sábado, 24 de marzo de 2012

Gótico Tropical

La conocí por la noche, en una discoteca de San José, sí, en Costa Rica. Tal vez el sitio fuera algo siniestro, incluso con ciertos tintes diabólicos o retorcidos, pero creo que, ni aún así, logro emplear las palabras acertadas para definirlo. ¿Barroco?, ¿gótico? ¿Cómo lo calificaría? Ahora ya no tengo dudas, lo califico como un lugar Gótico Tropical, eso es. Es el termino más acertado. Sí, seguro, Gótico Tropical y, además, se trataba de un lugar impregnado de satanismo. Así que puedo decir, y sin ánimo de equivocación, que la conocí en un lugar satánico. Aunque la catadura del antro, recuerdo que se llamaba Mar de Chira, no fue óbice para que mi amor germinase con rapidez. Bien pronto, mis escrúpulos abandonaron los miedos y gracias al caleidoscopio del amor la zahúrda plutoniana se metamorfoseó en un sitio maravilloso. Los cielos y el Paraíso se me ofrecían juntos cada vez que la veía por allí. Todo a mi alrededor, mi propia realidad, experimentaba una mutación astral, cósmica, provocada por su presencia. La quería, eso podía decirlo con la cabeza muy alta. Estaba loco por ella: hechizado, atontado, ahogado en su mentirosa realidad.

El fuego de la pasión me recorría el cuerpo en todas las direcciones, con chisporroteos eléctricos. La amaba, sí, la amaba. Durante un sinfín de noches la contemplé en silencio. Con sus negros cabellos desparramados en sicalíptico torrente de opacos sueños. Con los oscuros iris de sus ojos repletos de provocación. Siempre bebía lo mismo, la cálida absenta verde. Cuanto más rato permanecía el licor en contacto con los hielos, más verde se tornaba. Absenta verde... festival de colores y tonos apresados entre sus blancas manos de novia muerta, manos de estatua de blanca novia con ajuar de marfil. Contemplaba, arrebolado, el fúlgido color del vaso. Admiraba sus evoluciones con el corazón encogido, con el deseo de convertirme en uno de aquellos cubitos que sus labios rozaban, sutiles, a cada pequeño sorbo. Cubitos de hielo verdoso de mi pasión. Su lengua hendía el líquido, su saliva resbalaba dejando una finísima marca por el borde del vaso y tendía un invisible y efímero hilillo de baba hasta la boca: hilo verdoso de mi pasión.

El verde era entonces mi color preferido, mi color de la suerte. El verde significaba todo lo que un color puede significar. Todo... hasta la vida y la misma muerte. El hielo cada vez más verde. Hielo verdoso de mi pasión. ¿Existía un motivo para no estar absolutamente hipotecado por aquellos labios demudados que besaban con delicia y cariño la verde absenta? No, seguro que no… pero el motivo, existía, y yo, desafortunadamente, jamás me percaté a tiempo para salvar mi alma. Así de idiotizado me encontraba. Aunque el peligro reventara en mis oídos y ella me atrapara en la red, en la telaraña de verde hilo de absenta, en la trampa entretejida con el hilo verdoso de mi pasión.

Un día me habló: otro día bailamos: pronto: de la discoteca satánica, nos desplazamos a otros lugares que ella conocía bien: del centro de San José a postmodernos extrarradios, a un extraño barrio Gótico Tropical que yo jamás había imaginado: catedrales, pináculos, gárgolas recortadas frente a los palmerales, vidrieras, entre vaharadas de calor y lluvias torrenciales: esa catedral puntiaguda, naufragada en la bruma americana. Extraños ambientes de luces blancas, las humaredas generadas por máquinas de oxígeno líquido, de brillos morados, aderezados con los destellos de un neón rojo, decorados psicodélicos de ataúdes y cementerios, de cruces de piedra y hiedra... Ella era la reina, la reina, de todos los sitios que frecuentamos, la reina de todo. Bebía su absenta y yo, siempre, me encontraba a su lado contemplándola embobado. La reina de todo... de todo y de mi. Ella sabía muy bien de mi amor, pero no me concedía, de momento, una oportunidad para demostrárselo.

Por fin, una noche, me invitó a una fiesta que celebraba en su casa. Acudí ilusionado, un poquito más allá del barrio de Escalante… me dijo, y me topé con una extraña casa victoriana, crujiente, de portones y sotanillos, de ventanucos y áticos que encerraban gotas de maldad. Habitaciones repletas de gente extraña, ataviados con unos trajes solemnes. Las mujeres se movían vaporosas, adornadas con extravagantes y raros vestidos de noche. Los invitados no cesaban de beber absenta verde: la absenta verde era la única bebida existente en la fiesta. La probé, y el fantasma de la borrachera me abrazó en volandas, en verdes espirales de gozo. Ella también me capturó entre sus brazos y susurró un deseo compartir toda la eternidad contigo. Muy bonito, pensé, aturdido por completo. Era feliz, creo que en aquellos momentos era feliz. Si, estoy seguro, se puede decir así, era feliz, completamente feliz. Soy tu cubito de hielo, murmuré. Eres el hielo verdoso de mi pasión, me dijo. La besé: me sumí en el abandono.

