lunes, 30 de julio de 2018

Una despedida de leyenda



*Esta reseña apareció en Mi Nueva Edad.

https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/7/17/el-disco-del-mes-last-waltz-de-band/

El disco del mes: The Last Waltz de The Band


Intérprete: The Band
Título: The Last Waltz
Discográfica: Warner Bros.
Género: Rock
Duración: 2 horas; 9 min; 6 seg.
Número de canciones: 54 (4 cds)
Fecha de publicación: 7 de abril de 1978

Una despedida de leyenda

Aunque existen varias versiones distintas de este disco, la verdad es que da un poco igual cual se tenga: en todas ellas se despliega el monumental documento sonoro de aquel concierto de despedida que The Band ofreció el día de Acción de Gracias de 1976 en el Winterland Ballroom de San Francisco. En efecto, para quienes todavía lo desconozcan, nos encontramos ante una de las más brillantes grabaciones en directo que ha legado la música rock: The Last Waltz.
El grupo canadiense de The Band, después de 16 años girando, estaban cansados de tanto tiempo en la carretera y tomaron la decisión de retirarse de los escenarios con un concierto conmemorativo en el mismo lugar en donde habían debutado en 1969. Para ello, invitaron a una pléyade de artistas que admiraban y con los que habían trabajado anteriormente.
Además, el evento fue filmado por el director de cine Martin Scorsese, convirtiéndose, quizás, en el mejor documental de música rock de la historia (algo que Scorsese, después, intentó repetir con los Rolling Stonesy el magnífico Shine a Light).
De esta forma, The Band desplegó todo un repertorio mítico de canciones propias que aderezó con un montón de clásicos del rock y del folk en los que se acompañaron de los mejores artistas del momento. Por The Last Waltz desfilaron Neil YoungJoni MitchellMuddy WatersDr. JohnVan MorrisonRingo StarrEric ClaptonRon WoodNeil DiamondRonnie HawkinsBob Dylan… cuajando algunas interpretaciones memorables.
Dentro del repertorio propio de The Band, destaca la ejecución en directo de la inolvidable The Weight, canción del que fue el imprescindible primer disco del grupo, Music From The Big Pink, del año 1968.
La primera de esas intervenciones legendarias de los invitados fue la del músico de Nueva Orleans conocido como Dr. John, que interpretó junto a The Band la canción Such A Night, original de Elvis Presley y ampliamente versionada por numerosos artistas. Otra joya es la voraz Mannish Boy a cargo de Muddy Waters. El bluesman de Misisipi se mostró inconmensurable en este tema que es un clásico entre los clásicos.
Como no, la efervescencia de la guitarra de Eric Clapton en Further On Up The Road protagonizó otro de los momentos notables. El tema, original de Bobby “Blue” Bland, siempre ha estado entre el repertorio favorito de Clapton. Pero claro, si nos estamos fijando en momentos inolvidables, dos destacan por encima del resto en el disco.
Me refiero a las actuaciones de Neil Diamond y Van Morrison. Son dos voces prodigiosas, que suenan repletas de épica, potencia y vitalidad.Diamond atacó Dry Your Eyes, canción de su disco Beautiful Noise, de 1976, y que había sido compuesta a dúo con Robbie Robertson, guitarra y líder de The Band.
Por su parte, Van Morrison nos demuestra que poseía queroseno en la garganta al regalarnos la actuación más portentosa del concierto con ese monumento a las cuerdas vocales que es Caravan, una de las joyas del álbum Moondance que Morrison había publicado en 1970.
Entre las aportaciones de Bob Dylan al concierto, hay una que sobresale por encima de las demás, y es cuando interpreta junto a Richard Manuely una gran cantidad de los músicos invitados, I Shall Be Realeased, una canción que The Band había incluido como cierre de su disco debut y que significaba el final del concierto.
Después de aquella puesta en escena sensacional nos quedó la carrera de los miembros de The Band en solitario; una carrera con altibajos, pero que en el caso de Robbie Robertson aún fue capaz de ofrecer grandes joyas, en especial su disco Storyville, de 1991.
El grupo volvió a reunirse en 1983, ya sin un Robertson consagrado a su carrera en solitario y sin Richard Manuel que se había suicidado —se ahorcó en una habitación de hotel en Florida—, y hasta que la muerte del otro miembro fundamental, Rick Danko —de un paro cardiaco mientras dormía, está enterrado en Woodstock—, dio por terminada la existencia de la banda.
Un final triste y amargo para algunos de sus miembros, que certifican, en cierto modo, esa grandeza maldita que poseen algunas de las mejores bandas del rock. El disco de The Last Waltz ha quedado para atestiguarlo y, además, podemos disfrutar del documental de Scorsese para darnos cuenta de la crucial aportación que The Band hizo al mundo de la música, y en concreto al rock que, si todavía sigue resistiendo en estos tiempos, es gracias a músicos como ellos.

