martes, 3 de julio de 2018

Adiós al mundo de ayer: cuatro escritores y sus visiones del mundo



*Esta columna apareció en achtungmag.com:
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Este jueves terminé de impartir, por esta temporada (volveremos a mediados de septiembre), mi Taller de Literatura Comparada en la asesoría literaria Proscritos de Torrelodones. Desde el mes de octubre me he empeñado en demostrar que existen otras formas de leer, que es posible otra manera de afrontar y ejercitar la lectura. Ahora, me encuentro preparando un curso para el mes de julio, consistente en la visión que del mundo tienen cuatro autores: Zweig, Sebald, Kadaré y Houellebecq.

Así, para tener una perspectiva rápida del asunto, lo que más aparece en estas cuatro visiones es la idea de la inseguridad, de que el hombre no está ya a salvo de ninguna de las maneras. Si el mundo del ayer era un lugar seguro, el mundo del hoy es un sitio tremendamente peligroso.
La sensación de inseguridad es inherente al hombre moderno. Se nos ha apoderado un miedo pavoroso y no somos capaces de encontrarnos resguardados ni en el seno de nuestro principal refugio: en el hogar. Cualquier amenaza externa puede alcanzarnos, cualquier desastre afectarnos cuando menos lo esperemos.
En principio, esa maldita transición de un mundo seguro a un mundo inseguro, es decir, del mundo del ayer al mundo de hoy, vino de la mano de la quiebra que significó la Gran Guerra, es decir, la Primera Guerra Mundial, y la composición geopolítica resultante del conflicto que alimentó, durante 21 años, el siguiente estallido, la letal Segunda Guerra Mundial de la que el mundo resultante ya nunca fue el mismo de antes.

Primera y Segunda Guerra Mundial: imágenes de un mismo conflicto separado por 21 años
Porque hay que entender las dos guerras mundiales del siglo XX tal vez como una sola contienda separada por esos años de tregua, pero en donde la batalla, política, diplomática, económica, social, continuaba con encono: solo era necesario retomar las armas de nuevo. Y se retomaron.

La idea de mundo perdido, de ese mundo de ayer extraviado que jamás regresará, la encontramos en un libro determinante del primer autor de los cuatro que he mencionado antes: El mundo de ayer, ese ensayo biográfico escrito por Stefan Zweig y publicado por El Acantilado. Con la Primera Guerra Mundial se liquidó el Imperio Austrohúngaro y con él todo lo que se apareja a una especie de Antiguo Régimen monolítico: muchas cosas malas, en efecto, pero algunas buenas también ardieron en las bocas de esos cañones de agosto.
El Antiguo Régimen, el sistema de los Imperios Centrales que entraba en crisis, se había caracterizado por dotar al ciudadano de una sólida idea de seguridad que, en absoluto, era ni precaria ni vaporosa. Un habitante del Imperio Austrohúngaro podía saber a ciencia cierta los años durante los que trabajaría en una empresa, el dinero que ganaría, el momento de su jubilación, en qué podría invertir sus ahorros… Todo estaba calculado. El Imperio Austrohúngaro era el mayor sistema de pesos y medidas del mundo, la exactitud encarnada en el Estado. Y esa exactitud traía consigo una estabilidad que proporcionaba la seguridad automática.
De forma que, cuando el sistema saltó por los aires con la contienda, de repente, se liquidaron algunos constructos de la vieja era que dejaron a los súbditos de la Europa Central con una fría sensación recorriéndoles la espalda, con el escalofrío de alguien a quien le han retirado, súbitamente, el suelo bajo sus pies.
El periodo de entreguerras se encargo de terminar de liquidar cualquier atisbo de retorno al mundo seguro del ayer, hasta que la Segunda Guerra Mundial lo arrasó todo y la civilización que surgió de ella ya nada tenía que ver con la de antes: más indefensa, más desarraigada, completamente perdida la identidad para una Europa fantasma que jamás ha vuelto a recuperarse.
Aquí entra el escritor W. G. Sebald y su obra Austerlitz, publicada por AnagramaSebald nos cuenta el relato de Jacques Austerlitz, un hombre que no sabe quién es, condenado a vagar por las estaciones de ferrocarriles de Europa a la búsqueda de algunos retazos que puedan reconfigurar su identidad.

Tanto Austerlitz como el propio narrador ya viven asentados de forma permanente en el horror que proporciona la absoluta inseguridad que apareja la desaparición del mundo anterior y la completa incomprensión del nuevo que se les muestra, producto de las mayores infamias y brutalidades de las que ha sido capaz el hombre.
De esa forma, en la novela de Sebald nos encontramos con un relato sobre la identidad (o sobre a falta de ella) como una condena que arrastra la humanidad a causa de las guerras del siglo XX, y en concreto de la Segunda, equipaje con el que hemos llegado al cambio de milenio como si nos aproximáramos a un vertedero existencial.
Austerlitz, novela del cambio de siglo, obedece a todos esos estigmas de las literaturas que cabalgan a lomos de tránsitos temporales turbulentos. Igual que De Sobremesa (Cátedra) del colombiano José Asunción Silva nos muestra todo el pavor que se deriva de la inseguridad del salto del XIX al XX, Sebaldnos ofrece una visión traumática del hombre que entrará en el XXI sin haber resuelto los problemas del XX.

