martes, 6 de septiembre de 2011

Die Watch am Rhein en la Odeonsplatz de Múnich




El mismo, revuelto y tumultuoso, dos de agosto de 1914:

-¡Muerte a los serbios!

-¡Aniquilaremos a Serbia!

-¡Borraremos a Francia del mapa de Europa!

-¡Es necesaria la guerra contra Gran Bretaña!

-¡Rusos, preparaos!

La abigarrada multitud agolpada en la Odeonsplatz de Múnich acababa de recibir la noticia de que Alemania le declaraba la guerra a los rusos. La gente reaccionó con gritos de satisfacción: bramó consignas patrióticas y antibritánicas: blasfemó: maldijo el nombre de Serbia: levantó los puños en actitud amenazadora y, después de que un hombre se subiera hasta lo más elevado de las escaleras del Feldherrnhalle y leyera una proclama, la muchedumbre arrojó al aire los sombreros alborozada, una y otra vez, en una especie de reverencia que celebraba la guerra inminente.

Se escuchaban vivas y vítores al rey Luis III de Baviera y muchos ciudadanos respetables, elegantes y bien vestidos, increpaban a las potencias europeas con bravatas. Incluso las mujeres proferían insultos, ignoraban que las presentes celebraciones y algarabías no eran sino el preludio a los llantos, a un futuro de lamentos producto de la desesperación ante el envío de los hijos, de sus maridos, de los propios padres, a la segura muerte del frente.

Y todo esto le parecía muy bien a Adolf Hitler, inmerso en el corazón de la masa hirviente y desatada, de la masa que pedía venganza, que clamaba por restituir el orgullo nacional extraviado en la oscura maraña de tejemanejes políticos controlados por ingleses y franceses. Sí, todo aquello le parecía estupendo a Hitler, que demandaba la guerra anhelante, como quien aguarda recibir una bendición del cielo.

Hacía varios días que la excitación popular fue ganando enteros a medida que crecía la animadversión contra Francia e Inglaterra. La policía se vio obligada a rescatar a unas mujeres contra las que el populacho se abalanzó furioso tras escucharlas hablando en francés por las calles de Múnich y el café Fahrig fue brutalmente destrozado al negarse su orquesta a tocar la patriótica Die Watch am Rhein, considerada como el himno paralelo de Alemania. Esa noche, en los cafetines y mentideros de Múnich, en el café Stefany, en los alrededores del cabaret Simplicissimus, en el interior del Luitpold, las cosas ya no eran como siempre. Escritores, compositores, artistas e intelectuales, daban sus acaloradas y particulares versiones desesperanzadas acerca de la declaración de guerra. Unas opiniones que no eran siempre favorables al conflicto armado y que desencadenaban el abucheo intolerante de los autoproclamados patriotas.

Hitler estaba completamente convencido de que debían limpiar la sangre de la muerte del archiduque Franz Ferdinand con más sangre y con más muerte y reparar el orgullo en el campo de batalla, con la intervención de las armas... Ya no quedaba otro remedio y, como dijo el estadista británico David Lloyd-George:“Los países de Europa han resbalado por el borde y se han caído dentro del caldero hirviendo”.

Un caldero en el que también se encontraba inmerso Hitler, en el que también se encontraban sumergidos todos los que abarrotaron la plaza, roncos de cantar el Deutschland Über Alles y, de nuevo, el Die Watch am Rhein.

Con los pelos de punta y la piel de gallina, con lágrimas en los ojos, Hitler decidió en esos instantes que se alistaría al ejército, que se presentaría como voluntario para servir en el Primer Regimiento de Infantería Bávaro. Daba, así, el paso adelante para salir de la anónima masa y, con ello, a la larga, sumiría en las tinieblas al mundo entero porque, en el frente de la Gran Guerra, su vida cambió con un giro radical y, por ende, las vidas de cincuenta millones de personas se transformarían en desgracia.

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