martes, 17 de julio de 2018

Los conciertos del Botánico en Madrid: Simple Minds y la noche boca arriba



*Esta crónica apareció en el sitio achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/los-conciertos-del-botanico-en-madrid-simple-minds-y-la-noche-boca-arriba/

El ejercicio de veteranía que la banda escocesa Simple Minds desplegó dentro del festival de las Noches del Botánico, demostró a Madrid que este grupo conserva el mismo nervio que le hizo triunfar en los años ochenta apoyado, fundamentalmente, en el carisma y la voz de un Jim Kerr todavía elástico y de un setlist equilibrado en donde los grandes éxitos de antaño se abrazaron de forma melódica y exacta con las canciones de su nuevo disco: Walk Between Worlds.

A veces, las giras de estos grupos anclados en el triunfo de antaño y que se han puesto de nuevo en gira con la excusa de presentar un nuevo disco, ofrecen la sorpresa de alimentarse de un último trabajo a la altura de lo que significó su estrellato, con temas decentes, cuando no brillantes, que conviven sin estridencias en la selección de canciones interpretadas en vivo.
Uno de los carteles de la gira que deja bien claro quienes son los dos miembros originales que todavía permanecen de Simple Minds.

Tal es el caso de esta gira Walk Between Worlds Tour. Éxitos que conviven en la memoria colectiva como Waterfront o Love Song, comparten escena con canciones del más reciente disco: Summer o The Signal And The Noise, y la conjunción funciona realmente bien. De esta forma, el público recupera a los Simple Minds con su músculo de antaño y descubre a una versión remozada de la banda que ofrece toda la calidad en su nueva encarnación del siglo XXI. Tal vez eso sea, realmente, caminar entre mundos.
Me resulta bien curioso que un grupo con la etiqueta de new wave o pospunk electrónico accediera al estrellato a través del éxito de la industria hollywoodiense, es decir, del consumo masificado de la radio fórmula. Me refiero al mega hit que los encumbró y que marcó un antes y un después, que proyectó a la banda a lo más alto desde la oscuridad de sus composiciones profundamente experimentales y alternativas: Don´t You Forget About Me.

Esa canción cambió en gran parte la historia de Simple Minds. El grupo, fiel a sus marcas originales, viró con este tema a un new wave ciertamente más comercial y reventó las esclusas del reconocimiento internacional. Algo parecido a lo que le sucedió a otra banda oscura y en principio minoritaria, The Psychedelic Furs, que encontraron el acceso a la popularidad que los llevó a abandonar los tiempos de garaje con Pretty In Pink, otro tema utilizado por la industria cinematográfica y, como en el caso de Simple Minds, para una película de adolescentes descerebrados, aunque en este caso la canción de The Psychedelic Furs estaba compuesta antes que la película que, incluso, se inspiró en ella.
A pesar de lo ligero y poco atractivo que en principio podría parecer, sustentado por la escasa calidad de ambas películas (The Breakfast Club en el caso de los escoceses y La chica de rosa con los londinenses), el resultado de ambos temazos es reconfortante. Y así quedó demostrado en la noche madrileña del Jardín Botánico, cuando los primeros acordes de Don´t You Forget About Me la pusieron boca arriba, la voltearon, para firmar un concierto espectacular repleto de concesiones al público (como ese Mandela Day, por ejemplo, en un repertorio con dos temas más que los interpretados en Granada Valencia, que se quedaron sin escuchar este himno).
La noche boca arriba, ese delirio del público unido al título de uno de los mejores cuentos de Cortázar…, y de pronto entiendo que lo de la noche boca arriba no ha sido una casualidad, me ha venido a la cabeza por algo: reflexiono acerca de aquel tiempo pasado de los ochenta en que me alimentaba, casi en exclusiva, de Jack Daniel´s, literatura y música, y con mis lecturas de Julio Cortázar, o Borges, acompañadas de un lecho musical en donde a menudo retumbaban Promised You A MiracleWaterfronty el disco mas completo, la obra maestra del grupo, ese Once Upon A Time que me dejó una profunda huella, casi como una cicatriz.
Un clásico: los cuentos completos de Cortázar reunidos en los cuatro volúmenes de Alianza Editorial.

