viernes, 17 de agosto de 2018

Algunos libros imprescindibles para defendernos del verano y del veraneo (Parte 2)


*Este artículo apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/algunos-libros-imprescindibles-para-defendernos-del-verano-y-del-veraneo-parte-2/

Poco a poco, como una gota malaya, la tortura del veraneo continúa percutiendo sobre todos aquellos que no creemos en la regeneración celular a orillas del mar, en las siestas empapuzados a gazpacho y sandía, comidos por las moscas, o en el incomparable placer canicular que suponen esas noches a cuarenta grados mientras por la ventana insoportablemente abierta acceden los gorgoritos de alguna orquestina de hotel que todavía no se ha enterado que “Devórame otra vez” fue la canción del verano de hace tres décadas, por lo menos. Por ello, es necesario construir un pequeño fuerte en donde cobijarse ante semejantes agresiones, como ya comenté, en una primera parte, en esta columna de El Odradek de la semana pasada, aquí en Achtung! Prometí una segunda parte sobre esos libros que podemos utilizar como un chaleco blindado: vamos con ella.

Recuerdo un tranquilo hotel en Tenerife. Generalmente he visitado las Canarias acompañado de mi madre en varias ocasiones y, también, con mi hermana. Sin embargo, aquella ocasión fue una de esas que tanto frecuentaba en mi pasado reciente: viajes solitarios que solían cubrirse de un tinte de desesperación.
Los alrededores del lugar no permitían mucha facilidad de desplazamiento para alguien antediluviano como yo, que no sabe conducir, y plantearse caminar un rato por el enorme secarral bajo un sol de justicia era como colocarse una pistola en la cabeza. Así que tocaba quedarse en el recinto del hotel, entre chapoteos espasmódicos de cuellicortos maleducados, enormes platos desbordantes de bufé librey tipos tocando el piano con abulia durante la sesión nocturna del bar de cócteles.
En cierto modo, mi devenir puede recordar, en algunos aspectos, siempre los aspectos más deprimentes, a algunas novelas de Houellebecq, especialmente en aquellas en donde se dedica en profundidad a analizar los paquetes de vacaciones, los complejos hoteleros y el comportamiento de los viajeros, y no son pocas las obras en donde se dedica a tan sangrante radiografía.
Al borde de aquella piscina tiñerfeña elegí defenderme de los daiquiris aguados y de las variantes de cualquier-cosa-servida-o-mezclada-con-plátano escondiéndome detrás de algunos libros de John FanteFante, se escoja el libro que se escoja, se comporta muy fiablemente durante las vacaciones.
En primer lugar, porque sus narraciones nos sumergen en un mundo absorbente capaz de hacernos olvidar la miseria que nos rodea, y en segundo, porque los desgraciados que aparecen en sus novelas mitigan la mueca de estupidez que componemos mientras guardamos cola frente el mostrador de ensaladas del bufé o cuando vemos bailar a tres generaciones de alemanes Los pajaritos en la discoteca del hotel (abuela, padres y niños, rubitos y todos ellos enrojecidos, como si acabaran de brotar de un experimento de Industrias Stark para dar con la Über-familia).
John Fante nunca fue un escritor con éxito. Hay que reivindicarlo, es necesario. Tal y como nos informa su hijo Dan Fante, en la brillante biografía Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia(Sajalín editores), de título esclarecedor, donde nos habla de los polos opuestos en los que se iba a mover su padre.

John Fante creó al personaje de Arturo Bandini, absolutamente delirante, y escribió un puñado de grandes novelas. Sin embargo, eligió hacerse guionista de Hollywood, dejando de lado su vocación novelística en beneficio del jugoso cheque del cine y los fines de semana jugando al golf; algo que le amargó la vida y la maceró en alcohol.

Así que Fante obtuvo mucho reconocimiento después de muerto. Antes, vio como lo troceaban a cachitos a causa de una diabetes que lo fue gangrenando poco a poco. Su novela Pregúntale al polvo(versión cinematográfica con Salma Hayek de protagonista) y la continua admiración de Bukowski, han logrado que esas obras que nadie quiso en su momento sean ahora monumentos literarios. Yo, al borde de la piscina tinerfeña, leía un volumen con tres obras breves de FanteAl oeste de Roma, seguido de Mi perro idiota y La orgía, tres novelas muy divertidas que destilan el espíritu fantiano de mala leche y vitriolo.



