sábado, 30 de junio de 2012

Himmler en los toros



-Madrid, 20 de octubre de 1940-: 


-¡Date prisa, por Dios, Tato! -el Chocolate angustiaba con tantas urgencias a su aprendiz de la imprenta taurina. Debían empapelar todo Madrid con los cartelones, pero empapelarlo a base de bien. Toda la ciudad tenía que saberlo, estar perfectamente al tanto del acontecimiento porque no se trataba de una corrida más, no, que en ella se interesaba, nada menos, que el Palacio del Pardo.

El Chocolate nunca llegó a pasar de ser un mero monosabio al que una inoportuna cornada dejó cojo en la plaza de Chinchón, durante una aciaga tarde de fiestas del pueblo, de esas veces en las que vienen mal dadas. Su aprendiz, Tato, que soñaba con llegar a ser torero algún día, ponía empeño y ganas en la imprenta taurina, pero se le veía al chico sin madera, ni para lo uno, un tanto corto a la hora de desenvolverse entre prensas y tipos, ni para lo otro, lo del toreo, sin talento ni buenas maneras.

Casi siempre que se preparaba una corrida en las Ventas les encargaban de la impresión de los carteles, pero para una ocasión tal, tan solemne, las cosas se presentaron de muy diferente manera. Acudieron al taller unos siniestros hombres del Palacio del Pardo, dictaron los endiablados textos e incluso proporcionaron algunos de los elementos que deberían aparecer en la composición del aviso. Era una labor compleja y de responsabilidad, un trabajo difícil del que debía quedar satisfecho el mismísimo Caudillo.

El Chocolate levantó el primer cartel y lo miró a contraluz, para luego pasárselo al señor de traje oscuro que llevaba toda la tarde de supervisor de la tarea y que parecía que los miraba algo amoscado. El torero cojo exclamó orgulloso:
-¡El propio Generalísimo quedará satisfecho con esto! -el hombre asintió con la cabeza y les ordenó:

-¡Pues, ea, a empapelar Madrid!

El cartelón, de fondo totalmente rojo, un color que tal vez no era muy bien visto por el régimen franquista, iba encabezado por un yugo y unas flechas en blanco. Bajo ellas se leía: “PLAZA de TOROS de MADRID”, a lo que seguía una extraordinaria cabeza de toro grabada a plumilla y tinta china. Tras el retrato del animal ponía:

El domingo, 20 de octubre de 1940 (si el tiempo no lo impide y bajo la presidencia... etc., etc., etc., con todos esos formulismos repetitivos habituales) GRAN CORRIDA DE TOROS organizada en honor de S.E. el REICHSFÜHRER S.S. HEINRICH HIMMMLER con asistencia de las Autoridades y Jerarquías del Partido. SE LIDIARAN SEIS MAGNIFICOS TOROS, 3 con divisa azul y encarnada de D. Bernardo Escudero, de Madrid y 3 con divisa verde y grana de D. Manuel Arranz, de Salamanca. Espadas: Marcial Lalanda, Rafael Ortega “Gallito”, Pepe Luis Vázquez, que confirmará la alternativa...

Luego, seguía la monótona relación de los nombres de los picadores, los picadores reserva y los banderilleros, las advertencias acerca del apartado de los toros y el precio de la entrada: 2,50 pesetas.

El cartel se cerraba, en su base, con una descomunal cruz gamada negra insertada en un círculo blanco.

-Ha quedado de rechupete -le murmuró el Chocolate al Tato. Ambos se dirigían por la calle de Alcalá, a la búsqueda de los lugares acostumbrados de pegada de los carteles. El Chocolate arrastraba una espectacular cojera y se tambaleaba al caminar entre los cubos y el engrudo que transportaba con dificultad.

La entrevista de Franco con Hitler en Hendaya se veía precedida por la visita de buena voluntad de Heinrich Himmler, el Reichsführer y jefe de las SS, con el objetivo de allanar el camino de las relaciones. Con la visita, Himmler se convirtió en el miembro del gobierno del Tercer Reich que con mayor rango visitó España. Entró por Irún el diecinueve de octubre de 1940, paró en San Sebastián, visitó la Diputación, el Palacio de San Telmo, el Club Náutico y el Monte Igueldo. Tras almorzar se marchó a Burgos para conocer la Cartuja y la Catedral y, a las once de la noche, a bordo de un tren especial, se encaminó en dirección a Madrid, ciudad a la que llegó el domingo veinte.

Tras las preceptivas recepciones y la entrevista en el Pardo con Franco, Himmler acudió esa tarde a los toros. El Chocolate y el Tato desempeñaron bien su trabajo y, en el trayecto que lo condujo a la plaza, Himmler pudo ver desde su coche un buen número de cartelones adornados con la esvástica, pegados por las paredes y las vallas de las calles.

