jueves, 1 de marzo de 2012

7 Segundos de Condena (1)


1. El Salto del Ángel.

Soy un idiota: durante toda mi vida he sido un idiota: desde siempre, desde siempre, me he comportado como un idiota: nunca he dejado de ser un idiota: de pequeño, pertenecía a esa babosa calaña de alumnos que se interesaban por las excursiones culturales a los museos ante la, primero atónita y después aburrida, mirada del resto de la clase.

Una mirada de indignación colectiva que terminaba convirtiéndose en un fugaz asaetamiento de odio.

Sí: he sido: y soy: un imbécil. SOY UN IMBÉCIL... aunque los conceptos del tiempo y del espacio carecen ya de todo interés para mí y debo olvidar las formulaciones de mi vida en un tiempo presente y futuro. Únicamente puedo vivir del pasado. El mañana no existe para mi. El ayer es un triste recuerdo que ahora voy a saborear con idéntica amargura, con el mismo acíbar que tragué mientras lo viví. Pero también con el delicioso sabor de aquello que jamás se podrá repetir ya.

El pasado... el pasado... podría situarlo en el día dos de febrero de mil novecientos noventa y dos. Todo lo que me haya podido suceder antes de esta fecha carece, automáticamente, de importancia. Todo, excepto los motivos -que son las raíces de toda mi historia- que me condujeron a los sucesos que ahora paso a relatar:

Caminaba lentamente y de forma pesada bajo un frío insoportable y en un día increíblemente claro. En mi mente se agolpaban sentimientos perdidos, dolores olvidados, odios y rencores que se dirigían al sumidero de la única solución admisible: el suicidio. EL SUICIDIO.

Seleccioné con rigor matemático los tres o cuatro pasos elevados más adecuados para ejecutarme.

Dudaba, al final, entre el puente del Viaducto o el paso elevado de la Ciudad Universitaria, allí donde se cruza con la autopista. Por dos motivos de peso elegí este último: en primer lugar, el Viaducto muestra un letrero luminoso al final de su trayecto en el que pueden leerse las palabras: BAR LA ESPERANZA. No me parecía un buen plan reventarme frente a semejante cartel. Además, en el interior del establecimiento nunca se me fiaría esperanza, tan preciada mercancía. La verdad, casi nunca, nadie, quiso fiarme un puñado de esperanza. El origen, el motivo fundamental de la existencia del bar y de su curioso nombre, radicaba en las veces que algún suicida, tras mucho pensarlo, decidió no lanzarse al vacío. Así que terminó celebrando su resurrección en la barra de ese local, el primer establecimiento que aparecía tras el Viaducto. Suicidas arrepentidos celebraban su nueva vida con un buen copazo de anís o un chispazo de coñac. Resurrecciones de alta graduación, Lazaros del Mono, resucitaciones de Las Cadenas o de Castellana con hielo. Renaceres de Domecq, Terry, Centenario o Soberano peleón. Incluso de tintazo de verano… La verdad, todo eso no iba conmigo. Nunca me agradaron los licores de sobremesa.

La otra causa, la otra que me inclinó por la elección del puente de Ciudad Universitaria, se encontraba en la añoranza. Estudié la carrera de Historia en la facultad construida a pocos metros de allí y el lugar me resultaba familiar y hasta, por ello, un poco acogedor. Durante años crucé hundido en mi frustración sobre ese paso elevado y soñaba ensimismado con que llegaría el día, la hora feliz en que me reventaría contra el suelo. Ahora, se presentaba ante mí el momento de cumplir, por lo menos, una de las quimeras que abundaron en mi desengañada vida. Una vida plagada de sueños incumplidos, de horas sin dormir, de días sin vivir, de finales de año sin celebrar y de frases sin decir por no existir casi nunca nadie que las escuchara al otro extremo del hilo telefónico o al otro lado de la conversación (aunque algunas veces, si ese alguien existía, solo esbozaba -sin mucho esfuerzo- una triste y disimulada, una cara mezquina de prestarme atención; gesto y ademanes forzados de figurante para SIMULAR QUE ME PRESTABA ATENCIÓN, pero que va, no me hacía ni caso).

Llegué frente a mi puentecito. Pondría el fin, el punto muerto, la coma agónica, el punto y final a los nerviosos trazos de mi absurda y maltrecha existencia. A menudo tan inconexos e intraducibles. Simples y a la vez indescifrables.