En ese momento, ya había leído todo lo publicado de Fante en España, tarea que debemos agradecer a Anagrama, y por eso me deleitaba con unas obras menores. A estas alturas de agosto, todavía estáis a tiempo de parapetaros detrás de algunas de las grandes obras de este escritor: Camino de Los ÁngelesSueños de Bunker Hill o la simpar Espera a la primavera, Bandini. Cualquiera de estas obras se merecer un par de helados Negrito.

Siguiendo con las Canarias, en otras ocasiones, movido por un aborrecimiento crónico de todo lo que me rodeaba (aborrecimiento de todo lo que diera signos de vida) busqué refugio vacacional en lo que me parecía uno de los lugares más alejados posibles: la zona del Gran Tarajal en Fuerteventura. Así que, después de una travesía maratoniana recorriendo la isla casi de punta a punta en un autobús de línea, llegué a un apartado hotel junto al mar.
Eso es otro asunto interesante del mundo vacacional: el trayecto en bus. Bueno, realmente lo que se alberga en el interior del vehículo. Nunca he conseguido entender que tomar un bus en vacaciones sea sinónimo de una gran juerga. El calor que azota por los ventanales, las carreteras reviradas, las paradas en sórdidas áreas de servicio con olor a orines y comida prefabricada, esos butacones de felpa, el sudor que te corre por la espalda o el aire acondicionado desmesurado que te deja afónico…
Sin embargo, toda esta panoplia de maravillas representa, para esos que hablan a voces, se ríen a carcajadas, les suena el teléfono móvil con insistencia o les rezuma el chunda-chunda por los auriculares, el preludio a la inmersión en un mundo maravilloso y se ven obligados a demostrar su alegría: sentándose a tu lado o lo más cerca posible, y dando rienda suelta a todo su repertorio perfectamente ideado para amargarle el viaje a cualquiera.
Solventado, superado o sufrido el trayecto en autobús, y arrojado como un viejo dinosaurio a las orillas de la isla, ese hotel de Fuerteventura presentaba los mismos problemas fundacionales del turismo agostí. Lo diferencial que había conseguido alejándome tanto era eliminar de la ecuación al compatriota zafio, pero por el contrario me veía rodeado de alemanes y belgas. Y sus costumbres vacacionales puede que, incluso, sean más horripilantes que las nuestras.
Siempre me han inquietado esos desayunos presididos por una bonita botella de champán como un faro en mitad del salón, desafiando a los comensales con un “¿quién tiene narices de desayunar con champán?”. Los turistas pasan junto a la botella como los tiburones junto a su presa. Primero la rodean, después, más cerca, al final casi la rozan… Y le piden al camarero que la descorche.

El osado cliente acaba de desencadenar toda una fila carnavalesca de personas con platos a reventar de baked beans, trozos de queso y de pepino, tomates y salchichas que serán convenientemente regados con esa botella de champán que no contiene champán, sino cava, y del peleón. Es el sucedáneo dorado para agasajar por las mañanas al turista que se cree, así, adornado de cierta clase. Luego, pondrá a hervir su gozoso dolor de cabeza matutino bajo la sombrillita de la piscina del hotel.

En esos días de cava peleón, calor tórrido e insectos como helicópteros Apache, viví refugiado en la obra de Bukowski. Ignoro que ensalmo poseen estas islas que me empujan a leer a autores del realismo sucio. Leía Cartero, quizás la mejor novela de Bukowski, junto a su mejor libro de relatos, Hijo de Satanás (ambos en Anagrama), cuya reseña puedes leer aquí:
La suciedad de los mundos que refleja Bukowski, la miseria de los personajes que los habitan, casi hace buena la contemplación del desfile de miserias alemanas, belgas y holandesas que me veía obligado a soportar en el hotel de Fuerteventura: bañadores tipo slip que no dejaban mucho a la imaginación de lo que ocultaba la anatomía de ese jubilado de Ámsterdam que tenía la piel ennegrecida de soles, curtida de sales y con el aspecto de un plato de cecina de chivo de León.
O esos apocalípticos top-less de ellas. Ellas: el pelo teñido en colores chillones, cargadas de collares y abalorios dorados, incluso con grandes pedruscos de ámbar entre los pechos ya exhaustos de vida y agotados por cientos de madrugones de brumas y neblinas en Bruselas.
Los libros de Bukowski se merecen, como poco, en mi clasificación veraniega, un par de Frigopies.