Se acomodó en el palco, saludó con la mano en alto y dio comienzo la corrida. Allí permanecía impenetrable, con ese diminuto rostro que todo lo oteaba detrás de sus ridículas gafitas, como un búho al acecho de sus presas, sin dejar de mirar en derredor de la plaza como anonadado, pensativo, inmerso en asuntos y problemas ajenos a la estúpida y sangrienta corrida de toros que lo aburría mortalmente. Göring ya le advirtió de que, si viajaba a España, le obligarían a pasar por esa barbaridad de la que los españoles se sentían tan orgullosos. ¡Que salvajes! ¡Cuanta sangre! ¡Qué inhumanidad!

Dos aficionados entrecruzaron con disimulo varias frases acerca de la presencia de Himmler en la plaza:

-¿Pero qué puede saber ese cabeza cuadrada de toros?

-¡Shhh! ¡Baja la voz Manolo, no sea que te oigan!

-Me apuesto lo que quieras a que no se entera de nada. ¿Pero es que no le ves la cara de estúpido que tiene?

Himmler no durmió muy bien esa noche, asaltado por sangrientas pesadillas relacionadas con la corrida de toros. Al día siguiente, vio El Escorial y viajó a Toledo para recorrer el Alcázar. Ensimismado, rumiaba sus ideas, hastiado de España. Al visitar un monasterio benedictino y contemplar una imagen de la Virgen con el Niño manifestó, ante la incredulidad de unos acompañantes que en absoluto se atrevieron a mostrarse en desacuerdo:

-Ambos son, indiscutiblemente, de origen nórdico.

Al  día siguiente, marchó a Barcelona y, desde allí, salió en avión con destino a Alemania y a la búsqueda de ese destino que lo aguardaba: un pomo de cianuro y los soviéticos a sangre y fuego sobre la ruinas de Berlín.

viernes, 29 de junio de 2012

La verdadera magnitud de la herida


yo soy el dueño de esta herida

cuando esta mañana la sangre manchó las aceras los bordes de la herida me recordaron que tan sólo soy un minotauro devuelto no ya a su laberinto sino desterrado a un corral donde desparrama allí su cabeza de moco y rabia sobre montones de estiércol y acomoda la joroba en el lodo

yo soy el dueño de esta herida

cuando esta mañana me quebré con los afilados bordillos de las aceras en un intento de conseguir la dureza de los adoquines y mi corazón siguió con la blandura de los regalices yo volví a ser el eugene tooms que se alimenta de hígados para retornar a mi guarida de bilis y vómitos y no reaparecer de esa oscuridad amarilla ya jamás

yo soy el dueño de esta herida

cuando creía que el cauterio durante unos meses había cicatrizado ambas orillas de eldorado de mi dolor me he revuelto en los daños para comprender que sus lados son inalcanzables y que ni todos los orellana que enviara para segar con la espada la fuente en donde brota esta pesadilla serían suficientes en una travesía de tanta desesperación

yo soy el dueño de esta herida

se trata de introducir los dedos en la herida y descosturarla y ensancharla por los lados tanto que ya no me pueda contemplar frente al espejo sin ver cómo me surca esa herida por completo hasta ser yo toda esa herida y saber que

como yo soy el dueño de esta herida

conozco la verdadera magnitud de esta herida

que bulle en los pulmones y en el pecho y en el corazón que se fraguó con las estúpidas esperanzas de creer merecerme lo que no me merezco y por construir un monumento de merengue con la intención tan decidida de no volver a ser eugene tooms ni un minotauro y ahora sajada la realidad sobre las aceras de la mañana descubro que nunca he dejado de ser ellos que no tengo derecho a nada que no merezco ya nada y que mi único derecho es ser como ellos un monstruo que repugno

yo soy el dueño de la herida

y como conozco la verdadera magnitud de la herida

sé que esta herida de soledad y acuarelas de inmensidades urbanas a lo hopper puede extirparse para siempre con sangre

(cuadro de Hopper)

miércoles, 27 de junio de 2012

El segundo armisticio del bosque de Compiègne


-Afueras de París, veintiuno de junio de 1940-

El once de noviembre de 1918, con el enfermo de Pasewalk sumido por entonces en reflexiones y negros presagios, anegado en sus densos deseos de venganza, tan densos y tan negros como la estática humareda que permanece tras el impacto de un obús, ese día, a las cinco y diez de una fría y neblinosa madrugada entre la nieve, dos vagones de ferrocarril coincidieron en un claro del bosque de Compiègne, a cincuenta kilómetros al norte de París. 