The Signal And The Noise, del último disco, es el tema con el que Jim Kerr ha elegido comenzar el concierto. Bien pronto se reconocen todos los estilemas del grupo, aunque se trata de una canción nueva. Poderosa batería, ambientalidad de los teclados y ese toque de canción tipo himno en los estribillos y del que nunca han podido escapar o nunca han querido escapar (y que elevaron al paroxismo, y también un poco al aburrimiento, en el casi fallido Street Fighting Years).
En cualquier caso, es un buen principio, nervioso y contundente, ellos lo saben, y al finalizar la canción hacen algo que jamás había visto antes en un concierto: se colocan los siete integrantes del grupo en fila delante del público, como cuando las bandas saludan al final, con la diferencia de que acaban de empezar.
Recogen así, todos juntos, los aplausos que son el reconocimiento del público al longevo recorrido de la banda, para de inmediato retornar a sus puestos sobre las tablas mientras suena el atronador y característico bajo de Waterfront. Ese bajo, la entrada de la batería de Cherisse Osei, la guitarra punteando… Ya está aquí el muro de sonido de Simple Minds, ese muro de sonido tan característico. En efecto, son ellos, y no otros, los que están tocando en el Botánico.
Foto promocional de los siete componentes de Simple Minds para esta gira de 2018.

Porque todos los grupos, al menos los buenos, los que poseen una personalidad verdadera, tienen ese momento exacto en un concierto que hace que cuando lo escuchas te percates, definitivamente, de que en efecto estás presenciando un concierto de esa banda. Es como su tarjeta de visita personal, tal vez un acorde, un sonido característico, una guitarra, o la entrada de una batería o la profundidad de unos sintetizadores. En U2 es cuando suena la guitarra de The Edge en Pride o en Where The Streets Have No Name, recuerdo que con Genesis me ocurría al escuchar la pandereta de Phil Collins, o el sonido cavernoso del Stick de Tony Levin en los conciertos de King Crimson.
Solo son algunos ejemplos; así que cuando arrancó aquel bajo, y luego entró la guitarra, y Waterfrontpuso de nuevo la noche boca arriba, entendí que estaba viendo a Simple Minds. Nadie en el mundo podría desplegar ni imitar ese sonido, esa montaña sonora en cuya cima se mueve la voz de Jim Kerr.
La noche boca arriba, relato de Cortázar, y decía otro escritor argentino, Roberto Arlt, que una buena página literaria debía ser como “un cross a la mandíbula”, algo que muchos han adaptado a la teoría general del relato, afirmando que un cuento que se precie debe arrancar noqueando al lector. Con ese principio, juntando una poderosa canción nueva con WaterfrontSimple Minds fueron fieles a su propia teoría compositiva, y nos dejaron rendidos y con la guardia baja desde el segundo tema.
La concatenación de grandes temas no iba a detenerse aquí. A Waterfront le siguió otro clásico, Let There Be Love, y después, como resonando desde otro mundo, Love Song. Vayamos por partes:
The Signal And The Noise, de Walk Between Worlds, 2018.
Waterfront, de Sparkle In The Rain, 1984.
Let There Be Love, de Real Life, 1991.
Love Song, de Sons And Fascination, 1981.
Las cuatro primeras canciones abarcan un arco temporal de 27 años. Y sonaron todas perfectamente empastadas, sin discrepancias, sin fricciones, tan frescas y jugosas como si hubieran sido inmediatamente recogidas del árbol de la inspiración. Estas cuatro canciones eran el golpe directo, el gancho demoledor que impactaba justo ahí, en el centro de la mandíbula del espectador.

