3. Autopsia.
a) PROLOGO
Un hombre no se suicida por el amor de una mujer: dijo una vez el  ilustre suicida: Cesare Pavese. Según él, un hombre se suicida por lo  que conlleva ese amor por cualquier mujer: miedo, sentimientos de  indefensión y debilidad.
Mi propia teoría -en el momento de saltar- era un poco diferente. Un  hombre no se suicida por el amor de una mujer excepto si Ella es la  única esperanza. Los hombres vulgares pasan toda su vida junto a una  persona a la que no quieren, creen que aman a la que no desean mientras  buscan a la que sería su mujer ideal, la de sus sueños. Es la esperanza  que mueve el mundo: siempre hay un hombre tras una mujer, siempre existe  una esperanza de que tras esa mujer exista la felicidad. Para esos  hombres: las mujeres representan la felicidad, pero son la encarnación  del desencanto. Porque siempre fallan.
Así, los hombres reanudan la búsqueda con el ánimo de que un día  darán con la felicidad que ansían: se equivocan: nunca, nunca  encontraran lo que anhelan, aunque en el empeño si se aproximen bastante  a la felicidad plena. Por ello aguantan y aguantan. Nunca desesperan...  Y un puñado de privilegiados consiguen encontrar su esperanza, y saben,  que tras esa mujer, ya nunca existirán otras. Por eso se suicidan al  perderla.
Esto era exactamente lo que a mi me ocurría.
Ella era la mujer de mi vida: las esperanzas de ser feliz pasaban por  Ella. Y ÚNICAMENTE POR ELLA. Sin tenerla a mi lado, ninguna otra podría  lograr que la olvidase. Podría estar junto a otras muchas, pero siempre  la desearía a Ella. Este problema marcaba para siempre mi existencia.  Destruía mi existencia -existencia, qué término tan manido, tan carente  de significado, tan estúpidamente desgastado- antes de vivirla. Por eso  me lancé al vacío.
Ser un privilegiado no conduce más que a morir... y ser una persona  común desemboca en el fracaso continuo. Ya tengo bastante con mi único  fracaso como para estrellarme en la desgracia y en la desesperación  femenina una y otra vez. Mejor morir que soportar un eterno análisis de  las razones, de los motivos, de las causas de mi comportamiento, de todo  lo bien y lo mal realizado, de aquello que debí hacer y no hice, de eso  que no debí de hacer e hice, esclavo de los malditos remordimientos y  condenado a llamarme por toda la eternidad idiota. Prefería morir antes  que soportar de por vida todos estos análisis infructuosos.
Lo bueno de estar desesperanzado es que siempre se busca la  esperanza. Si se ha perdido esta -y se sabe, siempre se sabe,  tristemente, se sabe- no se puede vivir a la búsqueda de lo que ya,  jamás, se encontrará.
LA ESPERANZA ES LO ÚNICO QUE SE PIERDE, PERO TAMBIEN SE PIERDE.
Y me tuvo que suceder a mi. Tuve que ser yo quién extraviara su propia esperanza. También es mala suerte...
b) EL SALTO DEL TIGRE
Fueron menos de siete segundos de condena. Transcurrieron menos de esos siete repulsivos segundos de martirio.
Me empotré contra el asfalto en apenas unos dos segundos: 2 coma  434444 segundos, periódico, exactamente… ¿pueden ser los segundos, las  milésimas, periódicas? Claro: en mi vida todo era periódico, se repetía  de forma implacable, con el martillazo del martirio así que, los  segundos, el tiempo, sus fracciones esquirladas en mi corazón: también  esas eran periódicas.
Mientras caía, creí que realizaba un salto sexual al estilo del  Kamasutra. Por ejemplo, el llamado salto del tigre, en el cual el macho  se tira en plancha desde lo alto para caer sobre la hembra y penetrarla.  Yo realizaba en esos instantes un coito mortal que me bañaba de placer.  Llegué a pensar que experimentaría el orgasmo. Por contra, perdí el  control sobre mis esfínteres. De modo que me oriné y defequé encima.
No era algo muy agradable eso de ensuciarse, pero, al menos, reventar  resultó muy dulce. Se quebraron las vértebras de mi cuello y crujió la  columna. Se partió en pedazos. Vértebras quebradas como esperanzas  mutiladas por un monosílabo, un no, nacido de sus cálidos labios. Ella  negó la vida, mi vida. Columna partida en pedazos como sensaciones  acuchilladas en rodajas ante su frialdad. Un árbol de poderosas y  profundas raíces que se desgaja del reseco terreno por culpa de un  temporal de ira. Los huesos revientan, los pulmones se aplanan, el  corazón grita y pide sobrevivir... pero ya no existe más espacio vital  para él.