Uno de los convoyes pertenecía a los aliados y, el otro, a los alemanes. Los derrotados fueron invitados al vagón número 2419 D, el vagón del mariscal Foch. En su interior les aguardaba una mesa rodeada de diez sillas y sobre la mesa diez documentos que expresaban las condiciones de una rendición mucho más de diez veces humillante. Esa misma mañana se efectuaba el alto el fuego en todos los frentes, ya demasiado tarde para August Macke y Franz Marc, demasiado tarde ya para el soldado Oskar Pollak... Una rendición demasiado insoportable para el enfermo de Pasewalk que, al enterarse, se mordía los puños en su habitación del sanatorio y juraba venganza...

Desde entonces, Francia acondicionó el lugar del carrefour de l´Armistice como una zona histórica y monumental: dos losas de granito señalaban el punto exacto en donde se detuvieron los trenes de las potencias contendientes. El vagón, en cuyo interior se firmó el acto final de la Gran Guerra, se exhibía en una nave construida a propósito muy cerca de allí. En 1937 se le añadió al conjunto la estatua del mariscal Foch, colocada junto a un bloque de granito en el que se podía leer: Aquí, el once de noviembre de 1918, sucumbió el orgullo criminal germano, vencido por los pueblos libres que intentó esclavizar. Cerca de dicha inscripción, se erigía el monumento memorial de Alsacia-Lorena que presentaba una impresionante águila de bronce en referencia a los alemanes, caída y atravesada por una enorme espada aliada. Otra leyenda recordaba a los heroicos soldados de Francia, defensores de la patria, gloriosos liberadores de la Alsacia y la Lorena.

Aquella paz fue una paz vergonzosa para los derrotados, un abuso, una paz que manchó de oprobio al bando vencedor, emborrachado en su gloriosa victoria y que no supo, en absoluto, perdonar. Una paz que sentó las bases de toda la venganza, de la carnicería posterior. Al menos, así lo entendía el enfermo de Pasewalk, que se prometió devolverles la jugada a los franceses en el mismo lugar. Y lo consiguió.

A las tres y cuarto de la tarde de un espléndido veintiuno de junio de 1940, Hitler, acompañado de Göring y sus acólitos más siniestros, pisó la tranquila zona en donde veintidós años atrás Alemania se había rendido al mariscal Foch. Los alemanes se tomaron la molestia de trasladar el ajado y carcomido vagón de Foch desde el pabellón en el que se exponía hasta la zona exacta del encuentro original, para recrear, con la mayor exactitud posible, el cuadro del armisticio de 1918, pero a la inversa. Hitler siempre supo ser vengativo.

La delegación alemana se apeó de sus coches frente al memorial de Alsacia-Lorena, cubierto de banderas con la esvástica que no permitían la lectura de las inscripciones ni la visión del águila del Reich atravesada por la espada aliada. Sin embargo, el Führer no pudo evitar leer el bloque de granito, que no se encontraba tapado en su totalidad, y engulló de muy mala gana lo de sucumbió el orgullo criminal germano vencido por los pueblos libres que intentó esclavizar. No llegó a montar en cólera,  pensó que todo eso ya daba igual, no se trataba más que de una vetusta historia que él mismo se encargaba de enmendar, de cambiar. Allí, se iban a escribir nuevas y mucho más brillantes páginas... ¿Acaso no pertenecía ya París al Tercer Reich? Y también debió de acordarse de cuando convalecía en Pasewalk: ahora, el enfermo de Pasewalk se cobraba la deuda. El oprobio de los cuatrocientos cuarenta y ocho artículos de Versalles iba a ser, definitivamente, limpiado.

Hitler ocupó en el interior del vagón la misma silla en la que aposentó sus ilustres posaderas el mariscal Foch. En apenas cinco minutos la delegación francesa apareció en escena, con el general Huntziger a la cabeza y con el mariscal Petaín a su lado, entre otros prebostes.

El general Keitel leyó los términos de la rendición francesa y el resto fue historia, tal y como deseaba Hitler: el Gobierno francés capituló y el vagón del mariscal Foch fue trasladado a Berlín. Se expuso durante un tiempo en Lustgarten, hasta que fue destruido por las SS en el año 1943. Además, se desmanteló todo el complejo y, por supuesto, el insultante monumento de la Alsacia-Lorena.

Adolf Hitler, al bajar del vagón de la firma, expresó su alegría con una amplia sonrisa, con un nervioso palmoteo sobre uno de sus muslos y con una irreverente elevación de la pierna derecha a modo de improvisado pasito de baile. Se le abría un futuro tan prometedor desde allí...

Francia pudo restaurar el complejo del carrefour al termino de la Segunda Guerra Mundial pero el vagón de Foch que se exhibe allí actualmente no es el original, algo que no advierten al incauto turista. O quizás no desean recordárselo al visitante como, también, prefieren ignorar que, sin el orgulloso y humillante armisticio que se firmó allí en el 1918, tal vez la Bliztkrieg no hubiera asolado Europa, ni las hordas de la Wehrmacht violentado las fronteras de Polonia, ni Alemania podría haber esgrimido la resentida paz derivada de la Gran Guerra como una burda justificación de todo el horror desencadenado posteriormente...

