lunes, 27 de noviembre de 2017

De librerías, libros y libreros... en el día de las librerías


Esta columna apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/librerias-libros-libreros-dia-las-librerias/


Para Marina, la Sra. Bibliotecaria de Instagram. No conozco a nadie que haga tanto por las pequeñas librerías y las editoriales independientes y de calidad.

Pues sí, hoy es el día de las librerías, pero no de esas del IKEA, imposibles de montar. Hoy es el día de las librerías que venden ese bien tan preciado, extraño, y que algunos se atreven a declarar en vías de extinción: los libros. Existe un recurso literario que consiste en la literatura que habla de la propia literatura, y recibe el nombre de metaliteratura. Pues bien, en un día tan señalado como hoy, voy a dedicar esta columna de El Odradek de los viernes a los libros que hablan de librerías y libreros: o sea, los metalibros.

Y empezaré confesando que la idea me rondaba por la cabeza desde el estreno a bombo y platillo de la película sobre la novela de La librería (Impedimenta), basada en el libro de Penelope Fitzgerald. No he visto la película, ni he leído el texto, de momento, así que me voy a referir aquí a algunos otros textos que se ocupan del asunto. Algunos son muy conocidos, otros nada.

Y quiero comenzar por una joya de miles de quilates: Mendel el de los libros (El Acantilado), en algunas ediciones antiguas aún preserva su título en alemán, Buchmendel, y su autor es Stefan Zweig. Publicado en 1929, se trata de un relato breve, pero intenso y hermosísimo, que destila amor por los libros y los eleva a la condición de todo un estilo de cultura y de vida, que al entrar en vías de extinción corre el riesgo de perderse.

Mendel es un librero de viejo, que pasa las horas desplegando su enorme sabiduría en un cafetín de Viena, de la Viena del Imperio Austrohúngaro. Cuando se produce el colapso del Antiguo Régimen, su condición de judío lo convierte en sospechoso de espionaje, y es recluido en un campo de prisioneros. A su regreso, ya se ha consumado la catástrofe, y su mundo ha cambiado radicalmente. Realmente, no queda ya espacio para la cultura, al menos la cultura que Mendel representa: clásica, erudita, reposada y tolerante.

Mendel es un librero de lance, un buhonero que trata con libros de segunda mano. Puedes encontrar en este enlace un artículo que publicamos en Achtung! sobre algunos de los libros más habituales que nos podemos encontrar en el ecosistema de la librería de saldo:


Más conocido, al menos por el boom que experimentó en el mercado anglosajón, es Una lectora nada común (Anagrama), del británico Alan Bennett y publicado en 2007. Es un libro realmente curioso, en donde la Reina de Inglaterra (la misma que en mi novela Softcore aparece retratada de una forma un tanto diferente) descubre un súbito amor por los libros al toparse con lo que por aquí denominamos vulgarmente como bibliobús.


En efecto, es el bibliobús que nutre de lecturas al personal del Palacio de Buckingham, y un pinche de cocina se acabará convirtiendo en el asesor literario particular de la Reina. Hasta tal punto le toma gusto a la lectura, que la Monarca empieza a sentirse fastidiada por los quehaceres propios de su rango, que le privan de las placenteras horas que pasa con sus libros.

Placenteras, he dicho, eso es. Porque lo que Bennet plantea en la novela es la grieta que se abre en la Reina, consagrada hasta entonces a servir a su pueblo, al sacrificio (todo esto desde un punto de vista muy británico, claro), y que encuentra en la lectura el placer, ese placer que aquellos que ostentan semejantes cargos parecen tener vetado. Un placer tan enorme como para… ¿plantearse abdicar para consagrar todo su tiempo a la lectura?

Pero claro, si se trata de librerías, ¿cómo no mencionar el relato de Borges, La biblioteca de Babel? Aparecido en el libro de 1941, El jardín de los senderos que se bifurcan, forma parte del volumen Ficciones (Alianza). Los tics del escritor argentino, y algunos de sus tocs, aparecen en este texto: la recursividad cuántica, la estructura de fractales, la reflexión cosmológica… Todo esto convierte a este texto en un claro ejemplo de aquello que denomino como Literatura Cuántica.

La biblioteca de Babel es una narración fascinante, ¿acaso existe alguna narración de Borges que no sea fascinante?, en tanto que presenta el intento de una ordenación del cosmos como si fuera una biblioteca. Una biblioteca ciertamente eterna y que se sobrepone al tiempo y al espacio: permanece ahí desde siempre, y parece que siempre permanecerá. Sus galerías son infinitas, y las estructuras de cada una de ellas se ordenan según una matemática recursiva que va reproduciendo series de números, desde lo mayor a lo menor. Algo así como nuestras huellas dactilares, que son iguales a las espirales de las constelaciones que discurren sobre nuestras cabezas, a millones de años luz.

La biblioteca de Babel está repleta de trampas algebraicas, guiños numéricos y otros enigmas que la convierten en un lugar que parte del interior de nosotros mismos y se proyecta al infinito. Todos los demás enigmas que alberga este texto hipnótico ya los dejo al gusto del lector. Buena suerte.

Algo mucho más ligero en cuanto al planteamiento juvenil, son las deliciosas aventuras de un muchacho que trabaja en una librería de Zagreb. Estoy hablando del más que minoritario libro del autor croata Ivica Prtenjača, un auténtico ídolo literario en su país. Se trata de la novela Que bien, qué bonito (Baile del Sol ediciones), de 2006, en cuya traducción del doctor Francisco Javier Juez Gálvez tuve la ocasión de intervenir, muy modestamente, aportando mi espíritu literario.

La novela, fresca y divertida, pero también con una nube de pesadumbre o pesimismo generacional, presenta una ciudad de Zagreb ciertamente complicada, para una especie de autoficción con grupo juvenil al fondo. Llama poderosamente la atención la circunstancia de que el autor elija un minimalismo literario a la hora de utilizar los recursos en la novela, lo que la dota de relieve y de una garra extraordinaria.

