viernes, 14 de octubre de 2011

Primera hemoptisis


En Praga: Domicilio de la familia Kafka, noche del 12 al 13 de agosto de 1917.

Bebía vino, abundante vino, luego cerveza y de nuevo vino, en la orilla del río, con su padre.

A menudo solían sentarse en un bar cercano y con ojos de impotencia y desagrado Franz contemplaba a su progenitor ingerir una jarra de espumosa cerveza tipo Pilsen, siempre horrorizado con esas visitas a los baños del Moldava, aunque su malestar arrancaba ya en la misma cabina del ropero al ponerse el bañador y constatar, una y otra vez, las diferencias anatómicas: él, escuchimizado, de pecho hundido y rasgos demacrados, con las paletillas salidas, el costillar puntiagudo; enfrente, Hermann, rudo, de anchas espaldas, pecho fuerte, complexión sólida, grandes manazas; y la vergüenza proseguía en el exterior, al compararse Franz con quienes lo rodeaban, tan satisfechos de sus cuerpos, avergonzado incluso al medirse anatómicamente con otros hijos de otros padres que disfrutaban del sol y del baño, sin que a ellos, además, les resultara una experiencia tan traumática como a él; entonces, llegaba el peor momento, no por esperado menos terrible, el momento de la visita al bar, la hora de ingerir esa enorme salchicha y trasegar un litro de cerveza solicitado por el padre ahíto de gula mientras animaba a Franz, al hijo, a que lo imitara, e ignoraba con desprecio que a él le repugnaba la carne rojiza, reventada, del embutido, en nada le atraía el alcohol y, así, enfrentado al progenitor, no podría dejar nunca de pensar en lo poco hombre que resultaba para la familia, en la enorme carga, en la tremenda vergüenza que soportaba un padre que se exhibía con un hijo así…

En esta nueva ocasión todo resultaba bien extraño, distinto:

Bebía vino, abundante vino, luego cerveza y de nuevo vino, en la orilla del río, con su padre; bebía el vino a grandes sorbos sin que el líquido, sangre espesa y caliente, le provocara el menor asco y enfrente, Hermann, sonreía con agrado, por una vez el hijo le daba una alegría al padre y ¡Dios, que simple resultaba agradar a ese hombre que se regocijaba con algo tan nimio, con que su Franz bebiese un trago de vino!, ¡que vil era el hijo, incapaz de proporcionarle más a menudo ese mísero placer con tan pequeño sacrificio!

En el instante en que llevó una nueva copa a los labios, colmada, sintió una arcada y se atragantó. Intentó hablar, pero se notó la boca repleta de líquido y Hermann comenzó a reprenderlo con el cansancio de la costumbre:

-¡Eres un desastre! ¡Incapaz de tomar un poco de vino, de ser una persona normal! ¡La deshonra de la familia! ¡El castigo de tus padres!

En ese momento, el más intenso de la reprimenda, la figura de Hermann Kafka se diluyó frente a los ojos de Franz, que acababa de abrirlos. Ahora contemplaba el techo de la habitación y comprendía que soñaba, que todo se trató de una pesadilla pese a que notaba la boca repleta de un jugo tibio y denso.

A tientas, con premura, escupió en el interior del orinal.

Encendió una lamparilla para ver la hora: las cuatro de la mañana.

Pensó que ya no podría dormirse de nuevo y notó un sabor acre en la garganta.

Miró en el fondo del orinal y no comprendió qué sustancia era la masilla rojiza que teñía la porcelana.

En eso, una enorme arcada terminó en vómito de sangre.

Acababa de sufrir su primera hemoptisis. Siempre supo que llegaría ese momento en su vida, más tarde o más temprano.

Se sintió mejor cuando terminó de expulsar la sangre.

Se levantó y abrió la ventana para superar el leve aturdimiento de su cabeza.

Respiró hondo un par de veces y fue consciente, con certeza, de la crueldad:

Era tuberculosis.

Asumió la tragedia casi con alegría, o al menos con calma, tanta que, aliviado, se volvió a la cama y el resto de esa noche durmió, tal vez, con un reposo y una paz mayores que nunca.

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