Como, tampoco, nunca hubiese sucedido nada, si un amargado profesor de la Academia de Bellas Artes de Viena no considerara necesario suspender, una vez más, el examen de acceso del alumno-candidato Adolf Hitler por dibujar pocas cabezas; sí, pintó muchos paisajes... pero escasas personas en ellos.
           

martes, 26 de junio de 2012

Oliveira


no
no quiero ser oliveira
enamorado de la maga

no
no quiero ser el magistral
sufriendo por anita

no
no quiero ser petrarca
enfermo de laura

no
no quiero ser dante
enfebrecido por beatriz

quiero
ser
yo

inficionado
de
ti

Nueva Wildesca


 "El mundo es un cementerio, y todos nosotros, como un ataúd, llevamos dentro un esqueleto".

Oscar Wilde: "La Duquesa de Parma".

domingo, 24 de junio de 2012

Relato soñado


Llevaba varios días acudiendo allí: había construido artesanalmente, con mis manos, todas las estanterías, los muebles, los aparadores, en donde ella, despacio, a medida que, ahora, voy rematando mis obras, va colocando sus libros: con cariño, con infinito amor: su Tolstoi, su Proust, su Goethe, su Dostoievski y por supuesto, por encima de todos ellos: su Kafka.

El penúltimo día: al terminar la jornada, sudoroso, me trajo un vaso de agua fría con limón en recompensa a mi complicado montaje final. Después, acercó una de las cajas repleta de libros y extrajo al azar un volumen para colocarlo en el estante, a modo de prueba. Lo miró, tomó distancia, le pareció bien como quedaba. Yo estaba allí plantado, con en vaso en la mano, y como el silencio resultaba incómodo leí en voz alta el título del libro impreso en su lomo: Noche y Niebla, dije. No le gustaría, me replicó. Pensé que era una forma como otra cualquiera de insultarme, de abrir la distancia entre un carpintero y ella, toda una mujer: bellísima. En ese momento me atravesó su pequeño cuerpo tan poderoso, con esos glúteos firmes y marcados, y sus pechos, grandes y robustos... No le gustaría porque es un libro duro; duro y triste, repleto de amargura. Y usted no parece ser así: por eso no, no le gustaría… pero este otro libro tal vez le agrade, lléveselo y ya me dice... Con vergüenza, sentía mi cara como un globo colorado, tomé el volumen que me extendía. Al tocarnos las manos ella no pudo evitar un comentario: ¡qué manos tan suaves! Le faltó añadir: para un carpintero, pero esa desagradable apostilla quedó flotando de aquella boca que ya me obsesionaba. Relato Soñado, musité. En efecto, una obrita menor de Schnitzler, pero creo que le gustará… ¿Vio la película? Ignoraba a qué película se refería. Sí, Eyes Wide Shut, la de Kubrick, su testamento cinematográfico… Ella, evidentemente, ignoraba a ratos, o quería ignorarlo, que hablaba con un carpintero poco ducho en ese mundo de la cultura que, seguro, compartía con sus amigotes en las tardes de viernes de filmoteca y minifalda, cuando los calentaba hablando de cosas como aquellas, cineastas de culto y novelitas de escritores rusos, o alemanes… Seguro que echaba polvo tras polvo con ese discurso, que aquello le funcionaba muy bien para revolcarse en la cama, en esa cama que ahora yo podía ver al fondo del cuarto, por la puerta entreabierta (¿entreabierta a propósito?) y en donde la imaginaba crujiendo entre mis brazos, mis dedos penetrando por entre los espacios de sus costillas. Tomé el libro, meneé la cabeza demostrando mi total desconocimiento de todo lo que me contaba y me marché al refugio de mi furgoneta con el Schnitzler bajo el brazo y una vergonzosa erección.