En el siguiente enlace os dejo una crítica que realicé para el número 33 de los Cuadernos del Ateneo de La laguna:


Hay un relato muy notable dentro de una colección de cuentos titulada El hombre invadido (Anagrama), del escritor italiano Gesualdo Bufalino, publicado en 1986. De más que curioso nombre, Las visiones de Basilio o bien La batalla de las polillas y de los héroes, se nos presenta un momento de la historia de la humanidad en donde se ha decidido guarecer en una inmensa fortaleza todo el saber del mundo, enviando en barcos el contenido de innumerables bibliotecas. El cogollo, esa centena de textos que albergan el saber universal, se guarecen en la Torre de la fortaleza, con la esperanza de poder protegerlos de un gusano devorador de papel, mientras los químicos se afanan en descubrir el veneno que pueda doblegarlo.

El novicio Basilio, —sin olvidar que el relato, aunque en su parafernalia recuerda a una puesta en escena medieval, ocurre a finales del siglo XXI, después de ignominiosas catástrofes— queda recluido como único vigilante del preciado tesoro del saber. Desde luego, Bufalino, hombre cultísimo y de gran formación clásica, nos proporciona un relato que permite una lectura profunda riquísima, pero si nos quedamos en lo meramente lineal, no podemos dejar de sorprendernos por lo original del desarrollo del asunto.

A pesar de las precauciones tomadas, el gusano empieza a roer el núcleo del saber más importante. Las polillas destruyen los libros por doquier —deliciosa la reflexión metafórica que Bufalino lleva a cabo sobre la destrucción del lenguaje— hasta que Basilio encuentra una solución drástica para terminar con la amenaza que pone en riesgo lo más valioso del conocimiento de la humanidad… Leed el cuento si queréis saber cómo termina esta pequeña obra maestra. Solo diré que el novicio Basilio es el paradigma de librero o bibliotecario sacrificado, abnegado y perfecto en su cometido de preservar el saber albergado en los libros.

Así, nadie podrá decirme eso de que hago spoliers, aunque a estas alturas todos los que me siguen ya deberían saber que la verdadera riqueza de la lectura no se encuentra en el desenlace de un libro, sino en el viaje delicioso realizado hasta allí.

Y quizás, porque el viaje realizado hasta el final de 84 Charing Cross Road (Anagrama), de Helen Hanff, no me resultó nada satisfactorio, y no digamos ya el de la novela El lector (Anagrama) de Bernhard Schlink, no las he traído hasta mi compendio que busca llevar a cabo un homenaje a las librerías y a los libreros. Sinceramente, creo que deslucirían bastante, aunque muchos os preguntéis, y os entiendo, qué clase de males les encuentro a estas obras.

En estos dos enlaces, si os interesa, podréis descubrirlo:


Hoy es un día especial porque es el día de las librerías. No hay que olvidarlo. Son el pequeño reducto que nos queda para salvaguardarnos de la mediocridad, del hastío repetitivo de la rutina y de la crueldad de nuestros semejantes.


Celebrémoslo entrando en una librería de lance, visitemos a nuestro Mendel particular, y adoptemos el volumen que nos inspire mayor lástima, mayor abandono, dándole un refugio cálido en los plúteos de nuestro estudio, en el salón de casa, junto a las queridas ediciones de lujo de las novelas que más apreciamos. Así, nosotros, también seremos como el novicio Basilio

viernes, 24 de noviembre de 2017

Unos filósofos musicales muy despiertos


*Esta reseña apareció en minuevaedad.com:


Interprete: The Sleeping Philosophers
            Título: Zenda
            Género: Rock
            Duración: 40m; 52s
            Número canciones: 9
            Fecha de publicación: 11 de octubre, 2017

Unos filósofos musicales muy despiertos

                El panorama musical español languidece, muchas veces, por culpa de un mercado que tiraniza con una política de rabiosas novedades y ventas, dando prioridad al producto inmediato y a la radio fórmula. Increiblemente, porque resulta increíble vistas las dificultades que este sistema impone a los grupos que intentan descollar, aún así, aparecen discos memorables.
            Este es el caso del disco que recomendamos hoy en Mi Nueva Edad. Un disco que se aleja de los trillados caminos de lo convencional, de lo manido, y explora nuevos ritmos y sonidos con un resultado sorprendente, agradable, que al final resulta magnífico. Se trata de Zenda, el tercer trabajo del proyecto The Sleeping Philosophers.
            Realmente, detrás de ese nombre se oculta Álvaro Espinosa, un prolífico e inteligente músico, descomunal guitarrista, que nos regala un repertorio atractivo y repleto de muy buenas canciones. Álvaro Espinosa, además, demuestra su virtuosismo a la guitarra cuando se sube sobre los escenarios para comandar a la banda Pink Tones, que interpreta piezas de los reyes del rock sinfónico-progresivo-psicodélico, Pink Floyd. Y eso, claro, son palabras mayores.
            ¿Qué nos encontramos en Zenda que hace tan atractivo este disco? En primer lugar, una fuerte influencia de las músicas balcánicas, con ritmos cambiantes que ofrecen un viaje excitante en cada canción. El disco es ecléctico, tanto que la sorpresa se dispara con cada corte. Desde la primera canción, Story, que nos recuerda en las armonías vocales un poquito a los Beatles y otro poquito a los aires armenios de la banda de metal progresivo System Of A Down, pero sin la dureza en las guitarras que utilizan los californianos.
            El nivel de The Sleeping Philosophers en sobresaliente, especialmente en los arreglos (algo bastante descuidado en nuestra historia de rock patrio). Y claro, llega Carousel, y escuchar a Álvaro cantando en italiano, como homenaje a una de sus grandes influencias, Adriano Celentano, encandila. Es uno de los grandes temas del disco. Además, por la magnífica guitarra protagonista.
            Un proyecto que no le hace ascos a nada, que no pone reparos a la apertura a nuevos campos de exploración: que se atreve con todo. Durante un rato son zíngaros, después, con Insomnia, otro de los momentos cumbres del álbum, nos recuerdan a Porcupine Tree de Steven Wilson. Y creo que es un tema que podrían haber firmado los mismísimos Marillion, por ejemplo, con una segunda parte de la canción memorable.
Pero el asunto no termina aquí: para demostrar que este es uno de los mejores discos que, lamentablemente casi nadie conocerá —ya me gustaría equivocarme—, The Sleeping Philosophers nos invitan a un camino por Zenda que nos ofrece música jazzística que a veces puede recordar a una Big Band algo cabaretera, mezclada con aires del Magreb, o incluso nos trae el sabor de aquellas grabaciones de un genio como Django Rehinhardt, con sus toques romanís.
Y he dejado para el final las dos versiones que se realizan en este Zenda, que son como un regalo para el oyente. Un tema de Pink Floyd muy poco conocido, de hecho pertenece al disco de rarezas Relics del año 1971, y una súper versión de Soundgarden, Mind Riot, del disco Badmotorfinger de 1991, ciertamente dulcificada.
The Sleeping Philosophers, o Álvaro Espinosa, que para el caso es lo mismo, proponen un ejercicio de inteligencia musical, un nuevo paradigma para aquellos que estamos cansados de soportar mediocridades. Y lo hacen con éxito, y con toneladas de buen gusto avant-garde, es decir: tomando el riesgo que únicamente permite el talento desbordante.
Zenda, y el resto de los discos de The Sleeping Philosophers pueden escucharse sin problemas en Spotify, a la espera de que podamos adquirirlo por algún canal de ventas. ¡Disfrutadlo!