Love Song, con esa introducción efervescente que de forma automática transporta al público más veterano hasta las misteriosas noches de la radio española, a las madrugadas recortadas de oscuridad en las ventanas y asfixiadas por el humo azul de los cigarrillos, Love Song fue, sin duda, la puerta de acceso a ese mundo de atrás, ese mundo pasado que todavía permanece albergado en algún lugar polvoriento de nuestra cabeza.
Una vez abierta esa esclusa el vertido de cualquier canción de Simple Minds en esta noche boca arriba provoca sensaciones convulsivas, es el viaje por una autopista de luz y tiempo; ahora suena Let There Be Love, que cuando era pincha discos en un antro de la madrileña zona de Moncloa solía poner como una forma de tregua ante la música basura que me veía obligado a pinchar, para hacer algo más respirable la atmósfera de minis de cerveza y submarinos de whisky.

Después, el septeto de Kerr atacó un tema nuevo, Sense Of Discovery, y el toque de una garganta prodigiosa enfermó de música el recinto del BotánicoSarah Brown (M PeopleStevie WonderIncognitoAnnie LennoxSimply RedBrian Ferry…) derramó su voz como un destilado de miel y ron, mientras la galesa Catherine Anne Davies (por cierto, doctora en Literatura) opuso el tono delicado y de una belleza gélida y aguda de su voz durante la interpretación de Dolphins.
El soul de Sense Of Discovery, con un ejercicio de coros emocionante, significó el puente perfecto por el que desfilar hacia el Mandela Day y el recuerdo del concierto en Wembley con motivo del 70 aniversario de Nelson Mandela: 11 de junio de 1988. Qué lejos queda ese “entonces” …
Sin embargo, este “ahora” muestra unos relieves palpables con otro retazo de pasado que Jim Kerrdeposita en nuestras manos para que brille reluciente: se trata de She´s A River, canción del disco publicado en el año 1995 y titulado Good News From The Next World, que atesoramos con cuidado para añadir a su lado Someone Somewhere In Summertime, de New Gold Dream, año 1982, y que se nos aparece con el sabor añejo pero rebelde de un dulce espumoso.

Es la hora de presentar a la criatura recién nacida, ese Walk Between Worlds que debe hacer su puesta de largo en escena concatenando dos canciones, después de que la banda nos haya hipnotizado con el principio de su relato: érase una vez una banda escocesa que hizo himnos oscuros y electrónicos…
…Y que ahora, en el nudo de la historia que nos está narrando, se muestra segura y rejuvenecida con Walk Between Worlds y Summer. Entonces, en Summer, el bochornoso clima, pesado y cargante como sólo el verano sabe serlo en Madrid, entonces, digo, en Summer, caen unas pocas gotas de lluvia sobre el agobio que baila al son de Simple Minds bajo los cielos de nubes negras que jamás llegarán a descargar.

Es la hora de acometer la parte final de la historia: ese desenlace épico en el que aparecen dragones, príncipes y héroes, caballeros templarios y gigantes, mujeres exploradoras y heroínas aventureras: suenan Once Upon A Time y All The Things She Said del disco que ha sido la mejor obra del grupo, su cota más alta, su cenit compositivo: Once Upon a Time, del año 1985.

De verdad, creo que este disco deberían tocarlo, siempre, entero. Es perfecto. Cierto es que en esa década de los 80 muchos grupos firmaron discos perfectos, pero lo de Once Upon A Time es tremendo: la combinación de talento, de unas canciones demoledoras junto a unos arreglos originalísimos y entonces revolucionarios para la banda, además de esa edición en picture disc que conservamos todos con tanto cariño en la memoria. El disco rompió ventas, y todos compramos esa versión pintada en donde el vinilo parecía una tarta de nata y oro, junto a una cajita de presentación que parecía una bombonera.
Yo vendí todos mis vinilos… Problemas de espacio y el relevo tecnológico del disco compacto. No puedo evitar una tenaza en el corazón cuando recuerdo ese picture y me pregunto quién lo tendrá ahora, si significará para él tanto como significaba ese Once Upon A time pintado para mí.


