domingo, 9 de mayo de 2010

The Pacific


Sería tan agradable haber caído en Guadalcanal, Montecassino o Arnhem. Sería tan agradable reposar en el Memorial de la Aerotransportada... significaría tanto para mí haber dado la vida en una lucha en la que no hubiera salido derrotado porque, con cada muerte, se entraba en la eternidad. Significaría tanto ocupar un túmulo, incluso de incógnito, en donde pudiera leerse: desconocido para todos, excepto para Dios.
Elegí un tiempo equivocado para ir contracorriente, elegí un mal momento, es cierto, para dar mi vida en la batalla. Podría haber embarrado mis esperanzas en Bastogne, congelado mis sentimientos en Kursk, liberado mi fracaso en El Alamein... no, tuve que existir fuera de mi tiempo, soportar la vida convencido de que nunca seré el rostro helado que emerge de la nieve en Stalingrado, el ataúd arrojado a las aguas del Pacífico, el sacrificado en la carga suicida de la caballería polaca.
Con cada una de esas muertes, de esas rendiciones, el viento arranca de las manos inertes una carta de amor, mi propia carta de amor, apurada hasta la última lectura antes del fin.
Al menos eso, una carta de amor previa a la masacre.
Arriba, en lo alto, los buitres describen círculos sobre la carroña y Dios se ríe: me odia.

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