Escribir versos en el siglo XXI: Morir de poesía
*Esta columna apareció originalmente en el sitio achtngmag.com:
http://www.achtungmag.com/escribir-versos-siglo-xxi-morir-poesia/
Acabo
de llegar de la oficina de empleo y
la depresión que habitualmente se me apodera después de realizar estos trámites
amenaza, hoy, con ser peor de lo habitual. Son ya tres años, tres largos años
sin trabajo, y con la sensación de que no tengo cabida en el mundo que me
rodea. Soy un despojo laboral, un detrito literario. Mi pecado: haberme formado
en una carrera de letras. Haber desarrollado
mis conocimientos en el campo de la Literatura.
Si todo es mucho más complicado para un escritor
—incluso ir al supermercado o realizar un trámite en el banco—, no digamos ya
para un escritor que, además, quiere ser poeta.
Los poetas, ni existen.
Hace
unos años, y tras constatar que nadie hacía ya un manifiesto de calado intelectual y estilístico como aquellos
manifiestos futuristas, dadaístas, surrealistas o cubistas, se me ocurrió la
posibilidad de firmar uno titulado Manifiesto de los Idiotas, porque
hay que ser muy imbécil para
dedicarse hoy a la Literatura en el
mundo en el que vivimos y en el país en el que estamos.
Ignoro
cuándo cedimos el terreno y entregamos el mando de España a la generación más infame y culturalmente peor preparada de
los últimos doscientos años. La más ordinaria y vulgar. Quizás, todo empezara
cuando se empezó a vender éxito y dinero
a través de las enseñanzas de las carreras de ciencias. Una ingeniería
o algo relacionado con la economía y
los números siempre era sinónimo de triunfo; las letras lo eran de fracaso.
España lleva decenas de años educando en la zafiedad, relegando a las humanidades al cubo de la basura y
alimentado la mentirosa y cruel expectativa del éxito rápido mediante la administración de empresas o el máster
en marketing. Visto lo de la crisis,
y cómo estamos, no parece que todo esto tuviera mucha base de realidad.
Porque
ahora, aquellos que se arrojaron en brazos de las carreras científicas y los estudios utilitarios, aquellos que
alejaron las humanidades con un
palo, pasan las mismas estrecheces que todos los demás. Ninguno llegamos a fin
de mes, seamos administrativos, informáticos o poetas. La única diferencia es que los poetas nos morimos más de hambre.
Instalada
en la zafiedad, la insolidaridad, la violencia y el insulto, nuestra sociedad
avanza enfurruñada hacia adelante. Si alguien se queja de que ya no hay
educación y respeto, sólo grosería por todos los lados en una sociedad donde se
premia lo soez, lo chabacano, lo vergonzoso, pues debería preguntarse por las
consecuencias de haber ejecutado de un disparo en el occipital a las humanidades.
El
otro día vi, por enésima vez, La lista de Schindler. En un momento
determinado, dictaminan que un profesor de Historia
y Literatura no es un trabajador esencial para el Reich, lo que provoca la indignación del hombre, que se pregunta si
existe algo más esencial que enseñar Historia
y Literatura.
Lo
de que la Historia es importante no
voy a entrar a desarrollarlo, hasta el más corto de entendederas acierta a
comprenderlo. Sin embargo, lo de la Literatura
no parece tan claro. Y debería serlo. Bastará con decir que la literatura es la
búsqueda de la comprensión del hombre. Tan determinante como eso. Y la poesía es, entonces, la búsqueda de la
comprensión del alma humana. La poesía busca trascender. Ya sea mediante sus versos en el lector, ya sea
mediante el poema en el autor. Y de
esa transcendencia, si se consigue,
surge una renovación interior que nos aleja de la brutalidad, de la zafiedad,
de la suciedad.
La poesía nos hace más humanos. Empatiza con nosotros mismos en un
momento en el que el individuo o pertenece a un colectivo en donde se significa
—generalmente mediante comportamientos y poses cargadas de mezquindad y mal
gusto— o no vale nada, en un instante en el que se difuminan los bordes de
nuestra propia humanidad devorados por la estupidez alienante que nos rodea. La poesía, además, nos vuelve empáticos con los sufrimientos y
amarguras de la gente, porque los versos nos conducen, irremediablemente, hacia
el descubrimiento de la otredad. Y en el otro radica la verdad de este
mundo.
Puede
que a muchos no les convencerá esto que argumento, es más, piensan que son
estupideces si las comparan con el Down-Jones,
el coche nuevo, la última marca de teléfono móvil o el reciente fichaje de su
equipo de fútbol. La verdad, me importa bien poco. A los poetas ya todo nos importa un bledo. Hemos perdido la batalla
definitivamente. No reivindico aquí nada con la esperanza de hacer reflexionar
a alguien, o con la intención de que un rayito de esperanza mejore la
situación. Que va: hemos perdido. Constato la derrota y confirmo que los poetas viviremos ya, para siempre, en
la poética del fracaso.
