lunes, 26 de marzo de 2012

Literator

El café respiraba su aroma tibio y tranquilo, asesinada la creatividad de las volutas de humo desde que entró en vigor la prohibición de fumar, sin resbalarle por las cristaleras los haces de agua desde lo del cambio climático, detenido en el tiempo apersonal del pensamiento único, mascando los azucarillos de lo políticamente correcto.

En una mesa: el prócer, el Literator que, como un tahúr, aunaba, todos juntos y bajo las mangas de su camisa a medida, los cuatro premios más desprestigiosos del panorama literario nacional. El Literator: sí, ese que, según el día, se parecía más a un bacalao o a un besugo, cuyas carnes apergaminadas podían considerarse amojamadas y cuyo rostro respiraba trabajosamente por unas branquias aceitosas.

En la misma mesa: escuchando el discurso vacío e irritante del Literator, él, prendidas en la pechera los alfilerazos del fracaso en todos esos, en todos y cada uno de esos libros rechazados por las editoriales y que no había publicado –y que jamás publicaría.

El Literator: que tanto y tan bien sabía de vientres agradecidos, de abrazos a las farolas, de mentirijillas competitivas y de departamentos de marketing que lo pelelizaban, terminó su disertación sobre la escritura (escritura: acción que el literator escuchó una vez que algunos realizaban, quizás como una vez oyó que unos desgraciados trabajaban el vertedero de Antananaribo como una mina de metales preciosos; quizás, sí, llegó a oír eso).

Él: que podría colocar junto a su coñac desamparado y febril una pila de cartas de rechazo editorial y un puñado de corazones rotos. Él: miró al bacalao, quizás ahora más una platija, y le asestó: Escritores de verdad: son todo egoísmo, fracaso, derrota.

Literator lo miró con furia, los ojos de besugo se le salían de las órbitas, resopló paquidérmicamente y arrojó su sapiencia universal: ¿defíname usted eso de escritor de verdad?

Él, apenas la copita de coñac desabrido en los labios, asesinó: usted no.

Literator abandonó el café de atmósfera tranquila y varado en la placentera atmósfera atabáquica, descafeinada, abstemia y blanda como un músculo enfermo. Argumentó unas prisas por dar un discurso en una Academia o recibir un nuevo premio, como si un anzuelo monumental, hincado en sus carrillos, le arrancara las cocochas apremiándolo para alcanzar la calle.

Él, mientras, pidió otro coñac, fue atravesado por miradas inquisitivas, y abrió una nueva nota de rechazo editorial de esas que se sacaba de un bolsillo de su chaleco junto al pecho y regalaba a los niños, haciéndolas brotar de entre los dedos o tras las orejas como un juego de magia, con las que obsequiaba a las amigas en lugar de rosas plasticosas.

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