*Esta columna apareció en achtungmag.com
http://www.achtungmag.com/ampliacion-del-campo-batalla-extranjero/
Michel Houellebecq
y Frédéric Beigbeder son dos
escritores franceses que, además de ser amigos, han tenido una trayectoria
vital parecida que se refleja en dos de sus novelas. Ambos, denuncian un mundo
repleto de estupidez e hipocresía en donde el factor humano ha quedado apartado
en beneficio del mercado y de la sociedad anclada en la cultura del éxito que
fomenta unos valores tan absurdos como crueles.
Esta
mañana, después de haber sostenido una deliciosa entrevista con Álvaro Espinosa, el cantante y
guitarrista de Pink Tones —y que en
breve aparecerá en nuestra Galería de
Cronopios de Achtung!—, me he
visto obligado a comer en un céntrico restaurante de la capital. Se trataba de
uno de esos lugares destinados al consumo del oficinista de cierto fuste, con
un menú del día caro, pero de calidad, y una potente carta.
Mientras
saboreaba una excelente menestra, me veía rodeado por agresivos
corporativistas, por profesionales curtidos y convencidos del lugar que ocupan
en este mundo, y por peones del absurdo mundo laboral. No quiero dar una imagen
punk ni parecer un antisistema, pero
escuchando sus conversaciones y contemplando sus actitudes, me he sentido como
los personajes protagonistas de Ampliación del campo de batalla y de
13,
99 Euros (ambas en Anagrama),
novelas de los franceses Houellebecq y
Beigbeder.
Ampliación
del campo de batalla es la novela con la que Michel Houellebecq debutó, allá por
1994, en el mundo de la literatura. En principio, lo hizo sin hacer ruido y en
una pequeña editorial, pero con el paso del tiempo el éxito literario creció
hasta consagrar a su autor como uno de los escritores más importantes de su
país.
En
Ampliación
del campo de batalla, el protagonista es un informático que, harto de
su trabajo, se revela contra el mundo de convenciones laborales y
comportamientos ridículos. En cierto modo, se trata de un antihéroe que se plantea el tema de la existencia, más cerca de El Extranjero (Alianza) de Camus de lo
que pueda parecer, para realizar un desolador retrato de nuestra sociedad de
consumo: un campo de batalla en donde luchamos cada día, o tal vez agonizamos,
para no ser vencidos.
Este
protagonista es un trasunto del propio Houellebecq
que también fue informático y naufraga en la depresión que le provoca la
decadencia del sistema en el que vive. Todos, adopten el papel que adopten, son
perdedores en este ecosistema de la estupidez, la mentira, la prostitución de
los valores, el consumismo instantáneo y el hedonismo salvaje. Ante eso no se
puede oponer nada más que cierto tipo de
nihilismo hastiado, que sirve más de protección que de solución.
El
problema de la alienación por culpa de la cultura del éxito, por el mercado
laboral increíblemente deformado, es que genera extranjeros internos, hombres extraños de sí mismos (de nuevo la
referencia con Camus), y extiende
una densa capa de insensibilidad sobre las personas y sus actos. El hastío ante
semejante situación provoca un rechazo automático por parte del clan, que ya no
nos considera como uno de sus iguales.
Los
personajes de Houellebecq, y no solo
en esta novela, exhiben un poderoso agotamiento vital. Así me sentía yo,
agotado, mientras comía mi menú en el restaurante y en la mesa de al lado se
glosaban las virtudes y las diferencias entre llevar a cabo un viaje de
negocios en primera clase de una aerolínea, o en la clase ejecutiva de otra, en
donde los estigmas del éxito radicaban en las diferencias de las bandejitas de
comida preparada y recalentada que servían al viajero, siempre en función de la
butaca que ocupase; y en el consumo de alcohol, por supuesto.
Un
par de lugares más allá, se representaba una de esas pantomimas diarias que discurren con tanta normalidad como
impersonalidad, una comida de negocios
perpetrada por comerciales de una firma junto al cliente a quién pretendían
embaucar. Términos del mundo del marketing, expresiones impersonales y
bobaliconas, trufaban mi entrecot como una guarnición perniciosa: allí se
hablaba sin ningún sonrojo de clientes
VIP, de cómo había que “ir a bloque
con el producto”, y se masajeaban unos a otros con una fraseología tan
vacía de contenido como repleta de intención.