Un dolor agudo: una punzada en el paladar: un beso doloroso: un beso frío: la saliva arrastraba el sabor de la sangre y del metal garganta abajo: un beso con regusto a acero: era el beso del compromiso eterno: el beso que arrancó sangre de mi cuerpo, de mi boca, de mi cuello… Entonces: me miró. Pude escudriñar el congelado infinito de sus bellos ojos. ¿Acaso no se encontraba allí dentro esa eternidad de la que ella acababa de hablarme? Ojos tan bellos como los de una princesa muerta. Ojos tan inexpresivos como los de un cadáver. Lo comprendí todo, se trataba de una eternidad helada, fría, gélida. Me asomaba al borde de un infinito terrorífico. Un verde mineral: gemas, piedras preciosas, rubíes en lugar de ojos, balcones tendidos al abismo de la congelación. Desesperación es el nombre de mi esmeralda.

Ahora yo también era uno de ellos: debía sentirme alegre por compartir para siempre la eternidad junto a mi amada. Esas fueron sus palabras. Ese fue su deseo. Mi escaso segundo de radiante y desbordada felicidad se sumía, ahogado, en una noche eterna de aborrecimiento.

Todos los sacrificios por amor son pocos: yo sacrifiqué mi alma. Ahora, bebía absenta verde y mataba. Pasé de ser pitanza líquida, un buen vaso de hemoglobina, a convertirme en un Romeo zombi, en un galán de entre los muertos. Y culminé el proceso con la más aterradora de las variaciones, pues de Romeo zombi, de galán de ultratumba, terminé como un Drácula de los trópicos. Y, mierda, ni siquiera me había leído ese libro… Burdo egoísmo de ultratumba. Las bajas pasiones del más allá. Declaraciones de amor de sarcófago carcomido. Besos, muchos besos... besos de colmillo retorcido. Gusanos, muchos gusanos que roen sin cesar.

Pronto aborrecí la nueva situación. Me cansaba de trasnochar, de mis agudos colmillos, del metálico sabor de la sangre, de vagar horas y horas por las calles de San José, medio desiertas y desangeladas. Aborrecía perderme entre la neblina calurosa. Harto de acechar a mis víctimas amparado en las sombras, a traición. Escondido en mi cobardía y en mis trucos, en un puñado de golpes de efecto. Mis víctimas, sí... un puñado de pobres, de viejos miserables, la mayoría de las veces alcohólicos cuya sangre no era más que agüilla -mezcla rosada de vino-, fuerte y agria, machacada por tantas papelinas de vinazo peleón.

Borrachos, desnutridos, vagabundos... de eso me alimentaba. Debiluchos que nunca opusieran demasiada resistencia. ¿Demasiada? Mejor: ninguna resistencia. Algo cómodo. Era difícil capturar a los mortales de las discotecas. Se marchaban muy rápido, montaban en veloces automóviles y no dejaban tiempo para reaccionar. Eso, si no me tomaban en busca de lío, a la caza de jóvenes guapos. O confundían a mi eterna amada con una puta y a mí con su chulo del tres al cuarto. ¿Podía actuar entonces? ¿De qué manera se supone que debía reaccionar ante aquellos errores? No tenía fuerzas, ni ganas de gritar, de advertir a quienes me ofendían que entonces insultaban al Rey de las Tinieblas, al Príncipe del Mal, al Gran Enemigo. Sin ilusión, sin ninguna ilusión por utilizar todos esos absurdos términos que se pronuncian en las películas. Con mi aspecto me habrían partido la cara, seguro. Los vampiros, la verdad, carecemos de dignidad.

Me encontraba harto de aquelarres, de confusiones, de malentendidos, de ocultar -permanentemente- mi auténtica vida, de horas y horas de espera en cementerios y de una existencia repleta de los tópicos del vampiro. Hastiado de la humedad de las fosas, de los barrizales a la puerta de los panteones, de sangrientos ritos que lo ponen todo perdido, de manchas de sangre difíciles de limpiar, de la mala cara que tienen los muertos, de la podredumbre de la descomposición... todo ello a la sombra de los palmerales, a las orillas del Pacífico, en la cintura del mundo, en el centro del continente. Apestaba a cera barata, a madera de ataúd de saldos. Consumido -y nunca mejor dicho- decidí acabar con todo aquello. La solución al problema parecía simple. La mataría, a ella, a mi amor, y me suicidaría después... ¿puede un vampiro suicidarse?

El tópico era real una vez más: ni balas, ni venenos, ni nada. Sólo una estaca en el corazón. Bien profunda, clavada en la carne, como la aguja de muerte que ella me hundió en la yugular con el afilado beso de acero. Ante sus ojos negros, mi abismo y mi perdición, podría pensar -triste consuelo- que aún me quedaba ella, mi amada, por toda la eternidad. Para querernos y para ser felices. No. Ella se encargó de evitar que tuviera reparos a la hora de ejecutarla. Eligió el camino contrario, desintegró mis deseos de permanecer a su lado. Se enamoró de otro vampiro y tornó la eternidad -mi eternidad- en una maldición de engaño y celos.