¿Y cómo será el pavoroso siglo XXI? Evidentemente, configurado por el 11-S, que al estilo de la Segunda Guerra Mundial destruye toda la falsa idea de seguridad que podíamos tener guardada como calderilla en los bolsillos y nos convierte, a todos, en aterrorizados conejillos a la espera de ese golpe definitivo que nos desnuque.
Así, como forma de protegerse o de blindarse, la soledad y la incomunicación se convierten en los elementos determinantes del comportamiento social del siglo XXI. Podría decirse que cada cual lleva su propio 11-S interior, que a cada uno se nos caen nuestras propias Torres Gemelas una y otra vez. Un panorama alienante, egoísta, deshumanizado, que refleja muy concretamente Ismaíl Kadaré en su novela El accidente, publicada por Alianza Editorial.

Esta novela es muy importante dentro de la narrativa del escritor albanés porque es una de sus primeras obras ubicadas en la modernidad de una Europa de cambio de siglos, de una Europa que ha dejado de existir como bloque hegemónico y que ha dejado paso a la desintegración de Estados e individuos.
En El accidente se nos presenta una visión europea del desencanto, una geografía continental de la violencia y del aislamiento, de la perturbación y del pavor a la soledad de unos seres que, cada vez que pueden, tienden a encerrarse como medio para encontrar un retazo de su identidad largamente perdida.
Ahora, la sobre modernidad, lo específicamente moderno, ultramoderno, ha conseguido convertir al hombre en una isla sin puentes que le comuniquen con otros hombres y otras islas. El mundo moderno de Kadaré en El accidente es nuestro mundo moderno actual, un mundo en el que todos somos viajeros (externos o internos, poco importa eso), donde siempre estamos de paso, amenazados absolutamente por todo, incluso por lo invisible, atenazados por las posibilidades aterradoras de que nuestra desdicha, además, se multiplique en mundos cuánticos y en millones de posibilidades diferentes y espantosas.




Zweig, Sebald, kadaré y Houellebecq: sus visiones del mundo en su literatura

El bosón de Higgs, de esa forma, no ha venido a clarificar nada, ni nos proporcionará un sendero de retorno al mundo de ayer, ese mundo de la seguridad, sino que ha sembrado otro pánico, el de certificar en nuestro subconsciente que las cosas en las que creemos, o creíamos, ni siquiera son como alcanzábamos a pensar.
Las agresiones llegan de todos lados, la sociedad se desmorona y toma algunas direcciones que, no por anunciadas en algunas de las novelas cruciales de la historia de la literatura, nos resultan menos sorprendentes. Con evidente facilidad el mundo se replica abandonando las páginas de 1984 (editorial Destino) de Orwell y encarnándose con estabilidad en lo cotidiano de nuestro día a día. La manipulación, el borrado de la realidad, la alteración, las mentiras, el mundo virtual, todo ello empieza a parecer una copia exacta de algunas de esas distopías demoledoras, del Nosotros (Akal) de Zamiatin o de La naranja mecánica (Minotauro) de Burgess



La verdad es que en este primer tramo del siglo XXI ya estamos viviendo en una distopía. La distopíanos es tan próxima que está entre nosotros, aunque a veces, manipulados por el propio sistema, no seamos capaces de verla. Entonces, llega la narrativa de Houellebecq y sus distopías próximas, porque lo que nos plantea en La posibilidad de una isla (Alfaguara), Plataforma o Sumisión estas dos últimas en Anagrama), no es un mundo distópico alejado, es el mundo que se encuentra aquí y ahora, cercano.



Leyendo a Houellebecq somos conscientes de esa evolución que hemos experimentado desde los mundos de ayer y de la seguridad de Stefan Zweig, que saltaron por los aires dejándonos la impronta del fracaso, tal y como aparece en Sebald, hasta el siglo XXI de la incomunicación de Kadaré, todo ello sublimado en personajes que son extranjeros de sí mismos, reconectados con la literatura de Camus de mediados del siglo XX porque, en esta distopía en la que nos encontramos actualmente, las cenizas a las que hemos reducido nuestro sistema de valores tienen una correspondencia directa con la deshumanización y el horror pavoroso que resultó de la Segunda Guerra Mundial.
Los sucesos a los que hacemos frente como sociedad durante esta breve tirada de siglo XXI son equivalentes a las peores emanaciones del siglo pasado. Hay una línea directa entre Auschwitz y las Torres Gemelas y Kosovo y el 11-M y la sala Bataclán y la Diagonal de Barcelona. Un agujero de gusano conecta este presente nuestro de sangre en guardabarros y escombreras que ocultan a los muertos con aquel otro de fosas comunes en bosques y camiones fantasma con tubos de escape escupiendo hacia el interior.
Por todo ello, podemos entender la narrativa de Houellebecq como un colofón, dado que su escritura se abandona al comportamiento de un ser humano completamente extraviado y desvalido que será capaz de cualquier cosa con tal de poder sobrevivir, aunque el mero hecho de sobrevivir ya comporte la mayor de las amarguras, el más enorme de los pavores en esta distopía de la inseguridad que consumimos y en la que nos consumimos.

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