El último día: regresé porque me restaban unos ajustes, unos pequeños ajustes y estaría ya listo del todo. Después, quizás cualquier vieja de Akron, con esas mansiones que olían a orines, me requerirían para tirar un muro de pladur y hacer mayor sitio para su gato. Cuando ella me abrió la puerta se percató de mi aspecto, de inmediato: que mala cara trae, constató sin el menor cuidado, y era cierto: las ojeras de toda una noche en vela, una noche en vela tras leer el libro que ella me había dejado, que tampoco me pareció gran cosa... pero debo confesar algo: arrojé el Schnitzler al asiento de al lado de la furgoneta sin prestarle mayor atención, resuelto a ni mirarlo, pero durante el trayecto a mi casa un suave perfume como a violetas emanaba del volumen e impregnaba el habitáculo. Mis ojos, sin poderlos dominar, fugazmente al principio, y fijamente después, mis ojos bien abiertos, desmesuradamente abiertos, no podían dejar de buscar el libro, el origen de todos los olores, y mi excitación se hacía cada vez más insoportable. En una de esas ocasiones, separé la vista de la carretera para imantarlos en el libro y aspirar con fuerza el perfume, mientras con una mano buscaba mi entrepierna, no lo podía soportar, y empecé a masturbarme hasta que me salí en una curva. Fue un susto, pero cosa de nada. La velocidad era moderada, ya era tarde y apenas había tráfico y atravesaba en esos momentos una zona residencial. Aún así, me asusté bastante, pero en ello hubo algo placentero, y con la furgoneta acaballada sobre un escalón lateral, terminé de correrme aullando como nunca antes pensé que lo haría. En el éxtasis final me aproximé el libro a la cara para beberme ese perfume que nacía de entre sus tapas y me prometí que al día siguiente, pasara lo que pasara, aquella mujer sería mía, por las buenas o por las malas. Luego, esa noche, me la pasé en blanco, leyendo el Schnitzler.

Así que allí estaba ahora, yo, con las ojeras, la mañana pintada en la cara y todo lo demás: mi intención de llevarla a la cama. Un short vaquero muy corto y sus muslos parecían como embutidos. Le entregué de vuelta su librito y se agachó un poco para colocarlo en un estante bajo: la cuerda del tanga inmediatamente me disparó el deseo. Al incorporarse y mirarme a la cara su rostro estaba arrebolado, y la enorme sonrisa apenas podía entenebrecer el escote de su camiseta de tirantes: no llevaba sujetador y unos pezones pequeños se adivinaban puntiagudos. ¿Le ha gustado el libro? Compuse una mueca desencantada. Ya le dije que era una obrita menor… argumentó para darme la razón a mi escaso entusiasmo. Y resolvió que viéramos la película. Era la mejor forma de poder comparar. Y no sé bien como, no lo sé, pero al poco rato estaba sentado a su lado. Ella: descalza ponía los pies encima de la mesa con las uñas pintadas de lila, y en el televisor la película… una fulana rubia y desnuda se dejaba tocar las tetas por un chulillo de sonrisa retorcida, aquello no tenía mucho que ver con el libro de Schnitzler… Sus pies: de pronto sobre mis piernas, y después acariciándome el pene y después mi lengua entrelazada con la suya y la zorra de la tele hacía el guarro y se paseaba mostrando el culo y yo estaba en la cama introduciendo mis dedos entre aquellas costillas mientras ella gemía y me plantaba los pechos de violetas en la cara y entonces se puso encima y bailó sobre mi sexo hacia adelante y hacia atrás y las violetas envenenaron el ambiente y

¡Vamos, despierta!

Cuando abrió los ojos apenas entendía en donde estaba. Hacía calor allí dentro y el polvo del suelo se le pegaba a la garganta. Un montón de virutas de madera apilado en una esquina. Varios vecinos lo rodeaban impidiéndole respirar. Cuando se separaron logró recuperar el aire y pudo incorporarse. Por la puerta vio el blanco hirviente del paisaje desolado que reverberaba bajo un sol de horizontes vaporosos. Alguien le trajo una jarra con vino de Josafat para que tomara un trago reparador. Bebió un sorbo caliente y amargo, recio, que se arrastró como una torrentera de arena por la garganta. Era como el anuncio de una sangre espesa, de una sangre derramada por algún motivo y sin sentido que, acaso, en aquellos instantes, no llegó a comprender. Cerró los ojos con la esperanza de que, al abrirlos, estaría de nuevo allá, con ella, los dedos entrelazados en sus costillas y el aroma a violetas. Imposible: ni rastro del aroma a violetas. Apestaba a los pies de sus vecinos preocupados, a sandalias de cuero rancio recalentadas y en las sucias plantas los terrones de una tierra negra y cuarteada por la sed. Le palmeaban amistosamente la espalda. Al fondo, María, su mujer, lo miraba con el susto en la mirada, pero una sonrisa luminosa terminó de traerlo de vuelta. Sí, se había desmayado, era ridículo en un hombretón como él, cuando ella le había dado la increíble noticia… Se había desplomado como un bobo y había tenido un sueño de lo más extraño. Aún recordaba a la rubia desnuda y a la mujer de la cama y los grandes pechos de violetas… Cierto, María olía a violetas, él no sabía muy bien cómo lo conseguía, debía ser algún ungüento comprado a un viejo mercader sirio… entonces, sintió mucha vergüenza, acrecentada cuando uno de sus vecinos se le aproximó, le cacheteó la cara y lo felicitó por su próxima paternidad,  recién anunciada.