Ella eligió enamorarse del vampiro dueño de la satánica discoteca, de aquél Mar de Chira globulítico, plaquetario, plasmario. Propietario, además, de un mausoleo con templete en el cementerio más noble de la ciudad. Un lugar donde descansar a salvo de la humedad, a cubierto de la temporada de las lluvias torrenciales, en el interior de magníficos féretros de caoba con aplicaciones de oro y un cálido acolchado de plumas de ánade real. Allí no se pringaban de barro los bajos de los vestidos al salir de la cripta. Sí, una coquetona cripta… demasiado atractivo para que ella pudiera resistirse.

Me faltó valor para arrebatarme la... ¿vida? Mi gran amor extratemporal yacía a mi lado. Sus inmensos ojos abiertos y sus afilados colmillos desencajados. Con la estaca clavada en el pecho. Con una expresión acusadora en la cara. Me advertía de lo idiota que era. Denunciaba lo absurdo de mi comportamiento. En el interior del lujoso mausoleo también reposaba ya, definitivamente, el dueño de la discoteca, al que decapité, para mayor seguridad, después de transir su codicioso corazón. Corazón de No Muerto que me arrebató lo que más quería.

En teoría, debería ser yo el siguiente, el siguiente en dejar de existir, pero era un cobarde. Además de vampiro: cobarde: un vampiro cobarde. Jamás reuniría el valor suficiente y necesario para asestarme un estacazo en el corazón o dejarme achicharrar por el sol del amanecer: un maldito cobarde.

Y ahora: sí que soy el mayor de los tópicos. El tópico por excelencia. El vampiro retirado, triste, decadente. Habito en un castillo abandonado, de romántica historia, perteneciente a un pretérito señorío de rancio abolengo apergaminado. Cada noche aterrorizo a los aldeanos y degüello unas vacas en la insoportable lucha por beber sangre... en algún innominado lugar entre Heredia y San José, tal vez, al pie de un volcán asmático.

Eso soy, un vampiro solitario y apenado, que piensa en lo mejor que resultó cualquier tiempo pasado. Nubes de recuerdos y reflexiones nublan mi mente mientras me amorro a la jugosa y exuberante yugular bovina. Colgado del cuello siento como golpean mis rodillas las ubres bamboleantes. La sangre espesa y caliente en mi boca rememora aquel maldito beso. Muchos acusan al Chotacabras de mis actos. Ni tan siquiera me queda el consuelo de una paternidad clara en las desgracias. Los vampiros, como tal, ya no provocamos más que risa. Somos seres ridículos. Desgastados por el tópico. Es más sencillo asustarse del Chotacabras. Al menos, da más miedo… Tal vez, un día, los labriegos me planten cara y terminen con mis martirios al ensartarme una horquilla herrumbrosa en el pecho. Pero lo dudo, dudo de su valor. Huyo de ellos cuando organizan batidas a la caza del vampiro, animados por el alcohol e inflamados por la testosterona. Con cada nuevo atardecer, asusto a sus rollizas hijas, que imaginan mi pavorosa silueta recortada en las sombras crepusculares. Asusto a los propietarios de calenturientas imaginaciones, pero no hinco el diente a un ser humano desde hace años... y lo peor es que amo demasiado mi no-vida de hematófago como para clausurarla.

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Bebo absenta verde a la luz de la luna llena. Al fondo, un coro de mugidos de vacas temerosas aguarda a que mi apetito me obligue a rendir sangrienta visita. Es mi vida. Mi reducida vida de trescientos años de apatía. Un grupito de reses pastan sobre un campo de color verde absenta. Cuatro labriegos supersticiosos, corren asustados mientras se santiguan. Buscan refugiarse bajo el cobijo de sus supercherías. Huyen de mi presencia y me muestran crucifijos. Ni siquiera tengo ganas de incendiar, con un seco movimiento de la mano, las cruces de madera que me plantan delante de la cara. Es un buen golpe de efecto, sin duda, pero ya me aburro de hacerlo. Está muy visto.

Soy un prisionero de las eternas ojeras y del eterno trasnochar. Eternas ojeras moradas, ronchas violáceas. Ojeras, círculos amoratados para la perpetuidad. El eterno recordarte, hilo verdoso de mi pasión. Recordándote a perpetuidad, mi cubito de hielo empapado en absenta verde, hielo verdoso de mi pasión. Así, hasta que un valiente, llegado desde muy lejos, acierte con la llave correcta de la cripta, levante la tapa del ataúd correspondiente y no falle con el golpe propiciado al compás de un violento giro de las muñecas. Un golpe seco, de cuajo. El redentor golpe de guadaña.

Todo ello bajo el cielo tropical.

Y todo esto: por un beso.


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