Desde
la mesa se desprendía que, ellos, pertenecían al mundo del éxito, de los que
hacen algo útil y tremendamente importante, aunque hayan entregado sus vidas a
una batalla gomosa y absurda, braceando en medio de un mar que no engarza dos
orillas —como afirma Houellebecq en Ampliación
del campo de batalla—, y de la que yo, a día de hoy, no formo parte.
Soy un apestado, alejado del mercado
laboral desde hace años, y sumido, de nuevo en palabras de Houellebecq, en una “sensación
de vacuidad universal”.
En
efecto, y como a mí le ha sucedido a otros muchos, parece que hemos tratado, sin
éxito, de vivir según las normas y las convenciones, tal y como le sucede al
protagonista de Ampliación del campo de batalla, pero no lo hemos conseguido,
hemos fracasado. De esta forma hemos transformado la cruel pradera de la
existencia en un campo de batalla
sangriento y aniquilador, en donde los sentimientos y todo aquello que nos hace
humanos ha terminado por mutar en imbecilidad.
En
mi caso, fueron casi doce años de un absurdo y amargo trabajo en donde pude
asistir a lo peor que pueden entregar las personas: envidias, traiciones,
chismorreos, un repertorio de la peor bilis posible. Con jefes incapacitados para llevar a cabo hasta la más nimia tarea y
compañeros obsesionados en aniquilarte a golpe de insulto fácil y puñalada por
la espalda.
De
forma que, como Houellebecq, pero
sobre todo como Beigbeder, un buen
día decidí dejar ese mundo y convertirme en un apestado social. Y eso nos lleva a la novela 13,99 euros:
su protagonista, en la cumbre de la mentira de ese mundo laboral erigido a
golpe de frases contundentes, de reuniones y comidas de negocios, abandona la
convención para intentar recuperarse como ser humano, aunque para ello,
primero, tenga que realizar ese preceptivo descenso a los Infiernos.
Por
este motivo, Ampliación del campo de batalla y 13, 99 euros son dos
novelas complementarias, dado que en ellas se refleja la renuncia de sus
protagonistas al mundo de las convenciones, su rechazo a lo establecido
(¿establecido por quién?, y sobre todo, ¿con qué autoridad sobre nosotros?), y
la conversión, automática y definitiva, en detritos sociales.
Como
un leproso que lleva más de tres
años al margen del mundo laboral, de ese mundo que tan orgullosamente
desmigaban en la mesa de al lado con frases grandilocuentes de mercadotecnia, agoté
un pequeño bizcochito de postre. Los integrantes de la comida de negocios se
arrojaban si ningún tipo de rubor mentiras a la cara, que encajaban y
regurgitaban envueltas en otras mentiras que volvían a ser repartidas, tal que
si aquello fuera un partido de tenis de la infamia en donde todos estaban
encantados de conocerse así mismos, es decir, eran tan cool que si se detenían a pensarlo con detenimiento podrían
romperse de triunfo, como aquél
licenciado que se creía todo él hecho de vidrio y no permitía que nadie lo tocara.
Estos
personajes, abandonados de la vida, emitían mensajes tales como lo caro que a
uno de ellos le resultaba llenar el depósito de su cayenne, que le salía más a cuenta tomar un avión para visitar a
sus hijos durante el fin de semana que fijaba la custodia compartida. Asentados
en el reflejo pálido de sus vidas,
ubicado en la cresta de la ola del éxito del mercado laboral, no podían
percatarse de que realmente se estaban moviendo a horcajadas de la cresta de un
gallo de corral que solo cacarea cuando sale el sol.
Tal
vez, para ser conscientes de ello, necesitarían leer a Houellebecq o a Beigbeder,
en lugar de los mensajes insultantemente soft
de Paulo Cohelo o Jorge Bucay, o las novelitas de Federico Moccia, compradas en arrebatos
consumistas que sustituyen todos esos orgasmos pendientes.
En
esas mesas, en ese restaurante, todos han aprendido a mentir y a mentirse sobre ellos mismos para no percibir el
vertedero del campo de batalla,
ampliado hasta abarcar el cosmos entero, en donde han construido sus nidos.
Termino
mi comida. Pienso que nunca me fue tan útil como ahora la lectura del libro de Adam Soboczynski, El arte de no decir la verdad
(Anagrama), porque es el único
motivo que me impide, sociópata de mí, no llevar a cabo allí mismo una
declaración a voces de lo que opino de todos ellos. El campo de batalla se ha ampliado hasta los mantelillos y las mesitas
del menú del día… Pero me contengo. Al fin y al cabo soy un apestado y conozco
mis limitaciones.
Me
marcho sin dejar propina.
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