martes, 6 de diciembre de 2011

El desafío



Afuera: la pestilencia de las calles embarradas de Londres: En el interior del cuarto, helado, bajo las mantas, los piojos y las chinches: su propia pestilencia.

En el corazón: un dolor, una angustia, un puño de metal demoledor que lo apretaba y lo apretaba.

En la garganta: la náusea del ahogo, el enigma de la existencia, la ausencia de amor, la crueldad como los charcos repletos de inmundicia del agua va, de orines, de niños enfermos y descalzos.

Su corazón, sí, su corazón: era Londres, era toda la ciudad, carcomida hasta los cimientos en la podredumbre de sus torres, con el curso infecto de las curvas del río, con el sudor apestando en las axilas de las damas encopetadas y en las piernas ulceradas de los mendigos. Era un diente herido hasta la raíz, un pecho con estertores y flemas, era las ratas que se alimentaban de las naricillas de los fetos arrojados a los canales del Támesis.

Era un desafío: era un gran desafío el ser hombre y aceptar todo aquello. ¿Cómo podría hacerlo?

Atontado por el frío de la habitación y el dolor de sus huesos, la duermevela lo llevó por un paisaje árido con rastro de faraones, sarcófagos, ungüentos y cremas embalsamadoras. Una piedra proyectaba una sombra monolítica y oscura, gigantesca, que se recortaba en el horizonte como una angustia. Esa sombra parecía un dios cruel, de gesto hosco y mano vengativa, que pudiera aplastarlo por su ignominia. Esa figura apretaba un puño airado y pensó que sería aniquilado.

Un aire caliente y arenoso azotaba su cara, se le introdujo por la nariz, le cortaba los labios. La figura pétrea, labrada en pánico, abrió lentamente su puño y con un dedo señaló al horizonte. Al lejano horizonte marrón que sangraba excrementos. Y señaló con su índice de gloria al infinito y de su cavernosa voz retumbó, estruendo, alarido sobre los siglos de la historia del desastre, una palabra: ALLÍ.

Johann despertó sobresaltado. La presa de la mano en la garganta lo aprisionaba, las sienes retumbaban de ahogo, el corazón se había detenido ya: ahíto de tanto dolor, exhausto, también, de tanto dolor.

Sudaba, sudaba en medio del frío. No sentía las picaduras de las chinches, excitadas con su sangre envenenada. Entonces, miro allí, donde le había indicado el espectro: un cajón en la mesita. Lo abrió, nervioso, y encontró una Biblia. Se la acercó a los ojos como si hubiera encontrado el tesoro del último faraón sobre el mundo y la abrió por la primera página.

Leyó: era hermoso. Leyó: comprendió. Leyó: se hizo humano.

Sobre el barro de sus calles londinenses crecían las amapolas y en los pies enfermos de los niños, al fin, brotaba la carne nueva.

(En uno de mis momentos histórico-literarios favoritos, Johann Georg Hamann sufrió una epifanía en una pensión londinense de mala muerte en algún momento de 1758. Llevaba meses encerrado, aterrado, sin poder salir, agonizando en una crisis humanista. Una Biblia lo recuperó para la vida, pero para la literatura también, eso es lo que nos importa, y desde entonces, por la luminosidad de sus escritos, fue llamado “El Mago del Norte”: ese momento crucial, ese momento en el que me enamoré perdidamente de él porque se hizo humano y superó la infamia, es lo que he querido recuperar).

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