Hay que relajar el ambiente, aunque eso signifique ponernos todavía mas melancólicos. Después de la épica de las dos canciones de Once Upon A Time, con la determinante guitarra de Charlie Burchillvolviendo loco al público (junto a Kerr el único componente original de la banda que se mantiene en liza), llega esa delicada Dolphins, extraviada en el disco Black & White 050505 del año 2005 y una versión del grupo The Call, la canción Let The Day Beguin de su álbum homónimo de 1989, que interpreta en solitario Sarah Brown.
Porque, mientras tanto, Kerr se ha cambiado de ropa y se ha enfundado en una chaqueta de cuero que anuncia lo que va a suceder. Es la chaquetilla de cuero del rebelde de instituto, del gamberrillo castigado después de clase, del Breakfast Club: y suena Don´t You Forget About Me y claro, la noche boca arriba.
Los bises son un regalo inconmensurable para un público entregado al delirio: Promised You a Miraclede New Gold Dream y que todos recordamos de la versión en directo del disco de 1987 grabado en ParísLive In The City Of Light; después, See The Lights del Real Life y el que es, sin lugar a duda, el momento del concierto, por encima de Waterfront, de Mandela Day e, incluso, de Don´t You Forget About Me. Se trata de Alive And Kicking, la perla maestra del disco Once Upon A Time.

Poco más se puede decir de esta canción vestida de la belleza marfileña de las teclas de un piano de cola y las vibraciones coloristas de una batería inigualable. El público lo sabe. Y ellos, la banda, también. Es la culminación de la noche boca arriba, esa noche boca arriba…, que termina de voltearse con la última canción del concierto, Sanctify Yourself (Once Upon A Time es un disco de leyenda, y su espacio en el setlist de hoy así lo demuestra).
Don Julio era un gran amante del jazz, pero estoy seguro de que también le habrían gustado Simple Minds…
Sanctify Yourself nos devuelve al Jim Kerr más revoltoso, descarado y con un toque de rebeldía violenta. El Jim Kerr que, con su voz, una voz que sigue sonando como la de esos Simple Minds que surfeaban en la cresta de la ola del éxito en los años 80, ese Jim Kerr, ese mismo, termina de voltear la noche para poner así el colofón, el desenlace a la historia sobre música y décadas, notas y paso del tiempo, guitarras que son recuerdos y canciones capaces de poner Madrid y el Botánico, boca arriba.
Julio Cortázar, desde algún sitio que le permite verlo todo, ha contemplado esta noche calurosa y nos mira y sonríe. Seguro, sonríe.

lunes, 9 de julio de 2018

Para vosotros, alérgicos




*Esta entrada se publicó originalmente en el blog de la Asesoría literaria Proscritos de Torrelodones:

https://proscritos.com/para-vosotros-alergicos/


Muchos meses, demasiados creo yo, son los que llevamos soportando una alergia pertinaz de estornudos, toses, lloriqueos y ahogos. A ver si va a resultar que la alergia no es primaveral, sino una reacción defensiva ante los espantos que nos rodean, esos que últimamente son demasiado cotidianos…
Cada mañana, cuando me enfrento a la salva obligatoria de estornudos y angustias, me pregunto si se trata de una reacción provocada por la estupidez generalizada que entra por la ventana, se derrama en las redes sociales, asoma por el televisor o, simplemente, se pasea por la calle.
En efecto, quizás sea una alergia a todo eso, que es como decir que se trata de una alergia a una cosa sola: al ser humano. Porque los seres humanos somos cada vez más gilipollas. O tal vez siempre hayamos sido así, y ahora estemos tan hartos que ya no lo soportamos.
No soy ni un Sartre ni un Camus con la capacidad para refugiarme de nuestra estupidez detrás de un ego salpimentado de filosofías, ni un Dylan Thomas parapetado tras la botella, ni siquiera un influencer de cabeza hueca encastillado en esa novela que alguien le ha escrito para entontecer a sus miles de seguidores.
Por eso, porque no soy ninguno de ellos, creo que el remedio a la terrible alergia existencial que me persigue, que nos persigue a muchos, puede encontrarse en aquella frase de Cesare Pavese sobre entender la literatura “como defensa ante las ofensas de la vida”. Tal vez, hundirnos en la lectura de algún libro reparador sea la fórmula magistral que pueda calmar nuestras alergias provocadas por las oleadas de estupidez humana que nos rodean.
Lo tengo tan claro que creo que deberían recetarse lecturas y libros en las consultas de la Seguridad Social. Nos recibiría nuestro apático médico de cabecera con el desgastado “¿qué le pasa?”, y cuando le hubiéramos contado nuestros males, tiraría de receta y prescribiría una “muerte de Ivan Ilich”, de Tolstoi, para el pesadito que está siempre en el médico, al menor síntoma de resfriado, o el “retrato del artista adolescente”, de Joyce, para el muchacho hiperactivo; incluso, “En busca del tiempo perdido”, de Proust, para todos aquellos que solo sabemos vivir, y mirar obsesionados, la caja de caudales de nuestro pasado ulceroso.
Nos extendería la recetita, y al salir de la consulta se nos ofrecerían diferentes puestos de libros con todo tipo de volúmenes, desde ediciones de lujo hasta libros usados y de segunda mano, en donde poder adquirir nuestras medicinas.
Esa tarde, en casa, leyendo los remedios ordenados por los médicos, muchos encontraríamos calma a las alergias, porque, al fin y al cabo, nuestras alergias no son más que angustias del corazón. Y de eso, de angustias y corazones, la buena literatura, la que es grande de verdad, sabe mucho.

martes, 3 de julio de 2018

Adiós al mundo de ayer: cuatro escritores y sus visiones del mundo



*Esta columna apareció en achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/adios-al-mundo-de-ayer-cuatro-escritores-y-sus-visiones-del-mundo/

Este jueves terminé de impartir, por esta temporada (volveremos a mediados de septiembre), mi Taller de Literatura Comparada en la asesoría literaria Proscritos de Torrelodones. Desde el mes de octubre me he empeñado en demostrar que existen otras formas de leer, que es posible otra manera de afrontar y ejercitar la lectura. Ahora, me encuentro preparando un curso para el mes de julio, consistente en la visión que del mundo tienen cuatro autores: Zweig, Sebald, Kadaré y Houellebecq.

Así, para tener una perspectiva rápida del asunto, lo que más aparece en estas cuatro visiones es la idea de la inseguridad, de que el hombre no está ya a salvo de ninguna de las maneras. Si el mundo del ayer era un lugar seguro, el mundo del hoy es un sitio tremendamente peligroso.
La sensación de inseguridad es inherente al hombre moderno. Se nos ha apoderado un miedo pavoroso y no somos capaces de encontrarnos resguardados ni en el seno de nuestro principal refugio: en el hogar. Cualquier amenaza externa puede alcanzarnos, cualquier desastre afectarnos cuando menos lo esperemos.
En principio, esa maldita transición de un mundo seguro a un mundo inseguro, es decir, del mundo del ayer al mundo de hoy, vino de la mano de la quiebra que significó la Gran Guerra, es decir, la Primera Guerra Mundial, y la composición geopolítica resultante del conflicto que alimentó, durante 21 años, el siguiente estallido, la letal Segunda Guerra Mundial de la que el mundo resultante ya nunca fue el mismo de antes.

Primera y Segunda Guerra Mundial: imágenes de un mismo conflicto separado por 21 años
Porque hay que entender las dos guerras mundiales del siglo XX tal vez como una sola contienda separada por esos años de tregua, pero en donde la batalla, política, diplomática, económica, social, continuaba con encono: solo era necesario retomar las armas de nuevo. Y se retomaron.