Regresando a la península, vacacioné una vez en un lugar llamado El Paraíso, en Villajoyosa, que tenía bien poco de lo que prometía su nombre: una playa de pedruscos insoportable, con una orilla traicionera que, a los pocos metros, se precipitaba en una especie de fosa abisal, repleta de algas y porquerías, mientras los perros de la gente chapoteaban a escasos metros de donde intentaba leer.
Mi protección lectora, tan importante, o más, que mi protección solar, fue Uno y el Universo (Seix Barral), un libro del escritor argentino Ernesto Sabato, crucial para poder mirar algo más lejos y atisbar que el cerebro humano puede alcanzar a confeccionar pensamientos y reflexiones que superan la borrachera de absenta de Villajoyosa, el atracón a tazones de chocolate y fartons, o la infección intestinal producto de una generosa ración de paella pasada, apelmazada y reseca, servida en una terracita mientras las avispas componen su ballet sobre los cubos de basura a reventar tan solo unos pocos metros más allá.

Ernesto Sabato fue físico, además de un extraordinario narrador. Por eso, este Uno y el Universodespliega muchas de sus ideas y reflexiones científicas relacionadas con la existencia humana y ese lugar de donde procedemos, el espacio. Aquel ensayo relativizaba el entorno, el océano, los pedruscos, las algas y las rocas, incluso el turista inglés en tanga o el tatuado de turno.
Sabato como novelista es descomunal: El túnel (Cátedra), Sobre héroes y tumbas y Abbadon el exterminador (ambas en Seix Barral), pero como ensayista ha escrito algunas páginas estremecedoras, para leer con el corazón apretado, especialmente en Antes del fin o La resistencia (también en Seix Barral). Lo bueno de este Uno y el Universo es eso, que ayuda a paliar el insufrible compendio de infamias que nos asedia, desde el hortera del radiocasete, el macarra de la moto a escape libre o el recargo por el “servicio de terraza”.



En mi clasificación veraniega le otorgo a la literatura de Sabato un par de helados Frigurón.
Esa es la principal virtud de todos estos libros vacacionales: nos ayudan a minimizar el impacto de la herida, la brecha abierta en nuestra vergüenza ajena, esa que podría llevarnos, fácilmente, a odiar a la humanidad.
El próximo viernes atravesaremos lo peor del verano, la mitad del mes de agosto, con las fiestas de los pueblos, la música de los autos de choque y las rifas de las verbenas. Prometo volver con una tercera entrega que demuestre que, aunque los bocinazos del látigo se nos metan en la columna vertebral y el olor a fritanga recubra con una capa nuestra piel, siempre quedará un libro para hacernos sentir como en pleno mes de enero, por mucho que algunos se empeñen en repartir perritos-piloto como si pertenecieran a una ONG de peluches caninos.
De momento, aquí os dejo el enlace a la primera parte de esta serie de artículos veraniegos:

sábado, 11 de agosto de 2018

Algunos libros imprescindibles para defendernos del verano y del veraneo



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Ya estamos metidos en agosto, y eso significa, para un sector afortunado de la población, vacaciones. Al menos para algunos. Muchos de aquellos que están sumidos en ese trance vacacional mudan sus ropajes, e incluso su piel, y se comportan como energúmenos descerebrados, porque ya se sabe: en vacaciones parece que todo vale. Incluso se admite hasta la lectura de aquellos libros de literatura basura en la creencia de que nos proporcionarán un rápido entretenimiento acorde con el compás de las olas a la orilla del mar…, acorde con el tipo pesado de las palas, con esos borricos de la pelota de fútbol, con el grupito de la radio a todo volumen. Si los libros son una defensa ante las ofensas de la vida, en verano son, más que nunca, una defensa ante la infamia de las vacaciones. ¿Ofreceros una lista con los libros veraniegos recomendados? No, que va. En Achtung! siempre vamos más allá, ya lo sabéis. Hoy os traigo una lista de los libros con los que me defendí de las vacaciones de verano.

Recuerdo un verano muy especial en la urbanización de La Zenia, perteneciente a las playas de Orihuela, en Murcia, destino que he repetido en varias ocasiones porque allí tenía un apartamento familiar. Su playa, El bosque, apareció en un vetusto Estudio 1 de Radiotelevisión Española (entonces no era solo “televisión”), de aquella época en la que existían únicamente dos cadenas, y lo hizo como escenario de una parte de la obra Cuatro corazones con freno y marcha atrás (Espasa Calpe, colección Austral) de Enrique Jardiel Poncela.