viernes, 17 de noviembre de 2017

Pink Tones en Madrid: El guitarrista a las puertas del alba


La crónica de este concierto apareció en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/pink-tones-madrid-guitarrista-las-puertas-del-alba/


¿Qué significado tiene un grupo como Pink Tones, que roza la excelencia en la interpretación de las canciones de Pink Floyd? ¿Lo que despliegan sobre el escenario se ajusta a la definición de “grupo-tributo” o son algo más, muchísimo más? ¿Cómo es posible que sus fieles continúen siendo tan fieles, y que llenen las salas en donde tocan? Y sobre todo, ¿cómo se puede ofrecer, hoy en día, un espectáculo de casi tres horas de música? Las respuestas se encuentran en el viaje psicodélico con ribetes progresivos que Pink Tones proponen en cada concierto.

1-Despegue de la nave a velocidad interestelar

La propuesta de Pink Tones es tan sencilla como compleja: ejecutar canciones de Pink Floyd, como cuando una orquesta sinfónica ataca la partitura de La Sinfonía del Nuevo Mundo de Antonín Dvořák, o composiciones de Ígor Stravinski. Porque, en efecto, no existe diferencia, y ningún rubor, a la hora de calificar la suite Echoes, por ejemplo, y las escalas pentatónicas de la guitarra de David Gilmour, como música clásica.

Pero Pink Tones alcanzan más allá cuando penetran en lo borgiano, y de su mano, en lo cuántico. Porque fue el escritor argentino Jorge Luis Borges quién selló unos versos inmortales en su poema titulado La lluvia:

Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado”.

La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”, como la música de Pink Tones, propuesta cuántica de eterno retorno, que recupera una música que ocurre ahora, sobre el escenario de La Riviera, pero que ocurrió en el pasado, y que se proyecta de forma eterna en el futuro. La travesía musical es una propuesta para subir a bordo de una nave, un gran contenedor musical con destino a lo infinito. Y a lo eterno, porque, al fin y al cabo, todo esto no se trata más que de eternidad.

Canciones como Time, The Great Gig In The Sky, Brain Damage, Eclipse, Echoes o Shine On You Crazy Diamond, no hacen sino incorporarnos a esa gran aventura interestelar; nos hacen partícipes, como público, de esa tripulación. Es como si nos integrásemos en el interior de ese gran disco de oro albergado en el vientre de la sonda Voyager 1, con diferentes sonidos y composiciones grabadas como regalo a las civilizaciones de planetas ubicados más allá del cinturón de Kuiper.

No diría que la formación de Pink Tones se asemeje a la del Enterprise o a la del Nostromo, ni tan siquiera a la del Halcón Milenario. Más bien, es una Brigada Espacial comandada por Álvaro Espinosa al mando de su guitarra gilmouriana, escoltado por dos magníficos sobrecargos: en el bajo Edu Jerez, y en la guitarra y el saxofón, Pipo Rodriguez.

No hay tripulación espacial que no se precie de contar entre sus filas con el hombre duro que aparece con su fuerza para solucionar todos los problemas que requieren algo más que técnica: si hay que salir al exterior a cerrar una escotilla encallada, adentrarse en la bodega de carga para abrir una válvula salvadora, o arrojar a un Alien al espacio exterior y de vuelta con la madre que lo parió; para todo eso, Toni Fernández, el batería —que además introduce, en el momento exacto, el mejor bombo de la historia del rock, el de One Of These Days—.

Los viajeros cósmicos despiertan de su animación suspendida, como flotando en una resaca de psicodelia arropada por la introducción gélida de esos sintetizadores profundos y helados de Shine On You Crazy Diamond, capaces de segar de raíz cualquier dolor de cabeza; entonces, acuden a ese inmenso comedor aséptico y blanco, en donde resucitan con el aroma de su primera taza de café después de un sueño de años luz, y suelen toparse con el resto de la tripulación, que sonrientes, les dan unos buenos días atemporales.

Allí, terminan su desayuno espacial las dos vocalistas del grupo, Cris López (y su monumental poderío en The Great Gig In The Sky) y Suilma Aali, junto a un miembro determinante para el grupo y la conducción a buen puerto de la nave Pink Tones. Se trata de Lord Farfisa, el hombre de los teclados, el piloto Nacho Aparicio.