María sonreía desde una esquina de la habitación, bañada en la luz de la tarde calcinada y, no muy lejos de allí, los huesos blanqueados de alguna caballería famélica arrojados en mitad del secarral bajo el río de chicharras, cerca de donde, después, ardería la zarza… Y María sonreía y, con cada sonrisa, expandía un perfume de violetas mientras con sus manos se acariciaba el vientre.

¡Te lo mereces, José! Eres un buen hombre…

Y esas palabras, “buen hombre”, se le clavaron a José como las astillas le pellizcaban las palmas de las manos cuando lijaba alguna cuna o remataba un ataúd, unas palmas de las manos que, ahora, en su azoramiento, trataban de ocultar la parte de la túnica que delataba, con un cerco, la abundancia de la polución, ya medio seca por el calor, que se le iba pegando con pequeños tironcillos a la piel y que abdicaba, así, con aquel reinado de años de impotencia.


Milleriana


"Aquí estamos todos solos y estamos muertos".

 Henry Miller. "Trópico de Cáncer".

sábado, 23 de junio de 2012

Yo maldigo este idioma


Hoy es el Día E, el día del español en el mundo: palabras, palabras, palabras en español que se encarnaron en mi vida hasta hacerla espinas. Frases y frases en esa lengua que jamás se pronunciaron, esas palabras que tanto bien podían haberme proporcionado: palabras/bálsamo, palabras/flotador, palabras/vida que sin embargo fueron palabras/mortaja y palabras/ataúd.

He aspirado, imbécil, a escribir en español, a expresarme y a expresar mis sentimientos en español: que idiota fui. Nunca tuve una musa inspiradora, nunca, nadie, apareció más allá de las paginas, a caballo de las palabras, sonriendo desde un acróstico, agradecida por una dedicatoria, emboscada tras la eme, amparada bajo una pe, disfrutando del efecto beneficioso de mis palabras por ella y lanzándome una caricia que me hiciera fuerte en el camino.

Son miles de páginas las que he escrito: y son miles de páginas en blanco, porque en el fondo de la corriente de palabras se encuentra una marea muerta que carece de significado. Encuadernaré folios y folios sin sentido y en español, un idioma que tan escasamente alcanza a reproducir mi desesperación.

Son palabras/cemento las que se me fraguan en el pecho y me arrastran a la superficie del cansancio, cuando quisiera moverme planeando por los fondos del idioma: son palabras que forman frases de dolor como costras levantadas y heriditas en la piel, millones de heriditas en la piel que acaban por desangrarme: son frases/puertas al dolor: no hay mensajes en la bandeja de entrada, se cerró sesión, parece estar desconectado, aparece como ausente, no tiene mensajes, no tiene mensajes, no tiene mensajes…

Porque es un idioma que en esas bocas podría haberme convocado, y no quisieron hacerlo. Porque es un idioma que posee multitud de palabras hermosas que jamás se destinaron para mí, que jamás se pronunciaron en mi presencia, que se regalaron, alegremente, a los oídos de otros, por todo eso, por el poco esfuerzo que cuesta hacerlo en español y por lo imposible que me ha resultado, por todo ello:

Yo maldigo este día.

Pero sobre todo maldigo este idioma que me ha traído el dolor y la desesperación.

Sí:

Yo te maldigo.

Esto no es una salida

te dispones a salir
de mi vida
como

cuando yo sea detergente/convulsiones
e intente expulsarlo por un –estúpido-
instinto de supervivencia
(inútil)

como
cuando apareció ese sol de infamia
en la madrugada de adolf eichmann/sol de cuerda y patíbulo

como
cuando a polvorazos
se abrió paso la luz de inmundicia
entre las nubes de tormenta
en el medio día de sanguina
y ladrillos de nicolae ceaucescu

como
cuando la sangría
de lanceta y sanguijuelas
abría borbotones de vida pulmonar
en kafka y heine

te dispones a salir
de mi vida
como
estallan en
fumarolas, bombas y lapillis
textos como este