La idea de mundo perdido, de ese mundo de ayer extraviado que jamás regresará, la encontramos en un libro determinante del primer autor de los cuatro que he mencionado antes: El mundo de ayer, ese ensayo biográfico escrito por Stefan Zweig y publicado por El Acantilado. Con la Primera Guerra Mundial se liquidó el Imperio Austrohúngaro y con él todo lo que se apareja a una especie de Antiguo Régimen monolítico: muchas cosas malas, en efecto, pero algunas buenas también ardieron en las bocas de esos cañones de agosto.
El Antiguo Régimen, el sistema de los Imperios Centrales que entraba en crisis, se había caracterizado por dotar al ciudadano de una sólida idea de seguridad que, en absoluto, era ni precaria ni vaporosa. Un habitante del Imperio Austrohúngaro podía saber a ciencia cierta los años durante los que trabajaría en una empresa, el dinero que ganaría, el momento de su jubilación, en qué podría invertir sus ahorros… Todo estaba calculado. El Imperio Austrohúngaro era el mayor sistema de pesos y medidas del mundo, la exactitud encarnada en el Estado. Y esa exactitud traía consigo una estabilidad que proporcionaba la seguridad automática.
De forma que, cuando el sistema saltó por los aires con la contienda, de repente, se liquidaron algunos constructos de la vieja era que dejaron a los súbditos de la Europa Central con una fría sensación recorriéndoles la espalda, con el escalofrío de alguien a quien le han retirado, súbitamente, el suelo bajo sus pies.
El periodo de entreguerras se encargo de terminar de liquidar cualquier atisbo de retorno al mundo seguro del ayer, hasta que la Segunda Guerra Mundial lo arrasó todo y la civilización que surgió de ella ya nada tenía que ver con la de antes: más indefensa, más desarraigada, completamente perdida la identidad para una Europa fantasma que jamás ha vuelto a recuperarse.
Aquí entra el escritor W. G. Sebald y su obra Austerlitz, publicada por AnagramaSebald nos cuenta el relato de Jacques Austerlitz, un hombre que no sabe quién es, condenado a vagar por las estaciones de ferrocarriles de Europa a la búsqueda de algunos retazos que puedan reconfigurar su identidad.

Tanto Austerlitz como el propio narrador ya viven asentados de forma permanente en el horror que proporciona la absoluta inseguridad que apareja la desaparición del mundo anterior y la completa incomprensión del nuevo que se les muestra, producto de las mayores infamias y brutalidades de las que ha sido capaz el hombre.
De esa forma, en la novela de Sebald nos encontramos con un relato sobre la identidad (o sobre a falta de ella) como una condena que arrastra la humanidad a causa de las guerras del siglo XX, y en concreto de la Segunda, equipaje con el que hemos llegado al cambio de milenio como si nos aproximáramos a un vertedero existencial.
Austerlitz, novela del cambio de siglo, obedece a todos esos estigmas de las literaturas que cabalgan a lomos de tránsitos temporales turbulentos. Igual que De Sobremesa (Cátedra) del colombiano José Asunción Silva nos muestra todo el pavor que se deriva de la inseguridad del salto del XIX al XX, Sebaldnos ofrece una visión traumática del hombre que entrará en el XXI sin haber resuelto los problemas del XX.

¿Y cómo será el pavoroso siglo XXI? Evidentemente, configurado por el 11-S, que al estilo de la Segunda Guerra Mundial destruye toda la falsa idea de seguridad que podíamos tener guardada como calderilla en los bolsillos y nos convierte, a todos, en aterrorizados conejillos a la espera de ese golpe definitivo que nos desnuque.
Así, como forma de protegerse o de blindarse, la soledad y la incomunicación se convierten en los elementos determinantes del comportamiento social del siglo XXI. Podría decirse que cada cual lleva su propio 11-S interior, que a cada uno se nos caen nuestras propias Torres Gemelas una y otra vez. Un panorama alienante, egoísta, deshumanizado, que refleja muy concretamente Ismaíl Kadaré en su novela El accidente, publicada por Alianza Editorial.

