martes, 27 de septiembre de 2011

La desgracia de los insectos


En Bohemia: Clínica de Rumburk, febrero de 1916.

Krakenhaus, el letrero en alemán a la entrada de la Institución de Salud Mental de Rumburk, anunciándose como un hospital, era irónico. Irónico porque, desde que Kafka se internaba allí para una cura de nervios periódica –llevaba casi cuatro años con el hábito- la Casa cambió su orientación. Ya no sedaba y tranquilizaba a la notable burguesía de los alrededores de Bohemia; motivado por la guerra, la dirección de Rumburk se centró en tratar los casos de una nueva enfermedad que acababa de surgir alimentada a los pechos de las barricadas, traída de mano de las carcasas de los obuses y de las cargas a bayoneta calada: la neurosis de guerra.

-En nuestros modernos pabellones –Kafka se preguntó si el doctor Mann, subdirector de la clínica, interpretaba como modernidad el reciente acolchado de las paredes de las celdas, los muebles fijados al suelo y las esquinas protegidas, novedades desde su última estancia como paciente y que descubría ahora por toda innovación– albergamos a casi trescientos afectados del mal nervioso de batalla: neurosis de guerra se lo conoce pomposamente -el doctor pronunció ese nombre e hizo un ademán, una especie de pícaro guiño que daba a entender un a mi no me la dan, eso es una pura mentira, cobardes, cobardía, ese es mi diagnóstico, desertores, eso es lo que son todos, traidores a la patria.

En verdad, Mann opinaba así. No creía ni una palabra de toda esa moda psicológica de los traumas, quizás porque, gracias a su condición de médico, se libró de acudir al frente. Con las botas enredadas en el fango y los dolores del pie de trinchera, con las bombas relampagueando a su alrededor, seguramente cambaría bastante su concepto acerca de la neurosis de guerra.

En esta ocasión, la visita de Kafka al establecimiento mental no era en calidad de interno o paciente para llevar a cabo una cura nerviosa, sino embutido en la burocrática piel de representante de la Aseguradora de Accidentes de Trabajo, en revista oficial para elaborar un peritaje acerca de los riesgos laborales que podían correr los trabajadores de la Institución y valorar así las correspondientes pólizas que se deberían emitir contra la Casa.

Caminaban por un pasillo que conducía al sector de los internos más desequilibrados. El doctor fumaba un apestoso tabaco de pipa. Una vaharada llegó a las narices de Kafka que protestó con un serio gesto de asco.


-¿Le molesta? Perdóneme. Se qué no huele muy bien, pero es de un sabor excelente, solo necesitaría acostumbrarse un poco. Latakia puro, traído de Turquía. Me veo obligado a administrármelo con cuidado desde el bloqueo provocado por la campaña británica en los Dardanelos, porque no recibo ya ni una mísera hebra; espero que la guerra acabe antes que mi reserva de tabaco –y agitó complacido su preciosa pipa con la esfinge de un marinero, rica en detalles y ornamentos-. Cualquier estímulo para los alienados es bueno. Ya sabe, presentan cuadros de pérdida del habla, ceguera, parálisis, angustia y confusión –ahora prorrumpió en carcajadas groseras-. Paso consulta y los ahúmo con mi pipa y alguno, que parecía mantenerse en estado de choque, reacciona de inmediato; es lo que llamo, el método tabáquico del doctor Mann –sus gruesas risotadas resonaron en el eco de los pasillos.

Tras una puerta apareció el pabellón más crítico de la Institución:


-Aquí permanecen los llamados incurables. Si de mí dependiera…, ¡todos al Frente! Sería el mejor fármaco –las carcajadas se clavaban en los oídos de Franz de forma insostenible.

Los métodos de tratamiento con los que el doctor ilustró a su visitante resultaban variados. En un principio, el equipo médico necesitaba discernir si el enfermo era un farsante. Para ello, existían diversas formas, a cual más penosa para el afectado. Días enteros a pan y agua, envueltos en mantas y sábanas empapadas en agua fría, amén de una copiosa ración de duchas heladas, purgantes y otras lindezas por el estilo. Sin embargo, la cosa cambiaba bastante si llegaban con lesiones auto infligidas en el frente. Entonces, los médicos lo tenían muy sencillo porque la mayoría de las veces un disparo a bocajarro dejaba un rastro de quemaduras y pólvora muy claros que nunca se apreciaban en las heridas producidas por francotiradores u obuses. Quienes ingresaban con ese cuadro eran dados de alta de inmediato y puestos a disposición de un Consejo de Guerra, porque el daño voluntario no se consideraba síntoma de locura sino de cobardía.

En fin, si el hombre no se derrumbaba y persistía en su neurosis, se pasaba a la segunda fase, consistente en variadas y generosas sesiones de electrochoque. Si también era superada con éxito se afrontaba la prueba definitiva para determinar la enfermedad mental: las agujas.