Contemplaba el asfalto gris, lejano, al fondo de un abismo de placer y libertad. Me esperaba, me prestaba toda su atención. TAN SOLO SIETE SEGUNDOS DE CONDENA, siete segundos de caída, siete segundos más de insoportable vida y podría espachurrarme libre y con potestad para reventar a mis anchas. Con la tranquilidad de saberme cualificado para esparcir todos mis órganos por donde quisiera.

Decidí pegar el salto. No necesitaba pensarlo más. Me agarré a las barras del puente. Conté hasta tres. En ese momento se cruzó por mi cabeza una tontería: MI ÚLTIMA TONTERÍA. Pensé que ejecutaba EL SALTO DEL ÁNGEL. El salto de un nadador, de un esforzado atleta que, a fuerza de esteroides y disciplina espartana, escapaba de las desgracias gracias al chapuzón contra el duro asfalto del suelo. Huida representada en el impacto revolucionario de mis arterias, el batacazo redentor de mis venas, el liberador destrozo de mi cuerpo.

Sí, era un deportista del alma, especializado en negras y sucias almas, que se olvidaba de las más fundamentales leyes del difícil arte de mantenerse a flote.

Esta idea del salto del ángel retrasó unos segundos el brinco, mi brinco a la felicidad de la desintegración. Los instantes justos para permitir que una voz de mujer susurrara en mi oído: ¿Es que ya no te acuerdas de mi?

Rebobinado del aborrecimiento. Atrás en la película de la vida. El salto anhelado quebrado por una presencia beatifica. El coitus interruptus de la muerte, un tal vez continuará mañana... no se pierdan el próximo capítulo, amigos.

Me detuve.

¡Claro que me acordaba de Ella! Es que... ¡ERA ELLA! En mi vida tan sólo existió una Ella. Y esta Ella era esa Ella.

Mi mente giraba con el mordisco del dolor en el corazón. Igual que si sufriera un ataque de alergia al polen, saturado, congestionado por cada uno de los poros de mi piel. Igual de vehementes eran mis sentimientos, en ese momento, como lo fueron mi amor por Ella y mi odio por mí mismo durante todo este tiempo.

Transcurrieron cinco años desde la última vez que la vi. Cinco años. Cinco años en los que la recordé en cada parque, en cada lugar en donde permanecimos juntos, en cada sombra entre las que la besé -sombra fría y negra de portal, sombra triste y huidiza de soportal con arcadas, sombra negra y pesadumbrosa de la humillación-, en cada segundo transcurrido entre la curva del dolor y del amor... entre cada preservativo usado que yacía sobre la hierba del campo o junto a las aceras de la ciudad... entre cada farmacia y cada caja de compresas, entre cada café y cada whisky, entre cada borrachera y cada mala resaca, entre cada butaca aterciopelada del cine y entre cada amanecer y cada anochecer.

Nunca pude olvidarla. NUNCA PUDE OLVIDARLA.

Me preguntó si ocurría algo. Llevaba unos segundos gritando mi nombre, pero yo no acertaba a contestar. Ausente, con los ojos clavados, fijos en el abismo, parecía aislado, por una vez, del dolor. Aislado del dolor a la espera de obtener un dolor mucho mayor. No el dolor del impacto, sino el dolor del ser que se sabe condenado a desaparecer.

Fue aquella voz de angostura la que se deslizó por entre mi ser y me recordó ese otro tiempo en que me susurraba exquisitos te quiero.

Mi cabeza creía reventar. Pero desgraciadamente no ocurrió así, no reventó mi cabeza. DESGRACIADAMENTE NO FUE ASÍ. NUNCA FUE ASÍ. NADA FUE ASÍ, a mi gusto.

A lo lejos, el conductor de un coche hacía sonar, frenético, el claxon. Pitaba para que lo dejaran escapar de la doble fila de vehículos en la que se encontraba atrapado. Mi corazón también gritaba por escapar. Pero las cadenas que lo atenazan siempre han sido muy fuertes. Inasequibles al óxido. Inabordables por el cortafríos. Inquebrantables. Indestructibles. Invulnerables, como la desgracia. Irrompibles. Como la desgracia.

Las cadenas que atenazan mi corazón tan sólo sucumbirían a su amor. Nacieron por ese motivo y exclusivamente por ese motivo desaparecerán. Pero eso si que era pedir un risible imposible.

Es pedir un imposible.

Cadenas inextinguibles...

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