miércoles, 7 de septiembre de 2011

El demiurgo de las estaciones


En Hungría: Estación de ferrocarril de Ujhel, 27 de abril de 1915.

Los trenes eran máquinas que arrastraban tristeza. No podían escapar a un enorme pálpito de horror, de miedo, incluso de resignación por el destino al que se dirigían.Kafka, sentado en un banco de la estación de Ujhel, contemplaba el fúnebre paso de los ferrocarriles que se dirigían al Frente, no muy alejado de esa posición, a unos ochenta kilómetros, según continuaba el tramo de vía reservado para el transporte de tropas a las trincheras. Civil, él no pudo proseguir con el viaje, pero su hermana Elli se unió a un grupito de esposas que, bajo vigilancia y protección militar, fueron conducidas en un tren especial hasta el cuartel general ubicado en Nagy Mihàly, donde se encontraba su marido.

Un ejemplar del periódico Az Est, editado en Budapest, reposaba en sus rodillas. Con grandes titulares proclamaba avances, victorias y heroísmo del Imperio, del Emperador; huidas, derrotas y humillación de los cobardes rusos. ¿A quién pretendían engañar? La contienda no marchaba bien para la Alianza, nada bien, y no debería extrañarse al leer tales falacias. Lo primero que germinaba con el riego de la guerra era la planta de la mentira. Los frutos agrios y amargos de la sangre, las heridas y la muerte, llegaban con la fértil cosecha posterior.

Sin descanso, traqueteaban los trenes conformados por vagones repletos de animales furiosos que marchaban al desolladero. Imaginaba los cuerpos de esos hombres, colgados de ganchos, junto a ollas hirvientes y humeantes, parecidas a las utilizadas en el matadero de Praga, lugar que visitó una vez para realizar un peritaje ordenado por la Aseguradora. Entonces, las náuseas fueron muy fuertes a causa del olor de las vísceras abiertas al aire que golpeó sus narices y ahora, que uno de los convoyes se detuvo y vomitó la carga de soldadesca, le pareció percibir un olor muy similar adherido a esa multitud marcada. Tal vez llevaran dibujadas en el cuerpo las muescas y las dianas, las zonas sobre las que, muy pronto, se clavarían las bayonetas enemigas, impactarían las balas, reventarían los obuses; señaladas las cabezas que rodarían, los pechos que borbotarían y los ojos que mirarían sorprendidos a la muerte, con las bocas abiertas y las manos crispadas, juntas en el último esfuerzo por rezar la plegaria salvadora.

Desde su banco escuchó a un factor anunciar el paso de un convoy militar que no se detendría. Un fantasmal expreso que engullía estaciones y dejaba atrás los despojos, raspas de madera enmohecida, hierros oxidados, esqueléticas estructuras abatidas a un lado del camino. Pensó que la cavernosa voz del factor tal vez fuera el alma de las estaciones que hablaban por él: el vozarrón directo de un Dios vengativo y todopoderoso, deidad ferroviaria, una especie de demiurgo platónico, geniecillo maligno que disfrutaba al confundir a los viajeros y a los propios maquinistas con el anuncio de estaciones que no eran, que dictaba nombres de remotas localidades y lanzaba al aire ciudades que no existían, por las que nunca se transitaba. Al final, equivocados por ese Dios de las vías y de las traviesas, duro y sanguinario, se producían los caóticos descarrilamientos, los choques, unos accidentes que vendrían a ser la Sodoma y Gomorra en la historia bíblica de los trenes.

Primero, viajó con su hermana de Praga a Viena y, desde allí, llegaron a Budapest en un trayecto repleto de paradas, exasperadamente lento; siempre cedieron el paso, la prioridad, a los convoyes militares, no fuera que esos muchachos se presentaran con retraso a su cita con la carnicería. Desde Budapest los problemas aumentaron. Se agotaron de enseñar mecánicamente los pases, los salvoconductos, los visados, los permisos y las autorizaciones del Alto Mando, emitidos con desgana para que unos miserables como ellos alcanzaran una zona tan próxima al Frente. Se les informó de que la franja de Körösz Mezo era de tránsito restringido y el enlace con Nagy Mihàly estaba clausurado al uso civil. Finalmente, tras un largo rodeo, llegaron a Satoralja Ujhel, el final de trayecto. Las vías que se abrían en dirección al Frente eran un camino prohibido para cualquiera no dispuesto a morir por el Imperio.

Fue un recorrido salpicado de engolados húsares húngaros, de policías de frontera, de enfermeras de la Cruz Roja, de matasietes alemanes y austriacos que presumían engallados de sus uniformes repletos de entorchados y abotonaduras doradas, la soberbia burbujeándoles en la boca como el hervor de una espina de pescado anclada en la garganta, junto a viajeros que subían y bajaban del compartimento tras recorrer breves distancias en un tráfago de personas asustadizas, con el fondo de la preocupación rebosada en los ojos.

Kafka contempló, desde las ventanillas, el desfile de los pueblos. Una parada escasamente marcial, con sus estacioncillas y apeaderos engalanados de cadenetas y faroles que mostraban orgullosos la enseña de los Habsburgo –hoy motivo de jactancia, mañana sudario-. Localidades adornadas de víspera de fiesta grande y que, seguro, cambiarían en breve las banderitas y los cartelones por las sábanas de las mortajas y las lonas negras del luto. Arquitecturas con el cuello de su Plaza Mayor estirado al paso del tren, tan orgullosas del monumento a los pretéritos héroes caídos, perennemente decorado con coronas de flores, cuyo espíritu se mencionaba ahora más en vano que nunca, la manera de enardecer a los soldados enviados contra las trincheras enemigas; el nombre de los mártires que murieron en la lucha contra los turcos -invocación del sacrificio previo a cada ataque-, musitado después –una imprecación ejemplar a la honra de la inmortalidad-, en cada funeral.

Donde se perdían de vista las vías, tras un recodo, balbuceaba el Frente. Kafka sabía, y al pensarlo sintió un escalofrío, que allí, sobre los viñedos de Tokay y el río Bodrog, se estrellaban las bombas; que contra el eco de los muros de los Cárpatos sonaba el diapasón amargo de los cañoneos y que el Ángel de la Historia planeaba las llanuras reencarnado en su hijo bastardo, un hijo bastardo engendrado por el hombre: el Ángel de la Muerte que desplegaba sus alas nervudas y aceitosas, de murciélago, para cubrir Austria-Hungría.

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