Una parte de rocas, la llamada Cala Capitán, aparecía al fondo con los personajes en primer plano, Una playa salvaje, muy alejada de la marabunta urbanística que ahora la ha convertido en irreconocible. Al mismo ritmo que proliferaron los bungalós lo hicieron los turistas de dudoso gusto. Al principio, pensé que un paraje que servía de fondo a una obra de Jardiel Poncela no podría resultar incómodo, pero estaba equivocado.
En el siguiente enlace os ofrezco la obra entera, con algunos actores clásicos españoles como Ismael MerloAmparo BaróTeresa Rabal, Luis Varela o Mari Carmen Prendes. Es muy recomendable, la verdad, y las escenas de la playa aparecen, para los más curiosos, desde el minuto 38; así se puede apreciar como era esa zona en septiembre de 1977, fecha de la filmación:
Al abrigo del estallido turístico, la zona se saturó de chiringuitos de atronadora música infecta mientras te asediaba bajo la sombrilla una marea de vendedores africanos de mantas, de chinos que ofrecían dudosos masajes y de gitanos que vendían réplicas de gafas de sol de marca y baratijas. Ese verano de bullicio desaforado, de noches aguantando las risotadas de los vecinos ingleses hasta el amanecer, o de belgas que arrasaban en la piscina como si fuera un parque acuático privado, encontré refugio en El tambor de hojalata (Alfaguara) de Günter Grass.

Aquella novela salvó mi verano, como después tantas otras me valdrían, como un escudo del Capitán América, para protegerme de tantas iniquidades: de la señora que le cambiaba el pañal al niño y lo lavaba en la orilla del mar, del grupo que se ponía a jugar a las cartas a voz en grito, del zumbido de las motos acuáticas, y de los idiotas obstinados en ahogarse en una playa peligrosa como aquella y que, una vez rescatados, todavía tenían fuerzas para insultar y pelearse con los socorristas.
El libro de Günter Grass (Premio Nobel de Literatura y Premio Príncipe de Asturias de las Letras, ambos en el año 1999) es una de esas grandes joyas que nos ha legado ese género absolutamente prodigioso que es la novela, y que según en manos de quién caiga puede pasar de prodigioso a odioso.
Pero volviendo a El tambor de hojalata, la obra de Grass lo reúne todo si queremos aislarnos de la voracidad y de la grosería del mundo que nos rodea. En una larga tirada de páginas, tantas como 660, el escritor alemán nos sumerge en el mundo de la ciudad polaca de Danzig, lugar donde estalló la Segunda Guerra Mundial, bajo la mirada de los ojos de un niño muy peculiar.
Elegí esta novela grotesca, picaresca y crítica, insoportablemente lúcida, como libro del mes de agosto del año pasado para uno de los sitios en los que colaboro, Mi Nueva Edad. Puedes leer mi reseña en este enlace:
Así que es bien significativo: si necesito pensar en un libro para el veraneo, que me defienda del veraneo, siempre acude a mi cabeza en primer lugar este prodigio de la literatura alemana. Será por algo. Así que le otorgo, en capacidad defensiva y de blindaje ante paellas de arroz pasado, niños gritones en la piscina y menús del día con un 500% de recargo, dos Cola Jets (y el Cola Jet es mi mayor baremo).
Me viene a la cabeza una nueva ocasión en La Zenia, durante otro veraneo: me veo chapoteando con los pies, sentado al borde de la piscina, yo solo, durante las peores horas de calor de la mañana, mientras todos se están cociendo en la playa cercana; de ella regresaran los ingleses, los holandeses y los belgas, como una manada de ñus en estampida cruzando el Serengueti, para convertir ese rectángulo de agua, a eso de las dos o las dos y media de la tarde, en uno de los lugares más insoportables de la zona.
Es cierto, el comportamiento durante el verano cambia radicalmente. Es inevitable. El mundo está repleto de situaciones ante las que, por mucho que te embosques, acaba brotando tu verdadero yo. Y ese yo es infame, taimado, egoísta y sucio. Por ejemplo: un Burger King (o un Mc Donald´s, que para el caso son lo mismo), donde a golpe de promociones XXL adquirimos una cantidad ingente de comida que no podremos terminar, y beberemos, gracias a eso de rellenarnos el refresco gratis, de forma incontrolada.
Lo mismo ocurre en el bufé libre veraniego, aquello es una radiografía cruel de la personalidad de cada uno. Basta con ver los platos a rebosar. Otro lugar que saca lo peor de nosotros es el campo de fútbol, aquí no creo necesarias las explicaciones y, curiosamente, esos minutos previos a la proyección de una película en el cine. ¿Qué no sabéis de qué hablo? La próxima vez echad, por favor, un vistazo alrededor. Somos ogros… a la espera de un incentivo para desencadenarnos.
Pero mi columna de El Odradek de hoy no es antropológica, aunque pueda parecerlo, sino defensiva. De la defensa que la literatura nos ofrece ante el bronceador con olor a coco, de aquellos que pisotean las toallas de los demás cuando se dirigen a bañarse, de quienes se colocan justo al lado de tu sombrilla cuando tienen metros y metros de playa para hacerlo… Incluso de esas señoras que, como un correcaminos reencarnado, se hacen siete u ocho largos de la playa a pleno sol y a ritmo de paso de Marine para luego asegurar, a tu lado, que las está matando la artrosis.
La vacaciones veraniegas son un mundo chusco y perverso del que muy pocos pueden huir, pero yo, en aquella piscina silenciosa a la espera de que llegase la estampida, me defendía de todo aquello con un ejemplar de La mandolina del capitán Corelli (Plaza & Janés), del británico Louis de Bereniéres, novela por entonces no contaminada con la película de Nicholas Cage y Penélope Cruz: y es que esos dos pueden cargarse cualquier cosa que se les ponga por delante.

