viernes, 21 de octubre de 2011

Rolando Barthes Simpson, falsificador de camisetas de Bart Simpson


Rolando Barthes Simpson era un teórico de la literatura, es cierto, e incluso había publicado tres o cuatro ensayitos: sobre la recepción de las obras narrativas, el estado del mercado editorial y otras zarandajas e inutilidades. Pero sus libros no estaban en las librerías, ni tan siquiera los leía alguien, por ejemplo, sentado e un banco del parque o en el interior de un vagón de metro. Así que Rolando Barthes Simpson vio un día la televisión (algo que llevaba veinticinco años sin hacer, la nariz siempre metida entre volúmenes de Bloom, Derrida y Hamburger) y se topó con el dibujo animado que lo iba a sacar de pobre: Bart Simpson. Tan gracioso y profundamente intelectual, corrosivo, que no entendía cómo no nadie obtuviera partido con sus chispeantes frases: haría camisetas con ellas. Y tras invertir todos los ahorros de su vida, lo poquito que había ganado con sus ensayos (“Texto y Aversión”, “El corpus literario del Corpus Christi”), montó un taller de impresión de camisetas en el sótano de su casa, arrojando a la basura su otrora negocio frustrado de cría de champiñones, y que enarenaba todo el local.

Cuando ya lo había gastado todo instaló un puesto en un rastrillo, sus camisetas brillaban bajo el sol y esperaba comerse el mundo a golpe de XXL, fue detenido por la policía, acusado de falsificar camisetas de Bart Simpson.

Rolando Barthes Simpson descubrió, con amargura, que las camisetas de Bart Simpson inundaban el mercado, que existía un trade-mark y un producto oficial y que él era un desgraciado que iría a la cárcel.

Pero cómo podía saberlo, se defendió ante el juez, si yo sólo sabía de colorido vocálico, formalismo, imaginario, Wellek, Isser… y eso era, tan lamentable, que el juez lo entendió como un agravante: lo condenó a diez años. Diez años en el centro penitenciario, alejado de sus librotes, tan sólo disfrutando de las novelas de la biblioteca del centro: algo de Ken Follet, Stephen King y, quizás, con mucha suerte, El tiempo entre costuras o, aún peor, La catedral del mar.

No soportó la idea y dicen, eso dicen, que se dejó morir en una inanición de Literatura.

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