sábado, 10 de diciembre de 2011

Bestia inofensiva


(Este texto complementa a El grajo)

En Praga: Café Arco, a la siguiente tarde.

Félix Weltsch venía de pisotear las calles nevadas y ventosas y el pesado ambiente del abarrotado café Arco le sacudió con un pegajoso brazo. En una de las mesitas, al fondo, se encontraban Kafka y Brod sumidos en una discusión. La presencia de ambos parecía elevarse por encima de tumultos y voceríos, de grupos de tertulianos, de vagos y diletantes, de los borrachos y de los estudiantes metidos en farra, que hoy todo lo tomaban a broma.

Weltsch alcanzó el lugar de sus amigos y pronto se percató de que Franz encaraba un muy mal humor. Enfadado, su rostro componía una máscara seca y estirada que le fruncía los labios de una manera particular e inequívoca.

-¿Qué ocurre? –preguntó a la vez que tomaba asiento. Por toda respuesta obtuvo un airado ¡llegas tarde! de Kafka. Buscó una excusa en el pequeño accidente a la salida del Puente de Carlos-: A causa de la nieve, un carromato de aves se volcó y los pollos y gallinas revoloteaban y cacareaban calle arriba. Reconozco que me retuvo una escena tan interesante.

-No importa eso ahora –le recriminó Brod-. Franz está disgustado por lo de ayer, en casa de la señora Fanta.

-¿La sesión de espiritismo?

-¡La fantochada más ridícula que vi en mi vida! –se apresuró Franz a corregir a Félix Weltsch.

-Bueno, ese es uno de los problemas: Franz opina que fue una farsa. Llevamos un rato enzarzados. Estuviste allí, ¿podrías darnos tú opinión al respecto y así terminamos con el embrollo? –le pidió Brod.

-Sí… -tras contemplar de nuevo el avinagrado rostro de Kafka se pensó dos veces lo que contestar-: Es difícil de saber… Me resulta complicado separar lo que fue cierto de lo que no lo fue…

-¡Nada fue cierto! –insistió Kafka.

-No estoy yo tan seguro -le replicó en un tono apaciguador Brod-. La verdad es que no me gusta esa cerrazón tuya. De acuerdo que puedas sentirte un poco molesto con lo que dijo Meyrink del grajo…

-¡Puedes estar bien seguro de que lo estoy!

-¡Vamos! ¡No es para tanto! Ya sabes cómo se las gasta Meyrink. Además, en cierto modo esa gente, quiero decir, la señora Fanta, incluso quizás el propio Meyrink, creo que comparten muchas de tus, digamos, ideas de la vida –Brod acababa de soltar la afirmación que sabía imprudente y, al escupirla, lejos de sentir alivio, notó un extraño ahogo y necesitó vaciar de un trago el vaso de agua que acompañaba al café.

Le costó unos instantes reaccionar ante la aseveración, pero una vez encajada, Kafka preguntó, con las cejas enarcadas de asombro:

-¿A qué te refieres?

-Sí, hombre, todas esas teorías… Me refiero a las tesis naturales, a lo de la vida al aire libre, el vegetarianismo, esos asuntos…; incluso la admiración que compartís por el doctor Rudolf Steiner.

-¡Yo no admiro a Steiner! ¡Sigo una corriente natural, pero no pertenezco a ninguna Sociedad Teosófica! Es cierto que asistí a conferencias del doctor Steiner hace tiempo, para informarme; y es cierto que me atrae en algún sentido… ¡Pero de ahí a militar en la Teosofía va un mundo! ¡Y no digamos ya en cuanto a las charlas con los muertos!

-¡Y con los cuervos! –Félix Weltsch no pudo evitar la broma, que clavó su aguijón en el orgullo de Kafka.

-¡Eso fue lo peor! Me gustaría saber que opinaríais vosotros de ser los destinatarios de la infamia.

-Nadie te acusa, Franz, es innecesario que te justifiques o te defiendas porque no existe razón para ello. Lo del grajo no tiene tacto alguno, no obstante debo reconocerle una simpática maldad a Meyrink ante la que me descubro -Brod no pudo reprimir una sonrisita a la par que pronunciaba esa frase y Weltsch tuvo que disimular con un movimiento de cabeza y la mirada perdida al fondo del local-. Lo que deseo mostrarte es que no sólo tú dispones de un permiso para elaborar y conducirte con ideas extrañas. Ellos también pueden; deben ser tolerados por ello.

-Yo siempre me he caracterizado por ser tolerante. Simplemente, me siento ofendido con Meyrink por la desfachatez de intentar que nos creamos que habla con espíritus –en la voz de Kafka se percibía un alarmante sesgo de indignación que su amigo Brod pronto se encargó de azuzar y encender cuando se precisaba la maniobra contraria.

-¿Acaso desconoces que mucha gente te toma por un bicho raro? Esas manías tuyas en ocasiones son muy difíciles de sobrellevar. Tus problemas con la alimentación, ¡la técnica de destruir todo lo que comes, pulverizado con la masticación, eso me crispa los nervios!

-¡Fletcherización! ¡Así se llama esa práctica tan saludable! –le molestó el desconocimiento de su amigo, que se permitía criticar lo que ignoraba.

-Por no hablar de tus visitas a centros nudistas –prosiguió Brod sin prestar el menor caso a la matización anterior-. Más de uno podría pensar mal de ti. ¡Pero si duermes con la ventana abierta en pleno invierno! Y esas caminatas que practicas, con temperaturas de bajo cero y casi sin ropa de abrigo. ¿Todo ello no son manías? ¿Y si hablamos de tu cada vez más crecida hipocondría? -Kafka escuchó en silencio la perorata. Su cólera se hinchaba para desbordarse:

-¡Muy bien, ya sé lo que opinas de mi! ¿Y tú, Félix, también eres de ese parecer?

-Hombre Franz -Weltsch se vio metido en un asunto en el que no deseaba tomar parte-: Si tan ofendido te sientes con Meyrink le enviamos unos padrinos, unas plumas, un poco de tinta, ¡y os retáis a duelo literario! -con la gracia deseaba relajar el ambiente, pero al no obtener el efecto deseado, antes de que Kafka añadiera algún exabrupto, trató de contemporizar y llevó a cabo el peor comentario posible-: Max quiere decirte que esas actitudes tuyas son admitidas por nosotros y que nunca te las echamos en cara…

-¡Me las reprocháis ahora mismo! ¡Es eso exactamente lo que hacéis! –desairado, Kafka se puso en pie, enfiló la puerta del café y coincidió con Leo Nemec que acudía a la cita con ellos.

-¡Tenga muy buen día caballero! –le espetó Kafka, que apenas se tocó el sombrero a modo de saludo para cruzar como una exhalación.

A Nemec, la figura de Kafka, con el sobretodo abombado que revoloteaba en derredor del cuerpecillo semejante a unas ligeras alas, el perfil afilado de la cara, junto a los saltitos que daba al caminar, en efecto, le recordó a un grajo que, demasiado hambriento ya, vagabundeara en busca de unas migajas perdidas entre los bancos de las plazas, o tratara de alcanzar un refugio para dejarse morir en el recodo nevado de cualquier parque con un hilillo, tal vez, de sangre acaracolada en el pico.

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