaba la boca: la ingesta de algo sólido, tras meses de turbias aguas, corruscos de pan enmohecido y raspas de sardinas, le encapotaba el entendimiento.

De repente, tras la colación, engolfado en la nube apacible y viscosa que latigueaba en el refectorio, dictó algunos versos. La Madre Superiora, con mano trémula, iba trazando las estrofas en el recado de escribir, azarada ante las premurosas ordenes de fray Juan, medroso de que la memoria extraviara las preciadas composiciones alboradas durante la reclusión. El alambique del dictado destiló, gota a gota, el Cántico Espiritual, poema que su criador contempló regocijado en la redoma del papel: el verbo hecho carne en los tortuosos trazos de la reverenda.

A menudo, allá en el cautiverio, seguro de su fe en Dios, se preguntaba si Dios creía en él, en el pobre Juanico, pues lo trataba de tan mala manera y le propinaba quebrantos y padecimientos. Ahora sí, estaba seguro de que Dios siempre se mantuvo a su lado; de hecho, entendía que los ingratos meses de prisión fueron engendrados por los inextricables designios divinos.

Se acostó al poco rato, agotado y exhausto, en uno de los catres de las celdas del convento, sin duda mortificantes y espartanos, que apreció casi como un tálamo nupcial de esponjosas plumas.

-Dios cree en mí -bisbiseó para, al fin, capitular a la dulce libertad del sueño que arribaba tras la pesadilla.

Un sueño que portaba el amable regusto de las peras en canela.

Un sueño confitado, como sabían y reverberaban, también, sus versos arrobados.

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