textos
que escribo
convencido
de que esto
no es
una
salida

domingo, 17 de junio de 2012

The Guns of Brixton


Has dejado toda la ciudad, entera, con la aspereza de su asfalto y la inhumanidad de esos semáforos, la has dejado para mi soledad. Una porción de ladrillos amargos y un cubo de lágrimas con las que fraguar las zanjas. Has dejado toda la ciudad a mi cargo, ese peso me quiebra el pecho con los crujidos del aire acondicionado que ya no te refrigera, que ya no refresca nuestros vasos y nuestra circulación sanguínea. Aquí arriba, en la terracilla, y los edificios de la Gran Vía: al fondo puedo ver el Calderón. La terracilla de nuestros momentos sobre-bajo. Sobre la terracilla, abrazados y derramada la manta y bajo el cielo de enero esperando a que el frío nos traspasara los huesos y la estación espacial internacional. El rugido de la refrigeración es como un guitarreo de Mick Jones y ya sabes: Clash, Clash City Rockers!!! Entonces, me mirabas a los ojos y me tarareabas un poquito de Spanish Bombs… In Andalucía, Federico Lorca is dead and gone y eso de yo te quiero infinito yo te quiero mi corazón y eso de los blacks cars of the Guardia Civil, ahora son dos sonidos los que confluyen en mi cabeza, el refrigerador ejecutando su solo de guitarra como en I´m not down, pero yo si estoy down como la Woman del Callao que tiene mucho down y el otro sonido es tu susurro y es tu voz en mi cabeza que me tararea Spanish Bombs y eso de yo te quiero infinito que sonaba mejor diluido en tus labios que en la garganta herida de alcohol de Joe Strummer y si, ya sé que se nos murió el Strummer igual que se nos murió Joey Ramone o se nos murió Dee Dee y ahora tú añadirías y se nos murió Updike y Salinger, siempre mencionando a esos escritores de la mierda y los tejadillos a mi alrededor de una ciudad que me has regalado en toda la monumentalidad de su desidia, en la enorme monstruosidad de tu ausencia y al ritmo de Guns of Brixton y del bajo de Paul Simonon bum bum bum bum bum bum bum doy pasitos con el daiquiri de brik en la mano y trato de componer una figura sofisticada como esa poeta que tanto te gustaba y que se atiborró a daiquiris antes de gasearse (era Anne Sexton, corazón, me reprocharías mientras yo aumentaba odiándote a ti y a tus libros), bueno pues como esa tía yo ahora intento componer un gesto sofisticado mientras al ritmo del bajo de Guns of Brixton me acerco a pasitos a la gárgola estúpida e hija de puta de la esquina, su cemento cuarteado por el sol y abajo el asfalto derretido por los centígrados como enormes gotillones de una mierda negra que me rezumara del corazón, yo que soy tu corazón, y lo primero en caer es un zapato y luego mi daiquiri de brik y luego el brik entero y detrás de ellos mientras suena en la cabeza Spanish Bombs y todo da vueltas y es como esas mierdas de dibujos empastados que enseñan los psiquiatras una mancha de tinta explosiona explota hacia los lados del folio de la hoja en blanco que es la acera caliente por el cansancio y ooooh the guns of Brixton

sábado, 16 de junio de 2012

Yagoda descubre la existencia de Dios


-Cárcel de la Lubyanka, Moscú, en el mes de marzo de 1938-:

Varlaam Maximov fue un poeta comprometido con la causa estalinista: además de un ferviente defensor de la colectivización agraria, que mató de hambre a millones de ucranianos, delató implacablemente a sus camaradas escritores a quienes entregaba, indefensos, a las insaciables fauces de la policía política, acusados con falacias que los conducían al paredón o al lager. No era de extrañar que Maximov, rapsoda de la construcción y de la electrificación, trovador del estajanovismo, fuera calificado como el mayor poeta vivo de la historia soviética, protegido y mimado por Stalin ante la fidelidad demostrada. Ahora, un dieciocho de junio de 1935, el gran personaje acababa de fallecer para, así, ascender a la gloria y ocupar un sitio en el panteón de las letras.

Un afamado escultor del régimen tomó en escayola una mascarilla de la cara y moldes de las manos, un equipo de médicos preparaba ya su instrumental para llevar a cabo el embalsamamiento del cuerpo. Maximov destacaría en su lugar de honor en el muro del Kremlin, enterrado cerca de otras ilustres personalidades. La casa del escritor, nacido en una aldea cercana a Odessa, hacía años ya que fue reconvertida en un museo al que peregrinaban muchos seguidores y los retratos de Stalin y Gorki, el otro gran intelectual del pueblo, compartían paredes con el de Maximov. Hasta un sello de correos presentaba a esa misma troika con la bandera de la hoz y el martillo al fondo y la palabra “proletarios” entre combativos signos de admiración.

La ceguera del poeta, juguete en manos del cruel régimen, fue tal que no llegó a percatarse nunca de que el sistema al que tanto laudaba mató a su propio hijo, Ivan, porque daba evidentes muestras de disidencia con la realidad estalinista. Los jefes supremos de la policía y de los sistemas represivos del estado acordaron asesinarlo, no fuera que el vástago influyera en la conciencia de su padre y corrompiera al intelectual.

