lunes, 12 de septiembre de 2011

La otra muerte de Oskar Pollak, voluntario austriaco


En el Frente Alpino del Isonzo: Trinchera del Sector C, 16 de septiembre de 1915.

Ahora sentía mayor temor que antes, que durante la vez anterior, cuando su primer salto de trinchera; así denominaban los soldados el momento supremo en el que, tras el toque de silbato del superior, abandonaban la cobertura de los taludes y se abalanzaban, escalas arriba, para presentarse a pecho descubierto ante el fuego e intentar un avance en pos de las líneas enemigas. Un avance, la mayoría de las veces, infructuoso e inverosímil, pródigo en muertos.

En la primera ocasión ganaron seis metros. Seis metros que rápidamente entregaron de nuevo a sus dueños originales, que los aguijonearon con fuego de ametralladoras. En esa oleada las pérdidas del batallón ascendieron a mil quinientos hombres. Mil quinientos hombres, con todas sus vidas, con sus pasados y sus futuros, a cambio de un pedazo ensangrentado de barro, de seis metros, que no conservaron ni unos minutos. En cuanto los italianos, parapetados al otro lado de las barricadas y del alambre de espino, montaron sus ametralladoras, todos recularon, reptaron al refugio de sus anteriores agujeros. En el campo, a mitad de camino entre la posición ganada, ahora ya perdida, y las trincheras de ambos bandos, tan sólo quedaron mil quinientos soldados entregados en pos de los Habsburgo que, tozudos en su casta imperial, se negaban a dejarse domeñar por la Entente.

En ese salto, Oskar Pollak, soldado raso, formó parte del grupo que compuso la primera oleada: significaba una segura condena a una muerte. Llevaban empleando esa práctica durante toda la maldita guerra: avanzaban en masa, eran detenidos en masa, caían en masa, retrocedían en masa. Hoy ganaban diez metros, mañana perdían once, al día siguiente el Estado Mayor celebraba el éxito de conquistar cuarenta. Luego, a las pocas horas, se armaba un tremendo revuelo, con juicios sumarísimos y destituciones causadas por un sonoro fracaso al perder cincuenta metros… Así pasaba el tiempo.

Cada avance y cada retroceso se contaba en miles de muertos, en criba de capitanes, tenientes y coroneles. Por eso, Pollak saltó su primera trinchera como soldado raso, siete días atrás, sobrevivió, y hoy, ya de sargento, él daría la orden, el toque de silbato que pondría en movimiento al amasijo temeroso, desconfiado, amedrentado, sucio y agotado que conformaba la soldadesca, un solo cuerpo que lo miraba con sus cientos de pares de ojos y que con su mudez -las bocas cerradas en una sola boca fruncida de odio- suplicaba para que no soplara por el orificio del silbato.

El silencio denso y oscuro que se cernía, silencio previo a cada salto, emborrachaba los sentidos y engañaba a la realidad. Muchos se creían en un sueño, en el interior de una pesadilla, pero lo cierto era que una bala esperaba, no muy lejos de allí, a despertarlos con su impacto.

Cuando Pollak saltó la trinchera, de soldado raso, convencido de su muerte, no sintió miedo, si acaso nervios por la incertidumbre de hasta a dónde alcanzaría en su desenfrenada carrera en pos de las líneas enemigas. Asumía que era un voluntario austriaco y, quién se presenta voluntario a la guerra, voluntario se presenta a la muerte. Así que no existía motivo de lástima o llanto. Escuchó el silbato y se elevó por el talud con arrojo y decisión, incluso con aplomo, convencido de su deber. Recién asomó la cabeza vio a una docena de compañeros ya caídos, pero él logró avanzar. Y avanzó y avanzó, con el picor de la pólvora en la garganta, el humo entre los ojos y, agotado, se desplomó a cubierto tras un foso. Exhausto, se preguntó por el terreno recorrido: cuatrocientos, tal vez quinientos metros por lo menos, metros arrancados a la muerte en desaforada carrera. La humareda se dispersó y las descargas de fusilería se calmaron. El viento limpió la zona y Pollak elevó ligeramente la cabeza. Obtuvo su recompensa: calculó que llevaba unos seis metros recorridos. No pudo reflexionar mucho tiempo acerca de si era distancia suficiente o de si debía reemprender la carga para llegar más lejos. Las ametralladoras italianas barrieron el frente, obligándolos a todos a volver a la retaguardia.

Ahora, Pollak se aproximó el silbato a la boca y con la pesada parsimonia de la responsabilidad elevó el brazo para dar la señal.

Sus labios se cerraron en derredor del silbato, presto a soplar la macabra orden. Por entre los hombres de la primera fila apareció un soldado astroso, con el uniforme cubierto de barro y el afilado rostro de los moribundos, de los condenados. Gritó su nombre varias veces:

-¡Oskar, Oskar, Oskar! –era un amigo del barrio, un viejo amigo de la infancia que, incrustado en las filas de la primera oleada, se sabía encaminado a su final. Se alistó en busca de gloria despechada y se acababa de golpear de bruces con la cobardía más infame.

Ambos amigos se miraron a los ojos. Las miradas lo decían todo. Decían no me obligues a ir a una muerte segura; decían tú eres un voluntario austriaco, eres un voluntario para morir; decían yo soy tu amigo así que ahora compórtate tú como tal, tan sólo da la orden de que me releven de la fila, cualquier excusa nimia bastará para salvar una vida, mi vida; decían ¿es que quieres que me ponga en tu lugar?, yo me acabo de casar, espero un hijo y soy tu superior, pero tú eres mi amigo, con el que jugaba en el empedrado de la plaza de la catedral de san Esteban, en Viena, y no puedo ordenarte que mueras porque yo así lo quiera.

Decían todo eso.

Decían mucho más que todo eso.

Con un gesto mecánico, Oskar Pollak entregó el silbato a su amigo de la infancia que, tembloroso, lo recogió en el cuenco de sus manos repletas de mugre. Oskar arrancó el mosquetón del hombro del amigo y chilló bien alto:

-¡Queda al mando de la carga! ¡Me entiende soldado! –el hombre lloraba y se encontraba tan alejado de allí para entender nada…

Se miraron por última vez.

Pollak ocupó el lugar del amigo en la fila.

Un pitido y el sector A se lanzó en oleada. Otro silbido, otro sector, ahora el B. El griterío desaforado de los hombres, las atronadoras salvas del enemigo. Silbatos, alaridos, descargas de fusilería en un completo orden matemático. Metrónomo interrumpido a la altura del amigo helado, paralizado con el silbato en la boca.

-¡Dé la orden desgraciado! –le gritó el capitán Tadeusz desde su parapeto.

Sopló y el timbre agudo rasgó el aire pastoso.

Pollak saltó, por segunda y por última vez, la trinchera.

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