En gravedad cero, la música comienza a sonar. Objetivo: manejar los controles para alcanzar el corazón de todos los que estamos escuchándolos, boquiabiertos.

2-El Doppelgänger bueno o una historia de Jekyll y Mr. Hyde sin maldad

Según algunas sagas nórdicas, existe un doble maligno de cada persona, que se denomina Doppelgänger, y coincidir con él no es un buen augurio, desde luego. Así lo entendieron los cuentistas románticos alemanes, como E.T.A Hoffmann, el mago del horror norteamericano Edgard Allan Poe y, como no, el escocés Robert Louis Stevenson y su legendario Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Mientras la nave sónica surca las escalas musicales del planeta Pink Floyd, algo así como ese planeta-océano de pensamiento que es el Solaris de Stanisław Lem, me siento obligado a reflexionar sobre las evoluciones de estos viajeros. Una cosa tengo muy clara: no son clones de Pink Floyd, ni siquiera son epígonos, y ni mucho menos son el Doppelgänger de la mítica banda.

En Pink Tones se da un extraño fenómeno de doble personalidad, un curioso caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, en donde el señor Hyde es un gemelo positivo. Todos los integrantes adoptan sus roles de Gilmour, Waters, Mason y Wright, de una forma positiva, elegante, mayúscula, logrando la proyección de una imagen en relieve de un grupo de intérpretes, virtuosos, que siguen una partitura clásica.

Pink Tones es un cuarteto de cámara (si dejamos a parte a las vocalistas), que ataca piezas de compositores clásicos. Igual que ovacionábamos a Claudio Abbado, Lorin Maazel o Nikolaus Harnoncourt en sus inmortales ejecuciones de Mahler, Sibelius o Mozart, o recientemente a Simon Rattle con  Dvořák o a Riccardo Muti con Beethoven, debemos aplaudir ahora de forma incondicional la personalización de la partitura de Pink Floyd que realizan Pink Tones.

De esta forma, entendiendo al grupo como lo que es, una pléyade de expertos y admiradores del rock clásico, podemos alejarnos de la idea de que Pink Tones son un “grupo-tributo”, un epígono o un gemelo maligno de los británicos. Así, concluimos que estos intérpretes brillantes son una especie de Doctores Jekyll que se alimentan de una pócima maravillosa que los transforma en unos Mr. Hyde al pisar el escenario, justo cuando se encienden las luces de irisaciones rojizas y arrancan los acordes de la canción The Return Of The Son Of Nothing.

La magia cuántica de la bilocación provocada por el ensalmo de la música, ubica en el escenario a los Floyd y a los Tones a la par, y el Mr. Hyde es, ahora, un Mr. Hyde bondadoso que en ningún caso saldrá por Londres a sembrar el terror con su maldad, sino que derrama su cornucopia de felicidad sobre el público madrileño.

Tal vez sea como en ese cuento de E.T.A Hoffmann, El caballero Gluck, cuando el narrador se topa con el compositor Willibald von Gluck veinte años después de su muerte, vagando a la captura de la esencia que conforma el verdadero elixir de la música. Quizás sea esa pócima de la que han bebido los integrantes de Pink Tones, entre bambalinas, poco antes de entregarnos su asombro.

3-El guitarrista a las puertas del alba

La nave de Pink Tones tiene forma de triángulo, muy parecida a ese triángulo que aparece en la portada del disco The Dark Side Of The Moon. El viaje ha alcanzado la singularidad de las espirales de las constelaciones en la interpretación de Echoes y ahora, como si el módulo se liberara de una parte de su cohete justo al alcanzar la heliopausa y abandonar las más remotas fronteras de lo cósmico, se prepara para saltar a la velocidad-luz.

El show, el recorrido sonoro, se parte por la mitad en ese salto vertiginoso. In The Flesh? restalla como esos fuegos multicolores serpentean en los cristales del Halcón Milenario, y el segmento compuesto por los temas de The Wall conduce al nirvana, más allá del espacio y del tiempo.

El objeto volante, la nave triangular, el platillo de Pink Tones se aproxima al término del concierto, pero no de su viaje. Run Like Hell y, como no, Confortably Numb, rubrican una nueva obra maestra de casi tres horas de duración. Álvaro Espinosa interpreta ese solo final con la determinación de un astronauta que se sabe camino del espacio profundo, de la zona interestelar, un musiconauta en misión de exploración de los límites, de los bordes de un enigma tan ingente como el cosmos mismo, y que representan las canciones de Pink Floyd.

Alvaro Espinosa es, entonces, un guitarrista punteando cercano a las puertas del alba, justo en el instante en que aparece, en una pantalla, la proyección de una fotografía con los miembros de Pink Floyd. Ellos fueron los pioneros, los primeros en adentrarse en los terrenos celestes desconocidos, Odiseos a la búsqueda de una Ítaca remota detrás de cada acorde, de cada nota, dejándonos un legado imposible de borrar.

Los miembros de Pink Tones prosiguen la senda de esos pioneros, derramando esa música como una música de ayer, de hoy y de siempre.

Al salir de La Riviera me da la sensación de que el tímido otoño de la capital se ha enfriado un poco y ha decidido rociarnos con unas leves gotitas de lluvia. Mentalmente, anoto en el diario de a bordo de mi nave personal, en la bitácora de mi viaje, que la lluvia, como dijo Borges, es algo que sin duda sucede en el pasado, pero que como las canciones de Pink Floyd siempre pertenecerá al futuro.

Se trata de una lluvia que conforma ese futuro luminoso y pintado de psicodelia que Pink Tones acaban de adherirme a la piel como un tatuaje cósmico y que brilla fulgurante en mi interior mientras me aproximo hacia el alba.