Un amigo del muchacho, vendido al NKVD -el aparato policial que con el paso de los años cambiaría la piel de sus siglas por las escamas no menos terroríficas de KGB- se encargó de emborracharlo con el sabroso Narzak, una mezcla de coñac y agua mineral Narzán, y luego procuró que durmiera la resaca a la intemperie. A la tercera ocasión en que se repitió el proceso la ya de por sí quebradiza salud de Ivan no lo soportó. Despertó tiritando sobre la nieve del parquecillo hasta donde lo condujo la noche anterior su traidor amigo, helado por las corrientes de aire que prendieron en su pecho y desencadenaron una pulmonía. La muerte del hijo desmenuzó el espíritu de Varlaam Maximov, que apenas aguantó con vida un par de años más, como ido y sin arrestos.

Una muchedumbre de notorios velaba el cadáver de Maximov en la lujosa dacha que poseía a las afueras de Moscú, tal vez impropia para un cantor del comunismo. De repente, entre los gemidos de las plañideras y el ambiente crispado por la temblorosa mano del wodka que siempre se apoderaba de los duelos, se deslizó un silencio reverencial que los personajes guardaron en la habitación más por temor a Stalin que por respeto al muerto; el Gran Camarada Stalin acababa de entrar en la salita en donde se encontraba el ataúd del poeta, acompañado por un cortejo de burócratas entre los que destacaba Guénrij Yagoda, por entonces comisario del NKVD y responsable de innumerables purgas, asesinatos políticos, juicios sumarísimos... especialista en montar acusaciones partiendo de las pruebas más peregrinas –y el auténtico padre del plan que terminó con la vida del hijo de Maximov-.

El secretario personal de Maximov –también confidente del NKVD- se acercó a Stalin y le tendió un manuscrito. Era lo último que compuso el poeta, un panegírico en verso sobre la primera central hidroeléctrica de la URSS, levantada sobre el río Voljoz y recientemente terminada, además de unas glosas sobre la construcción del canal que unía el Báltico con al mar Blanco, más de doscientos kilómetros de obras en las que perecieron decenas de miles de presos, entre ellos los escritores acusados por el poeta, compañeros de letras que pasaban por ser amigos suyos y que terminaron como mano de obra en los campos de Siberia.

Stalin miró fijamente el féretro en donde reposaba el prócer. En la imaginación del tirano bullían ya los fastos que organizaría para mayor gloria del vate, así como los aniversarios y juegos florales que llevarían su nombre. Saboreaba el fruto político y propagandístico que obtendría del óbito del escritor cuando, de repente, una voz cavernosa rasgó el negro mutismo para aseverar:

-¡Es cierto, Dios existe!

Todos miraron espantados hacia el lugar de donde brotaron palabras tan infames e insensatas, agravadas al ser pronunciadas en presencia del Gran Camarada. Ante el estupor general, el cuerpo del poeta Maximov acababa de incorporarse y era él quien acababa de articular tamaño despropósito. Inmediatamente después, como satisfecho tras desembuchar la terrible certeza de la que ahora ya podía estar bien seguro tras su viaje al más allá, se desplomó de nuevo para recuperar su eterna placidez ultraterrena.

Stalin, azorado, ordenó a Yagoda silenciar aquel suceso sorprendente ante el que no podía encontrarse una explicación lógica. Maximov fue borrado de la historia de la URSS: se suprimió su nombre de todos los documentos y sus cenizas fueron esparcidas en una fosa común. El poeta fue eliminado con sutiles retoques de las fotografías oficiales y la totalidad de su obra, elegida para altares y gloria, desapareció sin dejar rastro. Nunca existió, igual que les sucedió a Mandelsthan, Ajmatova y Babel. Paradójicamente, Maximov corrió idéntico destino que los escritores a quienes acusó en sus numerosas delaciones…

***

-¡Es cierto, Dios existe!

-¿Qué dice? –le preguntó a Yagoda el agente del NKVD que instruía la declaración de su ex jefe.

-¡Es cierto, es cierto… de todas formas, Dios existe! –gritaba con insistencia, tres años después, el mismísimo Guénrij Yagoda, asaltado por el recuerdo de cuando estuvo presente en la dacha de Maximov y fue testigo de la efímera resurrección del poeta. Ahora, el que otrora fuera destacado arquitecto de la represión, se encontraba recluido en una celda de la Lubyanka, caído en desgracia por intrigas políticas y acusado durante el Tercer Proceso de Moscú.

-Es sencillo... –le aclaró desde el otro lado de los barrotes de acero-. De Stalin no he merecido otra cosa que el desagradecimiento por los servicios prestados… pero de Dios he merecido el castigo más severo. He incumplido todos sus mandamientos miles de veces... ¡Y mira ahora dónde me encuentro y juzga tú mismo si Dios existe o no!

Yagoda, como Maximov, creyó en Dios en el momento supremo y, como le sucedió al poeta, fue borrado de las fotos, de los archivos y de la Historia, aunque sus crímenes, como los crímenes de Stalin, nunca pudieron ser escamoteados, por mucho que intentaron alterarse los hechos preñándolos con mentiras.