
Yo, que tantas veces he sido salvado por la literatura, al final he sido condenado por ella. Una vez me rescató de abismos de tejados y azoteas, otra de cuchillos y cortes... incluso me protegió de alguien que lloró por mi sangre derramada. Pero, de repente, esos cuchillos anidan ahora en mí, esos abismos enladrillados se perpetúan en mi cabeza y en mi ánimo, y la sangre derramada... la sangre derramada.
Yo, que fui salvado, lo admito, por lo mucho que tenía por escribir, ahora estoy condenado por lo mucho que tengo por escribir. Y sencillamente, no puedo. Ni quiero.
Guardaré un tintero con la sangre derramada para que alguien escriba, algún día, las más bellas palabras, esas que pudieron salvarme y no lo hicieron, las que pudieron redimirme y no quisieron. Palabras, palabras, palabras... palabras y frases estériles como losas de mármol de cementerios, sentencias inacabadas, sentencias de muerte.
Una vida en blanco y negro enrojecida por la sangre derramada. La condena está en la literatura, esa que en otra ocasión me salvó.
Ahora no podrá ser ya.
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