viernes, 23 de septiembre de 2011

Goyescas en Nueva York


En la exitosa noche del veintiocho de enero de 1916:

-¡Nada podrá detenernos ahora! -la frase triunfal, acompañada de un fuerte apretón de la mano izquierda de Enrique Granados, fue pronunciada por su mujer, Amparo Gal, en el mismo instante en que el teatro Metropolitan de Nueva York se rendía, con una cerrada ovación (de calibre nunca visto ni oído antes por esos lares) al exitoso estreno de la ópera Goyescas.

-¡Nada podrá detenernos ahora! -aseguró la mujer mientras que con su mano derecha, blanca como el marfil de las teclas de un piano de cola blanco y cálida como la negra madera de un piano de cola negro, sujetaba la de su marido. Un fuerte apretón de cariño, de admiración, de triunfo. No, nada podría pararlos ahora.

-¡Nada podrá detenernos ahora! –y una sonrisa resplandeciente le surcaba la cara, entreabría la boca, mostraba los perlados dientes y estiraba los sensuales labios, carnosos y encarnados. Sonrisa blanca y luminosa como luminosas y blancas, en un cálido día de verano, eran las mañanas de la natal Lérida de Enrique.

“¡Nada podrá detenernos ahora!”, pensó Enrique Granados, inundado por el estruendo de los aplausos de un público entregado a su obra, a su arte, al genio. Al final, el viaje a Estados Unidos resultaba bien y parecía que la maldita guerra que les obligó a estrenar Goyescas allí, tan lejos, en lugar de hacerlo en el continente europeo, descubría su lado bueno.

Granados sacudió la cabeza en mitad de las ovaciones, lo que todos entendieron como una avergonzada muestra de agradecimiento a los aplausos recibidos pero, como suele pasar en esos casos, lo entendieron mal: sacudía la cabeza para despejar la aterradora idea que acababa de tener: la guerra que azotaba a Europa, a los europeos, la Gran Guerra, llegaba a poseer un lado bueno, al menos para él. No, nunca podría existir tal bondad en la matanza. ¿Cómo era capaz de pensar tamaña barbaridad?

Entonces, recordó las luminosas matinales del verano ilerdense mientras, al lado, su mujer le apretaba la mano y le sonreía, más bella que nunca, ahogados ambos en el éxito, en el triunfo, en la marejada de los aplausos de reconocimiento.

-Nada podrá detenernos ahora... –murmuró Enrique, no sin cierta resignación, entre el fragor de las ovaciones, entre la catarata de adulaciones y felicitaciones, sepultado por los parabienes.

Y se aferró aún más fuerte a la mano de su mujer cuando subieron a saludar desde el proscenio del teatro.

“No, nada podrá detenernos ahora...”, pensó, totalmente paralizado por el pánico.

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