En efecto, nos encontramos ante una gran novela que es, fundamentalmente, un brillante ejercicio de narración. Como ejemplo, muchos de los argumentos y personajes de la novela ni siquiera aparecen en la película, así que olvidémonos de ella y centrémonos en el texto.
Una novela histórica que elige narrar las desdichas del bando de los perdedores, en este caso los italianos, y que abunda en algunos aspectos históricos de una forma muy original, ofreciendo retratos sorprendentes de algunos personajes reales y elaborando un grupo de protagonistas inspiradísimos. 250 páginas de absoluto blindaje a la indigestión de melón insípido, al gazpacho aguado y a la petanca playera, que califico con dos Drácula en el índice de protección.

Aún guardo otro recuerdo de las playas de La Zenia, en este caso leyendo bajo la sombrilla mientras era asediado por vendedores de fruta, de sandalias, de refrescos, la canción del verano se proyectaba desde el chiringuito cercano y los aviones con publicidad de El Tío de la bota o Aqualand (¿por qué no estaba escrito con la ce?)  hacían sus pasadas en vuelo rasante.

En mitad de todo aquello, como Astérix, defendía mi pequeño reducto de sombra y me sumergía en un libro. En este caso se trataba de las Confesiones de un inglés comedor de Opio (Cátedra), de Thomas de Quincey, y posteriormente me cobijaría en otra de sus obras, Del asesinato considerado como una de las bellas artes (Alianza).

Tengo que reconocerlo: este escritor promete más en los títulos de sus obras porque el contenido, por mucho que le gustara a Borges, no se encuentra acorde con la magnificencia de los títulos. Incluso su nombre, ese Thomas de Quincey, hace pensar en un escritor más grande de lo que es.
En esos dos trataditos podemos encontrar una visión de la vida refrescante y algo estrambótica. Por ejemplo, en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, se nos asegura que:
Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”.
Hay que reconocer que con afirmaciones así uno puede contemplar el devastador panorama playero con otros ojos. Se tratan de dos opúsculos, el del opio con marcado carácter autobiográfico, que buscan transgredir las formas y las reglas, pero con el arma de la inteligencia, no con pestíferas barbacoas a media tarde, ni con lavados del coche en mitad de las plazas del aparcamiento de la comunidad, ni con escandalosos baños en la piscina a media noche o, uno de mis favoritos, con la televisión a todo volumen hasta las tantas.
Evidentemente, para poder transgredir las normas y alterar el statu quo de las buenas costumbres de la época hay que ser inteligente, cínico y ácido, y todo ello sabe serlo De Quincey. Lamentablemente, los ingleses que disfrutan en las playas de Orihuela de sus 15 días de sol anuales están más por trasegar contenedores de alcohol y por elevar la temperatura de su piel a 800 grados. Cada cual transgrede como sabe o como puede. El problema radica en cuando esa transgresión te hace la vida imposible a ti.
De modo que a estos dos ensayos, o cómo se quiera definirlos, los catalogo, en mi clasificación de defensa y blindaje ante la diarrea estival y el vino de garrafón, con dos Calippos de Lima-limón.
La semana que viene abandonaré La Zenia y Orihuela, y os hablaré en una segunda entrega de otros libros con los que me he defendido del verano en localidades como TenerifeJávea o Fuerteventura, donde la hostilidad también era elevada y el nivel de alerta insostenible.
Porque aunque sean vacaciones, alguien debería recordarle a las hordas desencadenadas que, o no lo son para todos, o acaso algunos no queramos disfrutarlas como ellos, en su estilo chabacano y zafio. Que el acto de extender universalmente el jolgorio de la borrachera haciendo participe a todo el mundo de los gritos y la escandalera, tal vez no sea tan pertinente como pueda parecer bajo el prisma que proporcionan muchas copas de más en el estómago.
Afortunadamente, siempre aparecerá un libro con su blindaje de adamantium tras el que podremos resguardarnos de calimochos, pinchos de tortilla rancia, mayonesas con salmonelosis, cervezas recalentadas y sin gas, quemaduras solares, una desgraciada exhibición de tatuajes de mal gusto, los top-less más inoportunos y esos papilomas piscineros que siempre acuden fieles a la cita para recordarnos que vivimos la inigualable fiesta del veraneo.