                                                          

domingo, 5 de noviembre de 2017

Ampliación del campo de batalla o de cómo ser extranjero de sí mismo


*Esta columna apareció en achtungmag.com

http://www.achtungmag.com/ampliacion-del-campo-batalla-extranjero/

Michel Houellebecq y Frédéric Beigbeder son dos escritores franceses que, además de ser amigos, han tenido una trayectoria vital parecida que se refleja en dos de sus novelas. Ambos, denuncian un mundo repleto de estupidez e hipocresía en donde el factor humano ha quedado apartado en beneficio del mercado y de la sociedad anclada en la cultura del éxito que fomenta unos valores tan absurdos como crueles.

Esta mañana, después de haber sostenido una deliciosa entrevista con Álvaro Espinosa, el cantante y guitarrista de Pink Tones —y que en breve aparecerá en nuestra Galería de Cronopios de Achtung!—, me he visto obligado a comer en un céntrico restaurante de la capital. Se trataba de uno de esos lugares destinados al consumo del oficinista de cierto fuste, con un menú del día caro, pero de calidad, y una potente carta.

Mientras saboreaba una excelente menestra, me veía rodeado por agresivos corporativistas, por profesionales curtidos y convencidos del lugar que ocupan en este mundo, y por peones del absurdo mundo laboral. No quiero dar una imagen punk ni parecer un antisistema, pero escuchando sus conversaciones y contemplando sus actitudes, me he sentido como los personajes protagonistas de Ampliación del campo de batalla y de 13, 99 Euros (ambas en Anagrama), novelas de los franceses Houellebecq y Beigbeder.

Ampliación del campo de batalla es la novela con la que Michel Houellebecq debutó, allá por 1994, en el mundo de la literatura. En principio, lo hizo sin hacer ruido y en una pequeña editorial, pero con el paso del tiempo el éxito literario creció hasta consagrar a su autor como uno de los escritores más importantes de su país.

En Ampliación del campo de batalla, el protagonista es un informático que, harto de su trabajo, se revela contra el mundo de convenciones laborales y comportamientos ridículos. En cierto modo, se trata de un antihéroe que se plantea el tema de la existencia, más cerca de El Extranjero (Alianza) de Camus de lo que pueda parecer, para realizar un desolador retrato de nuestra sociedad de consumo: un campo de batalla en donde luchamos cada día, o tal vez agonizamos, para no ser vencidos.

Este protagonista es un trasunto del propio Houellebecq que también fue informático y naufraga en la depresión que le provoca la decadencia del sistema en el que vive. Todos, adopten el papel que adopten, son perdedores en este ecosistema de la estupidez, la mentira, la prostitución de los valores, el consumismo instantáneo y el hedonismo salvaje. Ante eso no se puede oponer nada más que cierto tipo de nihilismo hastiado, que sirve más de protección que de solución.

El problema de la alienación por culpa de la cultura del éxito, por el mercado laboral increíblemente deformado, es que genera extranjeros internos, hombres extraños de sí mismos (de nuevo la referencia con Camus), y extiende una densa capa de insensibilidad sobre las personas y sus actos. El hastío ante semejante situación provoca un rechazo automático por parte del clan, que ya no nos considera como uno de sus iguales.

Los personajes de Houellebecq, y no solo en esta novela, exhiben un poderoso agotamiento vital. Así me sentía yo, agotado, mientras comía mi menú en el restaurante y en la mesa de al lado se glosaban las virtudes y las diferencias entre llevar a cabo un viaje de negocios en primera clase de una aerolínea, o en la clase ejecutiva de otra, en donde los estigmas del éxito radicaban en las diferencias de las bandejitas de comida preparada y recalentada que servían al viajero, siempre en función de la butaca que ocupase; y en el consumo de alcohol, por supuesto.

Un par de lugares más allá, se representaba una de esas pantomimas diarias que discurren con tanta normalidad como impersonalidad, una comida de negocios perpetrada por comerciales de una firma junto al cliente a quién pretendían embaucar. Términos del mundo del marketing, expresiones impersonales y bobaliconas, trufaban mi entrecot como una guarnición perniciosa: allí se hablaba sin ningún sonrojo de clientes VIP, de cómo había que “ir a bloque con el producto”, y se masajeaban unos a otros con una fraseología tan vacía de contenido como repleta de intención.

Desde la mesa se desprendía que, ellos, pertenecían al mundo del éxito, de los que hacen algo útil y tremendamente importante, aunque hayan entregado sus vidas a una batalla gomosa y absurda, braceando en medio de un mar que no engarza dos orillas —como afirma Houellebecq en Ampliación del campo de batalla—, y de la que yo, a día de hoy, no formo parte. Soy un apestado, alejado del mercado laboral desde hace años, y sumido, de nuevo en palabras de Houellebecq, en una “sensación de vacuidad universal”.

En efecto, y como a mí le ha sucedido a otros muchos, parece que hemos tratado, sin éxito, de vivir según las normas y las convenciones, tal y como le sucede al protagonista de Ampliación del campo de batalla, pero no lo hemos conseguido, hemos fracasado. De esta forma hemos transformado la cruel pradera de la existencia en un campo de batalla sangriento y aniquilador, en donde los sentimientos y todo aquello que nos hace humanos ha terminado por mutar en imbecilidad.

En mi caso, fueron casi doce años de un absurdo y amargo trabajo en donde pude asistir a lo peor que pueden entregar las personas: envidias, traiciones, chismorreos, un repertorio de la peor bilis posible. Con jefes incapacitados para llevar a cabo hasta la más nimia tarea y compañeros obsesionados en aniquilarte a golpe de insulto fácil y puñalada por la espalda.

De forma que, como Houellebecq, pero sobre todo como Beigbeder, un buen día decidí dejar ese mundo y convertirme en un apestado social. Y eso nos lleva a la novela 13,99 euros: su protagonista, en la cumbre de la mentira de ese mundo laboral erigido a golpe de frases contundentes, de reuniones y comidas de negocios, abandona la convención para intentar recuperarse como ser humano, aunque para ello, primero, tenga que realizar ese preceptivo descenso a los Infiernos.