-Las agujas, las benditas agujas… -el doctor parecía recrearse con eso. Accedieron a la Sala de Abrasión para mostrarle la maquinaria a Kafka. El método empleado en la India con los leprosos se aplicaba ahora en la carne sana, a fin de comprobar si los neuróticos en estado de choque, de autismo, realmente no sentían nada o fingían-. Créame, muchos olvidan la gravedad de su estado nada más ver que arranca la maquina, no aguardan ni a probar las agujas en su espalda. De hecho, sólo cinco pacientes siguieron más allá el tratamiento. He visto soportar de todo sin un espasmo: agua helada, electricidad, hambre, sed, aceite de ricino…, ¡pero nadie en su sano juicio, de verdad, se somete voluntariamente a la maquina! Aquí expiran todas las mentiras y fabulaciones.

La máquina recibía el nombre de rastra porque recordaba a un apero utilizado para rastrillar. Su funcionamiento era sencillo: una batería de agujas se movía de forma independiente y horadaba la carne del enfermo. Si se trataba de un leproso, el tratamiento puede que fuera en mayor o menor medida llevadero, puesto que la carne muerta se desprendía para dejar paso a una segunda hilera de agujas al rojo que cauterizaban las heridas. Pero si el proceso se realizaba en las pieles vivas…

-Si desea verla en funcionamiento tendrá que esperar a las cinco, a esa hora hemos programado una sesión. La verdad, es un avance magnífico.

Kafka meneó la cabeza para mostrar su negativa. Se encontraba anonadado. Para poner término a tan desagradable visita argumentó una prisa inusitada y se interesó brevemente por el destino de quienes superaban, también, esa prueba aterradora.

-Ellos son los verdaderos pacientes de la Institución. Los sometemos a todo tipo de terapias revolucionarias, la última es la hipnosis. Aplicamos la Terapia de Remoción Directa. La hemos copiado de unos psiquiatras ingleses a los que parece darles cierto resultado: mediante el estado catatónico recreamos en sus mentes los orígenes del trauma. En otras palabras, se les hipnotiza para que rememoren sus horas en el Frente y revivan los momentos que los sumieron en ese estado para, así, superarlo.

-¿Funciona?

-¡Que va! Es una completa perdida de tiempo. Nosotros no hemos obtenido ni una sanación, ni la más leve mejoría. Se ponen a gritar, a llorar, terminan por caer en un estado de introspección todavía más grave. Esa es la paradoja de esta Institución, que a los enfermos los empeoramos y a quienes conseguimos sanar porque, evidentemente, no son enfermos, los curamos para que mueran…

-¿Para que vuelvan de nuevo al Frente? –preguntó Kafka sorprendido.

-No, los curamos para que una vez descubiertas sus añagazas, traidores y desertores como son, sean fusilados. A eso hemos llegado… -el subdirector emitió una larga humareda azul que se proyectó desde la cazoleta de la pipa al techo, y resolvió-: ¡En efecto, son nuevos tiempos para la medicina!

Tantos esfuerzos humanos y técnicos para demostrar que la mayoría de los internos eran cobardes a quienes se debía fusilar y, a los enfermos verdaderos, se les sometía a un tratamiento tan aterrador que terminaba por sumirlos en un estado mucho peor que el de su ingreso… Kafka meditó en el informe que elaboraría para la Aseguradora. Recomendaría el cierre inmediato de la institución por insalubridad y la absoluta negativa a suscribir una sola póliza de riesgo.

-En la última celda albergamos a nuestro paciente más ilustre –el doctor bajó el tono de su voz y añadió-: Es un pintor…, neurótico perdido.

Se quitó la pipa de la boca e invitó a Kafka para que contemplase por la mirilla el extraordinario espécimen en su jaula.

Un hombre de aspecto lamentable, embutido en una camisa de fuerza, se golpeaba lentamente contra las paredes acolchadas. Sus ojos enfebrecidos y su rostro sin afeitar denotaban una exacerbada desesperación. En la cabeza lucía un vendaje mugriento y, por un instante, al sentirse observado, detuvo su balanceo y miró en dirección a la puerta. Kafka apartó espantado los ojos del agujero. Acaba de ver, en su ignorancia, los despojos enloquecidos de Oskar Kokoscha, integrante de un regimiento de Dragones que cayó en una emboscada en el Frente Oriental, a manos de los rusos, herido en cabeza y pecho por sendos disparos de bala y afectado de una aguda y certera neurosis de guerra. Primero fue internado en Dresde, pero no obtuvo mejoría y fue enviado a Rumburk para ser tratado con la moderna hipnosis. Dada la importancia del paciente se le eximió de las sesiones de agujas y demás torturas.

-Creo que antes ya era un loco –rió el doctor-. He tenido ocasión de ver cuadros suyos y ¡válgame Dios, eso no lo pintaría una persona en su sano juicio!

Al salir de la institución, Kafka reparó en que el edificio se rodeaba de un cuidado y bucólico jardincillo que desembocaba en la verja del portón de entrada. La fachada, devorada por la hiedra y, extramuros, la panorámica del lugar proporcionaba una gran paz. ¿Cómo era posible que con una estampa tan bella la construcción albergase esa cantidad de dolor y sufrimiento?

De repente lo comprendió: la hiedra acunaba en su seno a los insectos, a Mantis Religiosas, y ellas, las Mantis, eran la representación más animal del dolor y del sufrimiento.

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