sábado, 4 de agosto de 2018

Vasili Grossman: una transformación entre humo, obuses y alambre de espino

Grossman como corresponsal durante la Segunda Guerra Mundial.


*Esta columna se publicó en achtngmag.com:

http://www.achtungmag.com/vasili-grossman-una-transformacion-entre-humo-obuses-y-alambre-de-espino/

La semana pasada recordé en esta columna de El Odradek al escritor italiano Primo Levi, superviviente de Auschwitz, y cómo, desde entonces, dedicó su vida a recordar las terribles circunstancias que había soportado, enfrentándose a la terrible memoria e intentando superar su amarga condición. Al final, su polémica muerte, al parecer un suicidio, demostró que Levi no pudo superar su batalla interior, que la monstruosidad vivida hacía imposible toda resistencia. En esta nueva columna de hoy os traigo una reflexión sobre otro escritor que asistió a horrores parecidos a los que se enfrentó Levi, y que intentó conjurarlos con la escritura, colisionando contra el Estado totalitario que se encargó de silenciar gran parte de su obra. Me refiero a Vasili Grossman.

Judío de lengua rusa y nacionalidad soviética, Grossman pasó a la historia de la literatura, fundamentalmente, por tres novelas: Por una causa justaVida y destino y Todo fluye (todas en Galaxia Gutenberg), un arriesgado análisis de la sociedad totalitaria que le tocó vivir, pero con la que no siempre fue crítico. Para Tzvetan Todorov, en su libro Memoria del Mal, Tentación del Bien. Una Indagación sobre el Siglo XX (Península):
El Destino de Grossman comporta un enigma que podría formularse así: ¿cómo es posible que sea el único escritor soviético conocido por haber sufrido una conversión radical, pasando de la sumisión a la revuelta, de la ceguera a la lucidez? ¿El único en haber sido, primero, un servidor ortodoxo y temeroso del régimen, y en haberse atrevido, más tarde, a enfrentarse con el problema del Estado totalitario en toda su magnitud?”.
Será el conflicto de la Segunda Guerra Mundial el que lleve a Grossman a cambiar de perspectiva ante el régimen soviético, de ahí la importancia que tuvo para él. Siguiendo con Todorov:
Grossman sufre una completa mutación: de sometido a hombre que ansía y busca la libertad. Al principio, Grossman se definía a sí mismo como marxista”.
Los personajes de sus primeros escritos —su novela larga Stepán Kolchugin está consagrada a la vida de los obreros (sin traducción al español)— eran personajes típicamente soviéticos, típicamente plegados al sistema. En el año 1933 detuvieron a su prima Nadia, que le había ayudado mucho en su carrera de literato, pero no hizo nada por ayudarla.

