sábado, 24 de marzo de 2012

Lágrimas en Dessau


Lágrimas en Dessau

-en el año 1932-

Vasili Kandinsky permanecía sentado en una silla frente a la rústica mesa de su escritorio. Un flexo iluminaba el papel del cual no podía apartar la vista. El atardecer en Dessau se le abalanzó encima y la luminosidad que penetraba por los amplios ventanales era, morosamente, sustituida por la luz amarilla que proyectaba la lámpara. En un par de ocasiones, levantó los ojos para mirar en dirección a la calle, pero no se percató ni tan siquiera de que anochecía, para regresar a sus tribulaciones con la mirada concentrada en el texto.

Cuando llegué a Múnich ya sabía lo que era sufrir, desde luego –pensaba, absorto, con la mirada fija y, a la par, extraviada. En el instante en que recordaba algunas andanzas de sus días de estudiante universitario, llamaron con los nudillos a la puerta del despacho. El sonido pareció sacarlo de su ensimismamiento, pero tan sólo se redujo al gesto automático de articular la palabra adelante para zambullirse, de nuevo, en las reflexiones…

Decidió trasladarse a Múnich para estudiar arte, su gran error. Ahora se decía que jamás debió acercarse a la maldita Alemania. Aunque reconocía que por esa época la ciudad de Múnich se consideraba como un centro artístico abierto al mundo en el que pintores tan famosos como Franz von Lenbach o Franz von Stuck dictaban la trayectoria a seguir y las personalidades más destacadas de la vida artística se daban cita en Múnich: Lovis Corinth, Max Liebermann... El no podía ser menos allí, pero tan solo obtuvo la censura y el silencio hostil del mundillo artístico. Por eso, nunca debió acercarse a Múnich y, por ende, a Alemania; por ese motivo y por otros muchos motivos, por supuesto, que lo alcanzaban ahora.

-¿Qué quieres, Vasili?- le preguntó la mujer que acababa de entrar en el despacho; sin dejar de mirar fijamente el rostro de preocupación de Kandinsky tomó asiento en una silla que se encontraba al otro extremo de la mesa destartalada. Sus ojos perforaban la hoja, un comunicado oficial firmado por el ayuntamiento de Dessau.

-Vasili, ¿qué ocurre?- la mujer se vio obligada a repetir su pregunta, ante el pertinaz aislamiento del pintor. Entonces, Kandinsky elevó la vista, la miró con ternura y dolor y, sin mediar palabra, le extendió el papel causante de su amargura.

Se trataba de un aviso emitido por el ayuntamiento de Dessau en el que se le instaba a cerrar la Bauhaus. A él se lo consideraba desde entonces una persona non grata. Consecuencia de la explosión popular del NSDAP era que la dieta del ayuntamiento de Dessau fuera de mayoría hitleriana y que se dieran tanta prisa en boicotear a la pervertida y pervertedora escuela de la Bauhaus: Kandinsky era ruso y Rusia, los comunistas, los extranjeros en general, empezaban a ser mal vistos por allí, como tampoco a sus cuadros, calificados de aberrantes, igual que los de Marc, Macke, Munch, Kokoschka, Klee y tantos otros. Ante la insostenible situación, no quedaba más solución que irse de Alemania… antes de que todo eso...

La mujer acabó de leer el comunicado. ¡No puedo creerlo!, exclamó, pero al contemplar la patética expresión de Kandinsky entendió que el asunto no era una broma o un error. Era real.

De nuevo, un cambio de lugar se cernía en el negro horizonte, algo le decía a Kandinsky que la situación sería peor que antes, con la Gran Guerra. Al adquirir consciencia de esa realidad, con todas sus consecuencias, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. La mujer se levantó inmediatamente para consolarlo, pero él, con un gesto adusto, la obligó a que le dejara solo. Ella, que bien conocía el genio del artista, dio media vuelta sin decir palabra y abandonó el despacho. Comenzó a pensar en preparar las maletas y en organizarse para la urgente huida.

La orden de cierre iba muy en serio: el día anterior, tres siniestros sicarios del NSDAP, impecablemente vestidos con los uniformes pardos del partido, dijeron que venían en representación del ayuntamiento de Dessau; primero lo insultaron, lo increparon, lo amenazaron, después le entregaron el comunicado. Tan sólo le daban cuarenta y ocho horas para abandonar el lugar. Kandinsky era afortunado, no debía quejarse, mucho peor sería lo que les aguardaba a todos los que se quedaran.

Vasili se levantó y caminó por el amplio despacho: se preocupaba por los amigos, algunos no eran nada queridos en Alemania, seguro que también se verían obligados a irse. Pensaba con cariño en algunas de sus amistades y Vasili cayó en la cuenta de lo grosero de su comportamiento con Gabrielle, apenas unos instantes. Gabrielle era una antigua alumna con la que vivía tras la separación de su mujer, sabía entenderlo y acompañarlo en los tragos duros y decisivos como los de ahora. Y París era la ciudad, una especie de capitalidad del arte, que Kandinsky prefería para refugiarse.

Pensaba en esto y daba vueltas por el despacho. Todos los muebles, las sillas, el flexo, eran arte puro, diseños de la Bauhaus... y ahora querían echarlos de allí, poner freno a una ingente labor creativa... ¡Bueno, todos los muebles no! Porque la tosca mesa de madera del despacho era rusa; se trataba de la misma mesa sobre la que trabajó en su primer exilio propiciado por la Gran Guerra, allá en Moscú. Le tomó cariño, pese a lo burdo de su acabado era muy cómoda y funcional, así que en su regreso a Alemania ordenó que se la enviaran desde Rusia. Pues ahora, incluso la mesa, se quedaría allí.

No quería saber ya nada de Alemania… y cuando sintió el dolor, el desagradecimiento, la injusticia, rompió a llorar de nuevo, ahora con mayor intensidad y menor recato que ante la mujer. Tanto, que sintió vergüenza y se apresuró a apagar la luz del flexo para que la oscuridad de la noche de Dessau inundara el despacho y ahogara la angustia. Se sumió en la oscuridad para que lo dejaran llorar tranquilo. Llorar tranquilo, ese era el único consuelo que le quedaba.

Dos días después llegaron los hombres del NSDAP y se comportaron como vándalos en el interior de las instalaciones de la escuela. Vasili Kandinsky ya no se encontraba allí, pero muchos de quienes lo presenciaron no podrían contarlo.

Morirían pronto.

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