Por este motivo, Ampliación del campo de batalla y 13, 99 euros son dos novelas complementarias, dado que en ellas se refleja la renuncia de sus protagonistas al mundo de las convenciones, su rechazo a lo establecido (¿establecido por quién?, y sobre todo, ¿con qué autoridad sobre nosotros?), y la conversión, automática y definitiva, en detritos sociales.  

Como un leproso que lleva más de tres años al margen del mundo laboral, de ese mundo que tan orgullosamente desmigaban en la mesa de al lado con frases grandilocuentes de mercadotecnia, agoté un pequeño bizcochito de postre. Los integrantes de la comida de negocios se arrojaban si ningún tipo de rubor mentiras a la cara, que encajaban y regurgitaban envueltas en otras mentiras que volvían a ser repartidas, tal que si aquello fuera un partido de tenis de la infamia en donde todos estaban encantados de conocerse así mismos, es decir, eran tan cool que si se detenían a pensarlo con detenimiento podrían romperse de triunfo, como aquél licenciado que se creía todo él hecho de vidrio y no permitía que nadie lo tocara.

Estos personajes, abandonados de la vida, emitían mensajes tales como lo caro que a uno de ellos le resultaba llenar el depósito de su cayenne, que le salía más a cuenta tomar un avión para visitar a sus hijos durante el fin de semana que fijaba la custodia compartida. Asentados en el reflejo pálido de sus vidas, ubicado en la cresta de la ola del éxito del mercado laboral, no podían percatarse de que realmente se estaban moviendo a horcajadas de la cresta de un gallo de corral que solo cacarea cuando sale el sol.

Tal vez, para ser conscientes de ello, necesitarían leer a Houellebecq o a Beigbeder, en lugar de los mensajes insultantemente soft de Paulo Cohelo o Jorge Bucay, o las novelitas de Federico Moccia, compradas en arrebatos consumistas que sustituyen todos esos orgasmos pendientes.

En esas mesas, en ese restaurante, todos han aprendido a mentir y a mentirse sobre ellos mismos para no percibir el vertedero del campo de batalla, ampliado hasta abarcar el cosmos entero, en donde han construido sus nidos.

Termino mi comida. Pienso que nunca me fue tan útil como ahora la lectura del libro de Adam Soboczynski, El arte de no decir la verdad (Anagrama), porque es el único motivo que me impide, sociópata de mí, no llevar a cabo allí mismo una declaración a voces de lo que opino de todos ellos. El campo de batalla se ha ampliado hasta los mantelillos y las mesitas del menú del día… Pero me contengo. Al fin y al cabo soy un apestado y conozco mis limitaciones.

Me marcho sin dejar propina.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Juan Laborda Barceló, escritor: “La única esperanza del ser humano se alberga en sus emociones, en el encuentro con el otro”




*Esta entrevista se publicó en achtungmag.com:

http://www.achtungmag.com/juan-laborda-barcelo-escritor-la-unica-esperanza-del-humano-se-alberga-emociones-encuentro/


En 2017, Juan Laborda Barceló ha publicado Paraíso imperfecto (Alrevés), su tercera novela después de La casa de todos (2009, editorial AACHE) y de La fragilidad del neón (2014, Alrevés). Estos títulos integran su currículum literario, una parte de su trayectoria cultural, porque Laborda, además de desempeñar una tarea docente como profesor de Historia, ha participado en libros colectivos, colabora en suplementos culturales y revistas, y es un experto crítico cinematográfico.
En Achtung! publicamos hace poco una reseña crítica de Paraíso imperfecto. Puedes recordarla aquí:


Juan Laborda es el primer Cronopio que aparece en esta nueva Galería de Cronopios que hoy arranca su andadura en Achtung! Un escaparate por donde, esperamos, desfilen todos aquellos que, como definía Julio Cortazar, son “dibujos fuera del margen”, es decir, únicos en su impulso creativo. Los Cronopios son idealistas, sensibles, poco convencionales…

Recibimos a Juan Laborda en nuestro estudio literario de Torrelodones, hasta donde ha tenido la amabilidad de acercarse nada más terminar sus clases en el colegio de Aravaca en donde trabaja. Así, arropados por las estanterías repletas de libros, iniciamos una conversación alrededor de Paraíso imperfecto, que nos llevará a reflexionar sobre asuntos como la violencia, la literatura, la naturaleza del hombre y cierto pesimismo histórico.

Revista Achtung!: En el Paraíso Terrenal no había ninguna imperfección… Si acaso, estaba el árbol del conocimiento del bien y del mal, pero por sí mismo no representaba un riesgo. El problema vino al introducir al hombre en el interior de ese Paraíso. ¿Crees que lo imperfecto en un Paraíso imperfecto es el ser humano y que, mientras existamos, el Paraíso será imposible?

Juan Laborda: En efecto. El Edén es la perfección absoluta y somos nosotros los que rompemos ese espacio. Yo hablo de esto en mis novelas, es un tema recurrente: es el ser humano quien posee la semilla del mal e incluso, en nuestro deseo de construir, podemos destruir. Cuando el hombre busca la utopía puede llegar a cometer verdaderos crímenes, porque obligar al otro a cambiar es, al final, una forma de fanatismo. Si quieres crear un mundo mejor, es muy fácil caer en esa ruptura del Paraíso. El ser humano alberga en su interior una semilla del mal muy potente; también la tiene de bondad, somos capaces de lo mejor desde luego, pero la del mal está presente de una forma inconsciente.