Después, en el 1937, fueron dos escritores, dos de sus mejores amigos y vinculados a su mismo grupo literario, Pereval, los purgados, ante la pasividad de Grossman. En 1938 el ejecutado será su tío, y su indiferencia continúa, es un fiel producto al servicio del Partido. Incluso en el 1937 firmó una petición de pena de muerte colectiva para los implicados en uno de los Procesos de MoscúNikolái Bujarínentre ellos. La delación y la sumisión eran el modo de supervivencia impuesto en el régimen de Stalin,Grossman no era ajeno a todo ello. Se vivían los peores años de la pesadilla del estalinismo.
Entonces estalló la guerra, y Grossman, en el año 1941, se lanzó a defender a su patria. Esa experiencia lo cambiaría del todo. Como dice uno de sus personajes en Vida y Destino:
sentía que, luchando contra los alemanes, luchaba por una vida libre en Rusia, que la victoria sobre Hitler sería también una victoria sobre los campos de la muerte donde habían perecido su madre, sus hermanas, su padre”.
Grossman se convirtió en corresponsal de guerra, tal vez el más célebre de la URSS. Estuvo en Moscú, Stalingrado, Ucrania, Polonia y entró en Berlín en el 1945. A finales de la guerra se enteró de una información clave para el resto de su vida y que influiría absolutamente en su producción literaria: supo que, en 1944, su propia madre fue víctima de los Einsatzgruppen (las “brigadas volantes” que limpiaban de judíos las localidades conquistadas) que actuaron en una Aktion en Berdichev —una de las “capitales” judías de Ucrania—, cuando la ciudad fue ocupada por los nazis.

Tras la muerte de Stalin en el año 1953, comienza un leve deshielo en la Unión Soviética, y Grossmancree llegado su momento. Aprovecha la nueva coyuntura para ponerse manos a la obra en la que sería su obra maestra: Vida y Destino, cuyo inicio data del año 1955, y elabora también la primera versión de Todo Pasa.
Grossman finalizaría Vida y Destino en el año 1960 pero, aunque ya habían transcurrido siete años desde el deceso de Stalin, todavía no era posible publicar semejante novela en la Unión Soviética, ni siquiera bajo el leve deshielo de Jruschov. La obra llegó al KGB, que procedió a su secuestro. Empezaba así la lucha de Grossman, la otra lucha después de la sostenida durante la Segunda Guerra Mundial, por que viera la luz una de las novelas capitales sobre la Guerra del siglo XX.
Grossman murió de cáncer en 1964 sin saber nada de su novela, ignorando si algún día vería la luz o si las pocas copias existentes habían sido destruidas. La obra no aparecería hasta las décadas de los años 70 y 80, y lo haría en el extranjero.

Ambas novelas, Vida y Destino y Todo Pasa (no así Por una causa justa, anterior a Vida y destino y que todavía respetaba el realismo socialista) eran producto de la conversión de su autor, conversión que experimentó durante la guerra y que despertó su conciencia judía, identificándose por completo con uno de los protagonistas de Vida y Destino: Strum. De hecho, el personaje, en el libro, confiesa que nunca había tomado conciencia de que era un judío hasta que se vio inmiscuido en la guerra.
Fue Hitler y el comportamiento de sus tropas —los “batallones volantes”— quienes se encargaron de que el personaje ficticio —Strum— y su encarnadura real, el escritor —Grossman— se dieran cuenta de su naturaleza hebrea con todo lo que eso conllevaba: un descubrimiento de la realidad opresora, del desarraigo, del aplastamiento al que los sometía el Estado totalitario; unas circunstancias ante las que ya era hora de revelarse.
Todos los judíos de Berdichev fueron asesinados, la madre de Grossman entre ellos, circunstancias que el escritor refleja fielmente en su novela Vida y Destino. Por si esto fuera poco, la toma de conciencia judía y la nueva posición ante la realidad se consolidó a medida que Grossman avanzaba por los terrenos liberados, primero por Ucrania, y descubría las pruebas de la limpieza étnica de las tropas de Hitler, hasta que llegó al campo de concentración de Treblinka.

