martes, 13 de diciembre de 2011

En la pupila de los Dioses

¡Cartagineses!:

Son horas de aflicción, de un inmenso dolor por la muerte de nuestra guía, de nuestra Dido, de nuestra más hermosa Dido.

Os habla Jócaro, uno de los generales más curtidos en la batalla, más fieles seguidores, uno de los más seguros servidores y adoradores de nuestra Dido. Y uno de los más angustiados, desnortados, desestrellados, deslunados y abatidos hombres del planeta. Me he quedado, nos hemos quedado todos, sin nuestra guía, y es hora de señalar al culpable: de señalarlo y de aclarar el motivo por el cual la Gloria de Cartago, la Señora de nuestros corazones, de la que obedecíamos las órdenes sin dudarlo, por la que nos habríamos despeñado, envenenado, descuartizado a nosotros mismos a una palabra suya, la causa que la sumió en la desesperación y la llevó a arrojarse a la pira con una espada que atravesaba su corazón.

La Historia de los Dioses dictaminará que fue Eneas, que fue Eneas el culpable, que por el amor de Eneas el Cielo de Cartago se sumió en un eclipse eterno y sangrante. Por culpa de Eneas, Dido sedienta de amor, se inmoló para ser incorrupta de la posteridad. No, ciudadanos de Cartago, no, yo os digo que no es así: el motivo real fue la infamia, la apestosa mentira que Dido leyó en los ojos de Eneas, que Dido bebió del corazón de su amado y que no fue capaz de soportar.

Muchos dudaréis de lo que puedo saber yo, un general del orgulloso ejército de Dido, acerca de la realidad, cómo puedo conocer esas confidencias. Pues bien: yo declaro, puesto que mi final es inminente, apenas termine de redactar esta pública carta, que también gocé del lecho de la Diosa, de mi Dido, hasta que ese desgraciado de la casta más infame me la arrebató. También, muchos, pensaréis ahora: ¡taimado, hablas por celos! ¡Quieres verter la infamia en los corazones de los cartagineses! ¡Qué odien a Eneas! Pues sí: eso quiero, pero no por celos, sino por justicia. Debe saberse el motivo real que arrastró a nuestra Dido, a la Bella Dido, a la Reina de Cartago, a las lenguas de las llamas y a una inmortalidad de errores.

Yo maldigo aquél día en que los Dioses desataron la tormenta y obligaron a refugiarse en la estrecha cueva a Dido y a Eneas: lo maldigo porque aquél día la extravié para siempre. En esa cueva, tan cerca, los cuerpos empapados y resbaladizos, los pezones hirvientes y clavados en el pecho de Eneas, las respiraciones maceradas en las bocas, los susurros en la nuca, el vello de punta, los brazos que se rodean con el suave murmullo de la hojarasca, los labios que se hacen una palabra, las piernas encolumnadas, la piel como un palimpsesto de goces, sin heridas a pesar de quebrarse contra las grietas y las rocas… los cuerpos, en la aborrecible cueva, sellados en el amor cruel que agostó mi vida. Lo maldigo, cartagineses, maldigo aquél día.

Es hora de que termine: es hora de que denuncie la verdad: Dido descubrió la verdadera naturaleza de Eneas. Dido averiguó, tras una madrugada de lecho y sudor, en el afligido rostro del infame Eneas, el motivo que lo atormentaba. Inquirido por ello, el muy vil decidió confesarse, tal vez creyéndose a salvo al derramar sus terrores y sus traiciones en oídos sobre los que antes susurró dulcísimas palabras cargadas de esperma. Sí, cartagineses: Eneas traicionó a Troya. Fue él quién dejó que los aqueos junto al pérfido Ulises penetraran en la fortaleza de Poseidón, les facilitó el acceso por un pasadizo secreto que reveló a Agamenón en persona, en una de sus humillantes delaciones al alba. No, ciudadanos, no: no existe tal Caballo: eso es una mentira más del pérfido Eneas. La destrucción, la incineración de Troya, pesará sobre sus hombros por los siglos de los siglos. Creedme.

Es momento de morir, pues, de seguir a mi amada Dido en el holocausto. Ni un segundo sin ella de vida, ni un segundo de paz desde que esa boca pronunció las palabras de mi horror en el interior de la cueva, cuando Eneas soñaba con mareas y tormentas y batallas de gloria sobre sus caderas. Ni un instante de descanso para mí desde entonces, ni desde que conocí el sucio secreto, la sucia traición de Eneas.

Yo, ahora, acabaré con mi vida y hallaré descanso. Un descanso que a Eneas se le negará para siempre, eternamente acobardado, eternamente vivo con la mentira, con la ocultación de su infame crimen que arrojó a la muerte a titanes como Héctor. La vergüenza será para siempre el viajero que lleve Eneas en su barco, que desembarque en las costas, que campee en su escudo, que funde sus ciudades, que lo acompañe en los desesperados cantos de los aedos. Que así sea.

Me despido de vosotros ciudadanos de Cartago. Ya sois conocedores de la verdadera magnitud de la infamia.

Mi dulce Dido, allá voy, a reunirme contigo si es que todavía gozo de la dicha, de la suerte en la pupila de los Dioses, y hacen que aparezca a tu lado para poder adorarte en nuestro sueño de eras:

Jócaro:

General de los Ejércitos de Dido y de Cartago.

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