Revista Achtung!: ¿Te has dado cuenta de que en tu novela se cumple la máxima lampedusiana de que todo cambia para que todo siga igual? Porque al final todo sigue siendo lo mismo… Hay una especie de tesis sobre la inmovilidad de la Historia. ¿O crees que existe una evolución a mejor en el pueblo de tus personajes después de más de 250 páginas de conflictos, problemas, violencia e, incluso, muerte? A mí. El final me llena de pesimismo y desesperanza…

Juan Laborda: La frase de Lampedusa siempre ha sido todo un leitmotiv para mí. Que todo cambie para que nada cambie, es toda una realidad histórica. Yo no soy partidario de un pesimismo existencialista, pero sí que creo que las modificaciones del ser humano son mucho más penosas y costosas de lo que históricamente se dice. Y ahora me pongo el sombrero de historiador: en la Historia nosotros exponemos los hechos para que tengan unas causas, algo que es necesario para explicarla, pero que no refleja la verdadera realidad del ser humano, incapaz de cambiar fácilmente; somos una especie de cobayas que nos movemos entre nuestros deseos de cambio y nuestros actos de cambio, de ahí la complejidad de que en una comunidad se produzcan cambios profundos y que, sobre todo, sean fructíferos. ¿Es una visión pesimista? Sí, pero también sé que la única esperanza del ser humano se alberga en sus emociones, en el encuentro con el otro, en el amor… Siempre hay algo de esperanza en aquello que no toca los ámbitos de lo político ni de lo social, ni lo económico. La esperanza aflora en lo emotivo.


Revista Achtung!: ¿Un gobierno de buenas voluntades es un gobierno imposible?

Juan Laborda: Sí, totalmente. La futilidad del acto de cambio hace que cuando se accede al poder, lo que se había planteado previamente sea prácticamente imposible de ser llevado a la práctica. Este es un tema que recorre mis tres novelas como un hilo conductor. El poder corrompe, y si es un poder absoluto pues corrompe de una manera absoluta. No se puede transformar la realidad sólo con buenas intenciones. La transformación real no vendrá de la mano de lo político o de lo económico..., tiene que venir desde lo humano. O al menos así lo siento.

Revista Achtung!: ¿Por qué la distopía?

Juan Laborda: Una de mis obsesiones, de siempre, ha sido el tema de las ideologías, de esas ideologías que brillan mucho y luego, con el paso del tiempo, se rompen. Como ya decía en mi anterior novela, La fragilidad del neón, estas ideologías se comen a sus propios creyentes. Por ello, una distopía, algo que no ha ocurrido pero que muy bien podría haberlo hecho, me permite jugar con esta cuestión de las ideologías, hasta donde nos podrían llevar los hechos de la Historia. Creo que es un material literario muy bueno; además, la distopía te permite elucubrar sobre cuestiones del ser humano porque no es necesario estar apegado a los hechos, a los datos, algo a lo que nos obliga la Historia.

Revista Achtung!: Y para tomar distancia te ubicas en un territorio irreal, al estilo de la Oleza de Miró o la Región de Benet…

Juan Laborda: Desde luego, este era un juego que quería hacer desde el principio, que el lugar pareciese real sin serlo, eso me ha permitido mezclar la ficción con algunas cosas que yo he vivido en ciertos pueblos del Mediterráneo. Creo que, a veces, cambiar los nombres te protege. Y tal vez fue La costumbre de morir (Alianza Editorial), novela de Raul Guerra Garrido, el libro que me marcó a la hora de escribir Paraíso imperfecto. Raul Guerra Garrido ubica a sus personajes en un lugar que llama “el pueblo más bonito del Mediterráneo”, y yo también he querido entrar en ese juego. Mi pueblo es lo que denomino como un espacio Frankenstein porque aúna elementos de diferentes sitios que he tomado para construir mi propio lugar.

Revista Achtung!: La violencia aparece de una forma brutal cuando brota en tu novela. En El extranjero (Alianza) de Camus, Mersault mata a un árabe en la playa sin tener ningún motivo para ello…, y en El miedo del porteo al penalti (Alfaguara) de Handke, el portero Bloch estrangula a la taquillera del cine de una manera igual, automática. Ambos han extraviado la identidad y el crimen puede ser una forma de identificarse con algo. En Paraíso Imperfecto, Jihan parece moverse de una forma idéntica… ¿Se trata de una reivindicación de la identidad a través del crimen? ¿Es la deshumanización el origen del mal moderno?

Juan Laborda: Sí creo que la deshumanización es el origen del mal. En mis novelas suele haber mucha violencia, no es que haya continuos actos de violencia, pero sí que se le da una importancia y un peso que podría denominar como fotográfico porque es una de esas pulsiones inherentes a nosotros mismos que no podemos dejar de lado ni negarlas. Otra cosa es que luego seamos capaces de controlarlas, pero la pulsión cainita está ahí. Es una realidad del ser humano. Me parece un error obviarla. Es naif intentar hablar de la bondad del ser humano. No podemos olvidar que esa violencia, desde los tiempos del Australopithecus, incluso antes, es la que nos hizo vivir y sobrevivir. Por eso, esta novela, más que las otras, es una novela de pulsiones. El problema es la forma y la manera en que las pulsiones se desatan y provocan un daño. Y eso ocurre cuando existe un desarraigo y una falta de humanidad. Jihan está muerto por su pasado y actúa de forma visceral porque intuye una amenaza y se defiende, lo que le lleva a cometer un crimen execrable. Un hombre sin esperanza está roto, y es capaz de cualquier cosa.

Revista Achtung!: En La Regenta (Akal), en El obispo leproso (Alianza), en las novelas de Thomas Bernhard, siempre existe algo oculto, sucio e innombrable en la zona oscura de los pueblos o los ámbitos rurales. Paraíso Imperfecto no es ajeno a ello.