al fue el impacto, que se puso manos a la obra: investigó sobre el campo, interrogó a testigos, supervivientes, también a algún verdugo, y culminó El Infierno de Treblinka (Galaxia Gutenberg), el primer testimonio publicado sobre los campos de exterminio. A la par, el genocidio hitleriano se convertiría en uno de los temas recurrentes de Vida y Destino, además del antisemitismo ruso y ucraniano, que también obtuvieron su hueco en la novela…, convirtiéndola en un texto peligroso que se desviaba de los severos cánones de la literatura realista socialista.
Pero la conversión de Grossman no sólo se debe a su toma de posición judía: durante el conflicto pudo comparar comportamientos y decisiones de los dos tiranos, Hitler Stalin, estableciendo por sus actos un paralelismo y una equivalencia; ambos eran igual de sanguinarios y una vez derrotado en el campo de batalla el primero, debía luchar intelectualmente contra el segundo.
El nazismo denunció muchas de las verdades sobre el supuesto paraíso comunista, descubrió los lagers, la inhumanidad de Stalin, y toda esa publicidad no fue ajena a Grossman. Ahora, ya no sólo denunciará la brutalidad del nazismo, sino que también hablará, en palabras de Todorov:
del chirrido combinado de  los alambres de púas de la taiga siberiana y del campo de Auschwitz”.
Las similitudes entre nazismo y comunismo quedan reflejadas en una de las escenas de Vida y Destino, en donde un viejo bolchevique detenido por los nazis entabla una jugosa y sustanciosa conversación con un alto oficial que debe interrogarle y en donde se demuestra que ambos regímenes son imágenes recíprocas una de la otra.
No es de extrañar, entonces, que la novela fuera secuestrada por el KGB (confirmando así esa teórica reciprocidad de los regímenes, desde luego). El paralelismo era, ciertamente, sonrojante: la Noche de los Cuchillos Largos germana tenía su equivalente en las purgas de Stalin, el extermino de los judíos era similar al de los Kulaks, los campos de concentración tuvieron su réplica en los lagersAuschwitz era a Kolimá y a Vorkutá como la Gestapo al KGB.
Además, la bomba atómica y el impacto que Hiroshima Nagasaki produjeron en Grossman también tuvieron fiel reflejo en su literatura: Strum, protagonista de Vida y Destino, hará un descubrimiento como físico que se relaciona con la fisión nuclear y que le valdrá una llamada de felicitación del propio Stalin.
No hay que olvidar que Grossman era químico de formación y todo el proceso de la fabricación de la bomba atómica (proceso del que la URSS estuvo mucho tiempo en ayunas) a la fuerza tuvo que llamar la atención en él, máxime una vez vistas las consecuencias del infierno desencadenado sobre territorio japonés por los resultados del Proyecto Manhattan.
De hecho, en 1953 Grossman escribió un relato breve titulado Abel, que refleja el estado de ánimo de los pilotos y la tripulación del Enola Gay y el de las víctimas, salpicado de frases con un contenido tan humanista como esta:
Ni ese niño de cuatro años ni su abuela comprendieron porque les incumbía a ellos, precisamente, pagar las cuentas de Pearl Harbor y de Auschwitz”.
Como ya dije arriba, la muerte de su madre, o mejor dicho, el descubrimiento de la muerte de su madre a manos de un Einsatzcommando, marcaron el punto de inflexión en el carácter de Grossman, una vez más influido por los acontecimientos acaecidos en la Guerra Mundial. Vida y Destino, dedicada a ella, es la expresión de los pensamientos que le inspiró: compasión por su destino, admiración por su ejemplo, algo paralelo al destino de la Unión Soviética y de sus ciudadanos en el martirio de su madre.
Para Grossman, y siempre en palabras de Todorov, su madre ejemplarizó
el destino de la humanidad en tiempos inhumanos”.
En Vida y Destino la madre de Strum es fusilada por los nazis al estilo de la propia madre de Grossman; he ahí su homenaje.
Otro de los motivos de la toma de conciencia anti totalitaria y que marcó a Grossman fue la victoria de los rusos en Stalingrado, y que tan bien refleja en Vida y Destino. En Stalingrado se produjo un cambio ideológico significativo en contra del régimen de Stalin que se autodenominaba con el lema de “el socialismo en un solo país”.
Sin embargo, no se defenderá la ciudad a orillas del Volga a través de consignas comunistas, ni citando a Marx y a Engels, no, sino que se recurrirá a mencionar el espíritu de Pedro el Grande, la heroicidad de Alexander Nevsky, empleando el populismo de la Historia,  enardeciendo el sentimiento nacionalista, identificando así a la nación con sus glorias pasadas.
La ideología de Stalin, del Partido, el sistema en sí, no eran suficientes para calar en el pueblo, para llamarlo a resistir, y tuvo que ser ese nacionalismo exacerbado el que hiciera reflexionar a Grossman y volverlo en contra de la insoportable realidad: un efecto más de la Segunda Guerra Mundial, el debilitamiento del ideal comunista en la población que, no obstante, todavía sobreviviría al nazismo durante muchos años de infamia.