miércoles, 5 de mayo de 2010

Dentelladas, garras, mordiscos...


Somos hienas. Somos dientes, fauces, hocicos, incisivos, caninos, molares. Somos aullidos. Somos hienas que pelean, que forman círculos en derredor de la jugosa carne. Destrozamos, destruimos, cortamos, hacemos trizas los pedazos rebosantes de sangre. Mordemos, nos mordemos entre nosotros. Voraces, hambrientos. Somos jauría que lucha por obtener lo mejor de cada trozo, que se lanza tremendas dentelladas. Somos morros arrugados y agudos de amarillas denticiones, afilados colmillos. Somos babas. Y somos espuma. Violentos espumarajos. A grandes bocados despedazamos la carne. Engullimos con dificultad las ternillas, los huesecillos, las vísceras, las venillas, a causa de nuestra enorme avaricia. Porque por encima de todo somos avaricia. Sí, somos avaricia, pero también somos hienas. Somos hienas, hienas, las hienas, las hienas...

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos dos hienas que intentan copular e interrumpen el coito para acudir al lugar donde estalla la pelea en pos de los trozos de carne. El macho suelta un espeso chorro de esperma contra el suelo mientras los demás animales ni tan siquiera reparan en ello. Resulta tan ridículo que no le hacen ni caso... todos enloquecidos por el dulce y agrio olor de la carroña pestilente. Una comida casi en descomposición y casi fresca. Somos ese polvo que se eleva del piso cuando se remueven los restos de lo devorado -intestinos, costillas, ojos, riñones, bazo...- junto a enormes boñigas, enormes y resecas, y somos esas fugaces dentelladas que se lanzan unas a otras contra los costados abiertos en llaga y herida. Bocas histéricas que ríen de vez en cuando al degustar un bocado especialmente suculento. Somos risa y grupas caídas. Somos los dientes que penetran hasta el tuétano del hueso.

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos un dolor agudo y punzante que llega a los intestinos. Somos el alarido tremendo de una gacela Thompson. Alarido tremendo que se congela en las copas de los árboles de una llanura acostumbrada a ver pastar a los ñús... acostumbrada al fresco beso del rocío previo a los cincuenta grados infernales del mediodía. Sangre... mucha sangre, ¿cuanta sangre puede llegar a contener un cuerpo? Si algo somos: es sangre. Sangre por encima de todo. Y buitres. Somos grandes buitres que anuncian el final del aquelarre en el Serenguetti. Que aparecen tras el último repicar de una campana quebrada que avisa la calma tras la tempestad del festín. Volamos bajo. Buitres que volamos bajo. Muy bajo. Todo ensangrentado. En un cuerpo hay más sangre que agua en el océano. Los buitres recogen los restos aún cálidos. Somos el crujir de huesos, el chorrear de la sangre, el aullido y ladrido de unos chacales en la lejanía, el pestilente vómito de un buitre que alimenta así a sus crías. Somos los despojos, somos la campal batalla por la existencia.

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos jerbos asustados con ojillos que se salen de nuestras órbitas. Somos el gritito del ratoncillo moribundo por la picadura del escorpión. Pero también somos el aire que huele a lluvia y barro. El olor a esperma y sexo. Somos hienas de caídas y siniestras grupas enfrentadas por el pubis de una mona despistada, acechada, cazada al atardecer del trágico Serenguetti. Somos el impala moribundo por la peste. Somos, a la par, el animal más poderoso que siempre arrebata el bocado más delicioso a los demás. Somos los caldeados estómagos de un depredador... el león del Atlas, el oso gris, incluso el oso blanco de Siberia, eso somos, grandes carnívoros, carroñeros que reciben los excelsos despojos. Somos fieras de zoológicos encerrados en jaulas con bonitos cartelitos introductorios, explicativos, sobre nuestros irracionales e instintivos comportamientos. Contemplados por miles de niños de complacientes padres. Somos incapaces de atajar remordimientos y sentidos de culpa. Somos esta existencia y no otra. Somos grupas caídas, grupas caídas...

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos esas medias negras de costurilla dorada, esas bragas rojas de encaje, ese sujetador con olor a limpio y a espliego que aguardan sobre una cama a que alguien se los ponga para luego, vehementemente, volvérselos a quitar como si se deslizaran, todas esas prendas, a lo largo de una repulsiva grupa peluda y caída.

Somos dentelladas, garras, mordiscos...

Somos, sobre todo, lenguas de bocas dentudas. Lenguas que lamen. Somos mataduras restañadas con babas infectas, con salivazos que regresan entre los dientes con el sabor a sangre y moscas encontrado en nuestras heridas supurantes.

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