Juan Laborda: Efectivamente, en La España vacía, (Turner) de Sergio del Molino, un ensayo que me gustó mucho, se plantea que algunos de los que han huido de las ciudades, los llamados neorrurales que se acercan al campo, acaban cometiendo crímenes después de un tiempo de estar allí, y pone como ejemplo el caso del famoso crimen de Fago, que muestra cómo lo rural tiene algo oscuro. Solo hay que recordar Los santos inocentes (Planeta) de Delibes, con esa sumisión a los señores y esa violencia desatada que tiene mucho que ver con la pulsión desencadenada en un espacio rural en donde no hay normas y uno puede cobrarse la justicia por su mano. Parece que el espacio rural nos conduce hacia lo atávico, aquello que tenemos más dentro. Lo que uno encuentra en el pueblo no es la Arcadia feliz, sino una apariencia de Arcadia feliz con muchos males enquistados. Curiosamente, parece que en la ciudad estamos más a salvo, como protegidos, y no digo que en la ciudad no haya este tipo de males, los hay, desde luego, pero parece que se desvirtúan. La delincuencia de los grandes crímenes, de las drogas, todo eso es inherente a las ciudades, pero los traumas familiares que llevan a un Puerto Hurraco, por ejemplo, ocurren en los pueblos. Hay que recuperar la imagen del pueblo, real y dura, para la literatura que, creo, está siendo últimamente demasiado urbanita.

Revista Achtung!: ¿Es el cacique a la antigua, al estilo de Los bravos (Castalia) o de Jarrapellejos (Castalia), o tratado de una forma moderna, el cacique político de tu novela, una fuente inagotable de literatura?

Juan Laborda: El abuso de poder es algo que nunca pasará de moda y los escritores siempre vamos a recurrir a ello para manifestar de forma evidente una injusticia. El cacique es una muestra de que la ley no es igual para todos, de que existen diferentes varas de medir, de que hay una especie de resto feudal e, incluso, de ese derecho de pernada que aún continuaba en vigor en lugares de la Alcarria a finales del siglo XIX. El cacique es el abuso de poder, y eso es algo inagotable, igual que la injusticia, y el cacique expresa, por su mera existencia, el acto de injusticia flagrante porque simplemente que lo sea ya es injusto. Y eso nos lleva a un camino literario.

Revista Achtung!: ¿Es el cacique, el tirano, nuestro yo reprimido que siempre acaba saliendo? De ahí lo utópico e imposible de cualquier utopía, ¿es el mal inherente a la naturaleza humana?

Juan Laborda: Un antiguo alumno me preguntó, al leerse Paraíso imperfecto, si estos personajes tienen mucho de nosotros. En efecto, estos personajes son uno mismo, un mismo yo: el yo idealista, el yo sensible, el yo activo, el yo violento, el yo poderoso, el yo ególatra que llevamos dentro y hay que intentar contener… Todo esto se puede leer como una disputa entre lo que uno quiere y lo que uno es capaz de hacer. Nos vemos reflejados en el cacique por cercanía o por oposición. La figura del cacique no deja indiferente a nadie porque es muy difícil que uno presencie un acto de injusticia de este calibre y no se sienta tocado. El cacique es algo que todos llevamos dentro y por eso la utopía es imposible. Ante los grandes proyectos renovadores siempre triunfa lo cainita que nos brota de dentro. No quiero ser pesimista, pero de no ser así, el mundo habría cambiado, existirían las sociedades igualitarias, la Arcadia feliz, habitaríamos en la meta historia de Marx, sin clases ni abusos…, pero no. Lo que vemos es que cada día se siguen cometiendo abusos y barbaridades. Tal vez caminemos en una dirección que pueda ser la adecuada, pero la ejecución de ese camino siempre será imperfecto por culpa del yo. La utopía es imposible porque tenemos incorporado el conflicto en nuestro ADN.


Revista Achtung!: Así visto, Paraíso imperfecto parece una reflexión sobre el mal, pero no es eso exclusivamente, ¿es, además, una indagación en la violencia como motor humano?

Juan Laborda: La violencia desata consecuencias. Es un motor narrativo, tiene esa función en mi novela al igual que la corrupción. Ambas, hacen que las cosas avancen porque frente a la violencia, frente al dolor, frente a la muerte, el ser humano reacciona y se pone a actuar. La acción se moviliza así. Miedo, dolor y violencia son tres de los pilares sobre los que yo me muevo a la hora de escribir, dado que esta sociedad intenta no reparar en todo ello. La literatura debe incomodar, y estos son temas que incomodan.

Revista Achtung!: Explícame el significado del cine club, o la presencia del cine en la novela. Como cinéfilo que eres esta referencia no podía faltar en el libro, pero aquí viene cargada de otros valores.

Juan Laborda: El arte en general, y muy especialmente el cine, son los asideros necesarios para continuar adelante. El arte, la pintura, la poesía, son alimentos espirituales que nos permiten continuar. El arte es la capacidad de seguir y para mí, el cine, es uno de los artes más esperanzadores. Nos ayuda a encontrarnos, a ser más nosotros mismos y, como los libros, es un rayo de luz. Podrían ser otras artes…, como pintar o escribir, pero creo que el cine tiene algo que no tienen las demás, y es la colectividad.

Revista Achtung!: Analizas la sociedad del pueblo donde evolucionan tus personajes con el realismo de un científico que observara una cepa maligna… ¿No sentiste la tentación de crearles una vacuna literaria que pudiera hacerlos terminar pacíficamente?

Juan Laborda: El único lugar donde hay esperanza es en nosotros mismos, en las artes y, en concreto, en el cine. Por eso no quería darle a la historia un final más feliz, creo que la novela ya tiene su carga emotiva con las tres historias de amor que aparecen y dejan un hilo de esperanza… Dejo la puerta abierta a que las emociones sigan fluyendo. Y la única vacuna es esa, las emociones y el arte como esperanzas en este universo maligno.


Termina así este encuentro con nuestro primer Cronopio; una charla que ha dejado flotando en el ambiente palabras sobre la utópica aspiración del hombre por la justicia, por el progreso y por la felicidad y, tal vez, la certeza de que eso nunca será posible. En las novelas de Juan Laborda Barceló podemos encontrar una reflexión sobre todos esos misterios, desplegados en páginas de buena literatura, y que son como las sombras que nos hacen imperfectos.