miércoles, 27 de junio de 2012

El segundo armisticio del bosque de Compiègne


-Afueras de París, veintiuno de junio de 1940-

El once de noviembre de 1918, con el enfermo de Pasewalk sumido por entonces en reflexiones y negros presagios, anegado en sus densos deseos de venganza, tan densos y tan negros como la estática humareda que permanece tras el impacto de un obús, ese día, a las cinco y diez de una fría y neblinosa madrugada entre la nieve, dos vagones de ferrocarril coincidieron en un claro del bosque de Compiègne, a cincuenta kilómetros al norte de París. 

Uno de los convoyes pertenecía a los aliados y, el otro, a los alemanes. Los derrotados fueron invitados al vagón número 2419 D, el vagón del mariscal Foch. En su interior les aguardaba una mesa rodeada de diez sillas y sobre la mesa diez documentos que expresaban las condiciones de una rendición mucho más de diez veces humillante. Esa misma mañana se efectuaba el alto el fuego en todos los frentes, ya demasiado tarde para August Macke y Franz Marc, demasiado tarde ya para el soldado Oskar Pollak... Una rendición demasiado insoportable para el enfermo de Pasewalk que, al enterarse, se mordía los puños en su habitación del sanatorio y juraba venganza...

Desde entonces, Francia acondicionó el lugar del carrefour de l´Armistice como una zona histórica y monumental: dos losas de granito señalaban el punto exacto en donde se detuvieron los trenes de las potencias contendientes. El vagón, en cuyo interior se firmó el acto final de la Gran Guerra, se exhibía en una nave construida a propósito muy cerca de allí. En 1937 se le añadió al conjunto la estatua del mariscal Foch, colocada junto a un bloque de granito en el que se podía leer: Aquí, el once de noviembre de 1918, sucumbió el orgullo criminal germano, vencido por los pueblos libres que intentó esclavizar. Cerca de dicha inscripción, se erigía el monumento memorial de Alsacia-Lorena que presentaba una impresionante águila de bronce en referencia a los alemanes, caída y atravesada por una enorme espada aliada. Otra leyenda recordaba a los heroicos soldados de Francia, defensores de la patria, gloriosos liberadores de la Alsacia y la Lorena.

Aquella paz fue una paz vergonzosa para los derrotados, un abuso, una paz que manchó de oprobio al bando vencedor, emborrachado en su gloriosa victoria y que no supo, en absoluto, perdonar. Una paz que sentó las bases de toda la venganza, de la carnicería posterior. Al menos, así lo entendía el enfermo de Pasewalk, que se prometió devolverles la jugada a los franceses en el mismo lugar. Y lo consiguió.

A las tres y cuarto de la tarde de un espléndido veintiuno de junio de 1940, Hitler, acompañado de Göring y sus acólitos más siniestros, pisó la tranquila zona en donde veintidós años atrás Alemania se había rendido al mariscal Foch. Los alemanes se tomaron la molestia de trasladar el ajado y carcomido vagón de Foch desde el pabellón en el que se exponía hasta la zona exacta del encuentro original, para recrear, con la mayor exactitud posible, el cuadro del armisticio de 1918, pero a la inversa. Hitler siempre supo ser vengativo.

La delegación alemana se apeó de sus coches frente al memorial de Alsacia-Lorena, cubierto de banderas con la esvástica que no permitían la lectura de las inscripciones ni la visión del águila del Reich atravesada por la espada aliada. Sin embargo, el Führer no pudo evitar leer el bloque de granito, que no se encontraba tapado en su totalidad, y engulló de muy mala gana lo de sucumbió el orgullo criminal germano vencido por los pueblos libres que intentó esclavizar. No llegó a montar en cólera,  pensó que todo eso ya daba igual, no se trataba más que de una vetusta historia que él mismo se encargaba de enmendar, de cambiar. Allí, se iban a escribir nuevas y mucho más brillantes páginas... ¿Acaso no pertenecía ya París al Tercer Reich? Y también debió de acordarse de cuando convalecía en Pasewalk: ahora, el enfermo de Pasewalk se cobraba la deuda. El oprobio de los cuatrocientos cuarenta y ocho artículos de Versalles iba a ser, definitivamente, limpiado.

Hitler ocupó en el interior del vagón la misma silla en la que aposentó sus ilustres posaderas el mariscal Foch. En apenas cinco minutos la delegación francesa apareció en escena, con el general Huntziger a la cabeza y con el mariscal Petaín a su lado, entre otros prebostes.

El general Keitel leyó los términos de la rendición francesa y el resto fue historia, tal y como deseaba Hitler: el Gobierno francés capituló y el vagón del mariscal Foch fue trasladado a Berlín. Se expuso durante un tiempo en Lustgarten, hasta que fue destruido por las SS en el año 1943. Además, se desmanteló todo el complejo y, por supuesto, el insultante monumento de la Alsacia-Lorena.

Adolf Hitler, al bajar del vagón de la firma, expresó su alegría con una amplia sonrisa, con un nervioso palmoteo sobre uno de sus muslos y con una irreverente elevación de la pierna derecha a modo de improvisado pasito de baile. Se le abría un futuro tan prometedor desde allí...

Francia pudo restaurar el complejo del carrefour al termino de la Segunda Guerra Mundial pero el vagón de Foch que se exhibe allí actualmente no es el original, algo que no advierten al incauto turista. O quizás no desean recordárselo al visitante como, también, prefieren ignorar que, sin el orgulloso y humillante armisticio que se firmó allí en el 1918, tal vez la Bliztkrieg no hubiera asolado Europa, ni las hordas de la Wehrmacht violentado las fronteras de Polonia, ni Alemania podría haber esgrimido la resentida paz derivada de la Gran Guerra como una burda justificación de todo el horror desencadenado posteriormente...

Como, tampoco, nunca hubiese sucedido nada, si un amargado profesor de la Academia de Bellas Artes de Viena no considerara necesario suspender, una vez más, el examen de acceso del alumno-candidato Adolf Hitler por dibujar pocas cabezas; sí, pintó muchos paisajes... pero escasas personas en ellos.
           

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