Dos coches que no pudieron evitar mi cuerpo acabaron de convertirme  en un pelele. Marioneta goyesca sin cuerdas con todos los miembros rotos  y la cabeza totalmente vuelta del revés. Ironías de la vida... fui  muñequito manejado por Ella, soy posesión infernal de película de serie B  sin Ella.
Debo confesar, ahora, que en cierto instante -cuando me encontraba  debajo del cárter del primer automóvil- me sentí como un perro que el  bus de mi colegio atropelló durante una excursión que hicimos a Toledo.  Luego -al arrojarme el vehículo con fuerza, treinta metros más allá, y  aplastarme un segundo auto contra el bordillo- me gustó. Me encantó.  Hasta lamenté la circunstancia desagradable de que un tercer coche o un  gran autobús no me pasaran por encima.
Quizás podría machacarme ese automóvil embalado que escapa del  atasco, en busca del maridito angustiado que aguarda la llegada de su  conductora. O tal vez un autobús en el que fuera Ella sentada. Viajera  con la mirada perdida y el pensamiento apaciblemente colocado sobre un  jersey que le iba a regalar a su hombre por su cumpleaños. Durante un  segundo extrañada por el bache que acababan de coger y que no era otro  que mi cuerpo -que jamás volvería a moverse por Ella- y mi corazón -que  jamás volvería a latir ya por Ella-.
El bus, el jersey rosa y el anuncio de Aspirina escrito con chapa en  sus laterales se perderían en dirección al Corte Inglés. Unos grandes  almacenes que acechaban con un anuncio de las rebajas en su fachada.
También se alejó el automóvil con mi sangre entre las ruedas. CON MI SANGRE BAJO SUS ZAPATOS DE TACÓN Y SUS MEDIAS DE SEDA.
Ejecuté, me ejecuté, un perfecto salto del tigre. Una zambullida sin  salpicar casi agua, aunque algún juez olímpico resentido me podría  calificar con un cero -nota a la que por otra parte ya estoy  acostumbrado- por dejar un reguero de sangre y todas mis vísceras  desparramadas por los sucios adoquines.
Me sorprendió enormemente que llegara la policía antes que la  ambulancia. ¿Era posible ese desprecio por mi vida? Reflexioné un  momento. Ya me encontraba muerto. Así que me daba igual. Además,  resultaba absurdo tanto interés por morir y ahora protestar por eso.  Mejor: el retraso de la ambulancia me sentenciaba definitivamente en el  caso de que existiera una mínima posibilidad de supervivencia. Como no  era así, no sucedió nada. Llegaron, pero yo ya estaba muerto.
Un corro de curiosos... gente asustada... sangre, blandas vísceras...  ni para morir tuve estilo... no se preocupen señores, no se asusten que  no ocurre nada... no me duele... quise levantarme y, primero, abroncar a  los de la ambulancia para, después, tranquilizar a la gente. No pude.  Estaba muerto. No me detuve a pensarlo. Estaba muerto. Muerto, muerto,  muerto.
La imagen de un hombre ensangrentado, con la cabeza vuelta del revés y  puesto en pie, tratando de serenar a la gente, no resultaría agradable  -creo que cundiría aún más el pánico-. Así que olvidé la opción de  levantarme y arengar al personal. Descubrí, asombrado, que aunque lo  intentara no podría ponerme en pie. Es que estaba muerto. Muertomuerto.  Muertomuerto. Muertomuertomuertomuertomuerto muerto. Muertomuerto.
Muerto.
La cabeza retorcida apuntaba al charco de sangre, caliente y espeso,  formado sobre el asfalto. Transcurrió un breve tiempo hasta que me  trasladaron a la UVI móvil, donde se certificó mi muerte. Era donante de  órganos y por ello no demoraron mucho la operación. El juez se personó  rápido y en un instante ya estaba en una camilla y dispuesto (mientras  el vehículo aullaba camino del depósito) a que me extrajeran todos los  órganos aprovechables para un trasplante. El desguace de mi cuerpo fue  como el desguace de mis sentimientos. Aquella desmembración que Ella  efectuó con la cucharilla de café del rechazo. Su rechazo. Cucharilla  con la que me vació, uno a uno, todos los poros rellenos de ilusión...
No me detuve a pensar -y aún no le he pensado del todo- que estaba muerto.