Esta novela es muy importante dentro de la narrativa del escritor albanés porque es una de sus primeras obras ubicadas en la modernidad de una Europa de cambio de siglos, de una Europa que ha dejado de existir como bloque hegemónico y que ha dejado paso a la desintegración de Estados e individuos.
En El accidente se nos presenta una visión europea del desencanto, una geografía continental de la violencia y del aislamiento, de la perturbación y del pavor a la soledad de unos seres que, cada vez que pueden, tienden a encerrarse como medio para encontrar un retazo de su identidad largamente perdida.
Ahora, la sobre modernidad, lo específicamente moderno, ultramoderno, ha conseguido convertir al hombre en una isla sin puentes que le comuniquen con otros hombres y otras islas. El mundo moderno de Kadaré en El accidente es nuestro mundo moderno actual, un mundo en el que todos somos viajeros (externos o internos, poco importa eso), donde siempre estamos de paso, amenazados absolutamente por todo, incluso por lo invisible, atenazados por las posibilidades aterradoras de que nuestra desdicha, además, se multiplique en mundos cuánticos y en millones de posibilidades diferentes y espantosas.




Zweig, Sebald, kadaré y Houellebecq: sus visiones del mundo en su literatura

El bosón de Higgs, de esa forma, no ha venido a clarificar nada, ni nos proporcionará un sendero de retorno al mundo de ayer, ese mundo de la seguridad, sino que ha sembrado otro pánico, el de certificar en nuestro subconsciente que las cosas en las que creemos, o creíamos, ni siquiera son como alcanzábamos a pensar.
Las agresiones llegan de todos lados, la sociedad se desmorona y toma algunas direcciones que, no por anunciadas en algunas de las novelas cruciales de la historia de la literatura, nos resultan menos sorprendentes. Con evidente facilidad el mundo se replica abandonando las páginas de 1984 (editorial Destino) de Orwell y encarnándose con estabilidad en lo cotidiano de nuestro día a día. La manipulación, el borrado de la realidad, la alteración, las mentiras, el mundo virtual, todo ello empieza a parecer una copia exacta de algunas de esas distopías demoledoras, del Nosotros (Akal) de Zamiatin o de La naranja mecánica (Minotauro) de Burgess



La verdad es que en este primer tramo del siglo XXI ya estamos viviendo en una distopía. La distopíanos es tan próxima que está entre nosotros, aunque a veces, manipulados por el propio sistema, no seamos capaces de verla. Entonces, llega la narrativa de Houellebecq y sus distopías próximas, porque lo que nos plantea en La posibilidad de una isla (Alfaguara), Plataforma o Sumisión estas dos últimas en Anagrama), no es un mundo distópico alejado, es el mundo que se encuentra aquí y ahora, cercano.



Leyendo a Houellebecq somos conscientes de esa evolución que hemos experimentado desde los mundos de ayer y de la seguridad de Stefan Zweig, que saltaron por los aires dejándonos la impronta del fracaso, tal y como aparece en Sebald, hasta el siglo XXI de la incomunicación de Kadaré, todo ello sublimado en personajes que son extranjeros de sí mismos, reconectados con la literatura de Camus de mediados del siglo XX porque, en esta distopía en la que nos encontramos actualmente, las cenizas a las que hemos reducido nuestro sistema de valores tienen una correspondencia directa con la deshumanización y el horror pavoroso que resultó de la Segunda Guerra Mundial.
Los sucesos a los que hacemos frente como sociedad durante esta breve tirada de siglo XXI son equivalentes a las peores emanaciones del siglo pasado. Hay una línea directa entre Auschwitz y las Torres Gemelas y Kosovo y el 11-M y la sala Bataclán y la Diagonal de Barcelona. Un agujero de gusano conecta este presente nuestro de sangre en guardabarros y escombreras que ocultan a los muertos con aquel otro de fosas comunes en bosques y camiones fantasma con tubos de escape escupiendo hacia el interior.
Por todo ello, podemos entender la narrativa de Houellebecq como un colofón, dado que su escritura se abandona al comportamiento de un ser humano completamente extraviado y desvalido que será capaz de cualquier cosa con tal de poder sobrevivir, aunque el mero hecho de sobrevivir ya comporte la mayor de las amarguras, el más enorme de los pavores en esta distopía de la inseguridad que consumimos y en la que nos consumimos.