martes, 13 de diciembre de 2011

La falacia Petrarca


Me llamo Francesco Petrarca, nací en el año del señor de 1304 y voy a morir hoy, justo un día antes de mi setenta cumpleaños, para así redondear mi biografía, convertirla en un mito literario: hacer de mi vida la mejor y más perfecta de mis obras; en cuanto termine de redactar esta confesión, me envenenaré, no dejaré rastro, y seré hallado, desvanecido, sobre uno de mis adorados volúmenes de mi biblioteca. He compuesto el cuadro del golpe de efecto final.
Sin embargo, antes de morir debo confesar algo, siento esa necesidad. Si lo hiciera público resquebrajaría el mito que sobre mí he construido, pero lo haré en esta confesión privada que luego archivaré en un lugar remoto y prácticamente imposible de localizar. Sólo la casualidad literaria, el oportunismo de un investigador avezado, hará, entrados ya los siglos, que quizás mi vergüenza se descubra, se reconozca.
Yo, Francesco Petrarca, que fui laureado poeta, coronado en ceremonia pública, que escribí los Triunfos, y de todos ellos el más grande, el Triunfo del Amor, yo, debo confesar una verdad lamentable: nunca, jamás, conocí el amor en ninguna de sus clases. Yo, Francesco Petrarca, el poeta ilustrísimo, excelso, nunca fui amado por ninguna mujer. Jamás. Y por ello, mi Laura, mi grande e inmortal Laura, no es más que una mera invención literaria, una triste falacia, copiada a imagen y semejanza de la Beatriz de Dante, devorado por los celos de su creación, enfermo de envidia y desamor…
Es cierto: ese seis de abril, ese viernes santo, en la iglesia de Santa Clara de Aviñón, nunca se me apareció ese ángel. Delante, las frías y húmedas baldosas, resbaladizas de soledad. No, no se produjo el reconocimiento, y en toda mi vida he sido reconocido con el amor de ninguna mujer, y frente al altar de Santa Clara, herido y traspasado de tristeza, abandonado, imaginé a mi Laura. Luego -es decepcionante, lo sé-, cuando la idea se hizo insoportable, la maté otro viernes santo. Lo demás, el resto, todo, es la falacia, es literatura, es un mundo dañino y circular que se alimenta de su propia vergüenza.
Lo reconozco, me obsesionan los ciclos, me torturaba el talento y el amor de Dante por Beatriz, incluso el de Boccaccio por la Fiammetta, no podía soportarlo. Inventé a mi Laura, me alimenté de ella, la adoré como a una diosa, la veneré como a un milagro y la dejé morir como un invierno cuando ni los sueños podían ya calentar el corazón de un viejo y, ahora, acabo de disolver el papelillo con el veneno en agua y lo he bebido. Estas son las últimas líneas de Francesco Petrarca, el poeta laureado…
¡Un momento! ¿Quién es esa dama que asoma por el huertecillo? ¡Con esos cabellos al aire! ¡Un momento, un momento! ¡Veneno, detente al instante! Ella me ha sonreído y se dirige hacia acá… ¡corazón, maldito, no te pares!... ¡es es ella, es ella! ¡Acabo de reconocerla! ¡Es mi verdadera Laura, la que se acerca! ¡Acabo de encontrarla ahora! Si pudiera moverme, mover un dedo al menos, indicarle que estoy envenenado… tal vez un beso suyo podría resucitarme… un beso para vencer al tósigo…
tal vez…
sus cabellos…
acariciando mi rostro, mis ojos...
y mis ojos
ahogados
en
sus
ojos

No hay comentarios:

Publicar un comentario