MUERTO.
c) DISECCIÓN
Mi corazón me desilusionó, era una porquería. Estaba avejentado y  rajado. Raído. Se le notaba cansado. Ellos me lo sacaron, pero ignoraban  que ANTES ME LO EXTRAJO ELLA. Y era, por otro lado, lógico que se viera  así de estropeado. Estaba plagado de sufrimiento.
Con mucha cautela lo situaron en un contenedor con hielo. Rezumaba mi  sangre roja y enfadada. Se mezclaba con los cristalitos congelados y me  recordaba a las copas que -en interminables veladas- saboreábamos hasta  el amanecer. Combinados, whiskys, alcoholes con mucho hielo. La  granadina de la vida. Ella siempre bebió y comió de mi corazón. Pedacito  a pedacito, con prudencia, para evitar emborracharse de él. Músculo que  ahora representaba una copa difícil de beber, muy cargada de lástima y  resentimiento. Un amargo trago que para Ella siempre resultó muy dulce.
Al extraer el corazón de mi pecho creí ver su nombre escrito a lo  largo de los dos ventrículos. Pero el personal médico parecía no darse  cuenta de esa circunstancia. Quise advertirles de que el corazón tenía  un nombre grabado por acción de las lágrimas, pero no pude. Estaba  muerto. Y, ahora, mi corazón congelado. Con su nombre congelado y  gangrenado de ventrículo a ventrículo.
... Recordé que a menudo pintaba un corazón con su nombre y el mío  sobre el polvo que cubría los muebles de mi habitación, sobre el cristal  empañado del espejo del baño al salir de la ducha, sobre el parabrisas  del coche al sorprenderme la helada en plena noche. Siempre grababa un  corazón. Lo contemplaba y con movimientos automáticos y lágrimas en mis  ojos lo borraba. SIEMPRE FALTABA ELLA PARA VERLO. Siempre faltaba, nunca  estaba allí para que sus labios desempañaran el cristal y destruyeran  el dibujo. NUNCA ESTUVO ALLÍ...
Me extrajeron otros órganos para diversos trasplantes, pero  únicamente se utilizaron, al final, el corazón, los ojos y el hígado.  Quedé con una completa pinta de estúpido, mayor aún, si cabe, al aspecto  de idiota que poseía en vida. Con el cuerpo quebrado, el pecho abierto y  perforado, los ojos vacíos y los párpados cosidos. El pecho abierto...  con el pecho abierto, como siempre me mostré junto a ella. Con el pecho  abierto y vulnerable. Ella nunca penetró en mi vulnerabilidad con  suavidad. Fue taladro que cercena y muerde. QUE FINALMENTE MATA.
Apagaron la sirena. Ya no era necesario ir deprisa a ningún sitio. El  conductor puso música. Alguien argumentó que deberían quitarla, en  nombre de no se que sentido del respeto por los muertos. Quise decirle  al conductor que no, que me gustaba, que se divirtiera, que a mí también  me gustaban los RAMONES. No pude. Estaba muerto. La canción se titulaba  CEMENTERIO DE ANIMALES. Decía así: "no quiero que me entierren en un  cementerio para animales, no quiero vivir de nuevo mi vida..."
Yo sabía que no viviría de nuevo mi vida.
d) FRÍO, EN EL DEPOSITO DE CADÁVERES
EL DÍA EN QUE MI SANGRE MANCHÓ LAS ACERAS, el día en que mi cuerpo  violó el asfalto, el día en que mis vísceras explotaron ante la  contaminada bruma de la ciudad, el día en que mis venas se expandieron  fuera, el día del BIG-BANG DE MIS ÓRGANOS, ese día supe que nunca  volvería a vivir mi vida. Todos los fracasos, todos los errores, las  desgracias, los fallos, quedaban archivados. A nadie interesaban ya.
Permanecí en el depósito de cadáveres, tumbado en una mesa de metal,  hasta que el forense tuvo la feliz idea de realizar la autopsia,  actividad que acometió empachado de aburrimiento y desgana por la  maldita rutina. Quedé totalmente trepanado y cercenado, cosido y  recosido, semivaciado y remendado, al compás de una salmodia de términos  científico-biológicos que ilustraban mi estado de ánimo en ese momento y  que podrían resumirse en unas palabras mucho más sencillas que flora  post-mortem o rictus. Resumiendo: el cadáver mostraba un agudo estado de  DESESPERACIÓN.
De entre todo el galimatías médico extraje una deducción. Tanta  palabrería latina, tanto subterfugio medicinal, tantas vueltas para  decir que estaba muerto y bien muerto. Eso era todo. Conservado a una  temperatura de bajo cero, a juego con mis congelados sentimientos.  SIEMPRE CONGELADOS SENTIMIENTOS.
Flotaba en formol. Junto a otros cadáveres, desparramados en una  especie de contenedor-piscina. Conservado, a la espera de ver que  destino me aguardaba: la disección, el crematorio o la fosa común.  Deseaba ser donado a los estudiantes de medicina. Los únicos que  gozarían al tocar y palpar mi cuerpo. Los únicos que se excitarían al  sobarme. Al manosearme a sus anchas. Al menos, ellos, si que pasarían un  rato agradable conmigo y con mis orificios. A ellos no les repelerían  mis orificios. Ni mucho menos.
Sin embargo, no fue así. Un amigo, herido en su insensible sentido de  la responsabilidad -sentido que siempre le faltó al encontrarse a mi  lado-, se interesó desquiciadamente por mi final. Nunca me ayudó en vida  -nunca me prestó ni la más remota atención-, pero ahora un descafeinado  remordimiento le condujo a gestionar el papeleo de mi muerte, tal vez  para paliar así su aflicción ante las inevitables circunstancias. Se  encargó de todo. Sería incinerado, que tan poco estaba mal, ¿no?
Mientras flotaba en el formol junto a otros desgraciados, avisté a un  pobre que acostumbraba a deambular por el barrio en el que yo vivía.  Por la mal cosida herida de su cabeza se le desparramaba lentamente la  masa encefálica. Intenté avisarle de que perdía materia gris, pero no  pude mover ni un músculo. Permanecía allí, flotaba sobre aquel  pestilente líquido, con mis pulmones anegados, la cabeza del revés, los  párpados cosidos, las cuencas rezumantes de suero como dos uvas maduras,  los labios resquebrajados y el cuerpo suturado. No podía moverme ni un  milímetro.
La idea de que me encontraba muerto cruzó con brevedad por mi  pensamiento, pero la deseché con la misma rapidez con que la masa  encefálica de mi vecino llegó hasta mí y se me adhirió a las  sanguinolentas manos.
e) EPÍLOGO
Apestaba a descomposición, a estiércol y a furia, con todo el pelo grasiento por el formol.
A eso de las doce del mediodía me consumí -como si no me hubiese  consumido ya lo suficiente en vida- en el interior de un fuego  eléctrico, funerario, y que muy poco tuvo de redentor. Asistí a mi  barbacoa recostado en un ataúd normalucho, de madera de mala calidad.
Fueron escasos los asistentes al acto. Ardía delante de las lágrimas  de mi impenitente amigo y de unos poquitos familiares lejanísimos, amén  de los tristes compadres de cañas y pinchos de tortilla, compañeros de  vomitonas y borracheras, camaradas de canutos y excesos, conocidos de  suspensos y deseos frustrados, e incluso guardianes de besos en el  portal.
No, no estaba. COMO SIEMPRE, ELLA NUNCA ESTABA.
Achicharrado. Calcinado. Ataúd+cadáver= 1 kilo y pico de cenizas.
Una urna plateada, desafiante, parecía decir un: ¡atrévete a tocarme!  Dentro de ella me encontraba yo. Bueno, mi esencia. En eso me convertí.  En polvo. Cumplí los bíblicos pronósticos a la perfección. Completaba  el ciclo de la vida. Polvo al polvo. Lógico, siempre viví hecho polvo.  No podría terminar de otra manera. Mis ideas acerca de perpetuarme en  otros cuerpos fracasaron. Mis cenizas eran las únicas que aún podían  llevarme a alcanzar ese placer, esa obsesión.
Esparcido, después de la hora comer, en un campo de Castilla. Una  bonita idea de mi amigo que ahora lloraba al verme volar sobre La Mancha  (¿se le metieron mis cenizas en los ojos?) como una nube de oscura  basura. Rachas de viento sobre pardos y grises campos.
El polvo aterrizó junto a una granja. Sobre un comedero de cerdos. La  montaña de cenizas fue reclamo y golosina para los puercos. De entre  ellos, Cuto me devoró con gula. Era el jefe de la piara, el más fuerte y  orondo, el animal que apartó a los demás a mordiscos, gracias a sus  coces y gruñidos pudo ingerirme por completo.
Nunca antes luchó nadie así por mí. Aquel guarro me honraba. Era el  fin que todo romántico desea. En el interior de los larguísimos  intestinos de un cerdo. ¿O era un nuevo principio?



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