Como
diría Cansinos Assens, nos hemos
acostumbrado a este “divino fracaso”.
Naturalmente, como ocurre en todos los campos y derivaciones de una disciplina
tan prostituida como es la Literatura,
siempre existe algún poeta que
ejerce de pope del momento, catapultado, generalmente, desde la porquería de
sus versos. Porque la poesía de hoy
en día ha enfermado de buenismo, esa
corriente maligna que nos está destrozando. Todo vale, somos hijos del “déjalo estar porque alguien le gustará”,
pero eso en las artes no funciona. Una emanación artística debe someterse a
unos códigos estéticos, ya sean más
o menos rígidos. Sin embargo, hoy por hoy se permite todo en la poesía, hay una barra libre de porquería
que contribuye a enmudecer esas voces que, dentro del apocalipsis cultural y literario en el que nos movemos, merecen la
pena.
Dada
esta situación, me acerqué a un par de manuales que pretendían mostrar a los
poetas de las últimas generaciones en España,
y no encontré a uno sólo de los buenos. Quienes aparecen son meras marcas personales, esos que ahora
fabrican una especie de poemas, por
llamarlos de alguna forma (desconozco cómo denominarlos realmente), y mañana
venderán perfumes, zapatos, presentarán telediarios o protagonizarán películas.
Si eres poeta, y además no
perteneces a una determinada capillita del vómito, no le pasas la mano por el
lomo al mandarín de turno, no tienes
absolutamente nada que hacer en un mundo en donde, ya de por sí, no tienes nada
que hacer.
Como
todo bascula hacia el abismo, antes de que los poetas desaparezcamos, voy a fijarme en algunos de esos excelentes
autores que nadie conoce y que nadie conocerá jamás más allá de la biblioteca
de su barrio (y eso con suerte). Los que no se bautizan porque no tienen
padrinos, los que no pagan por aparecer en falsas antologías y que,
simplemente, ese es su error, se dedican a lo más horroroso: trabajar el verso con toda su alma.
He
pensado mucho en si terminar el artículo aquí, porque a nadie le interesarán
los nombres que voy a consignar a continuación. Nadie lee poesía y nadie va a salir corriendo a buscar un ejemplar
de los que menciono. Es más, es muy probable que no pudiera encontrarlo. Pero,
si yo no hablo de ellos, si nosotros no hablamos de nosotros, ¿habrá alguien
que lo haga?
Y
empiezo convocando a una de las mejores y más deslumbrantes voces poéticas de
las que disfrutamos en la actualidad. Bueno, disfruta él en su casa y yo de sus
libros en la mía, y poco más. Se trata de Maximiano
Revilla. Claro ejemplo de un poeta que podría llenar estadios con sus
recitales. Propietario de una obra amplia, tanto en papel como en digital, creo
que la mejor definición de su peculiarísima voz se encuentra en el poemario Pálpitos
del tren que no vuelve (Vitruvio),
aunque recientemente acaba de publicar con la misma editorial Un
cuántico aleteo en la boca, donde prosigue desarrollando esa brillante
y peculiar forma de hacer poesía.
Montserrat Doucet
vive por y para la poesía. Respira
poesía, come poesía, bebe poesía y duerme poesía. Todavía lucha con encono por
sentirse poeta, no se ha cansado de
batallar, de alzar la voz, de mostrarse. Su obra es muy amplia, pero yo
destacaría un libro que debería aparecer en las historias de la poesía española
de los últimos años, y que siempre será ignorado: se trata de la Serie
Malevich (editorial Doce Calles),
donde busca iluminar con sus poemas las pinturas del artista constructivista Julián Casado. Es una joya de rareza
magnética, un álbum de poemas desprovistos de adjetivos, casi sin imágenes, que
buscan recrear el extraordinario trabajo lumínico de las pinturas.
Decir
Gloria Díez es mencionar a una poeta
que bebe de las fuentes de la poesía más clásica, que adora a Rilke, y que ha publicado uno de los
libros de mayor belleza que yo he leído en los últimos tiempos:
Dominio de la noche (también en Doce
Calles). Gloria Díez presenta
una poesía sólida y delicada, con un destacado trabajo de las metáforas. Su
poesía es todo un festival para los sentidos, recubierta de una capa de honda
tristeza que, quizás, viene proporcionada por la propia hermosura de sus
versos.
Por
último, por detener la lista en algún momento, dado que podría seguir citando
aquí a verdaderos poetas indispensables para la poesía española actual y ninguneados por un sistema perverso, Heberto de Sysmo. Este poeta ha escrito
uno de los poemarios más originales y que más me han cautivado últimamente: La
flor de la vida (en Lastura),
todo un compendio universal y cuántico de
aquello que nos hace humanos, pero también seres cósmicos. Una interpretación
poética de la integración del hombre en la naturaleza.
Somos
todos unos perdedores, es cierto, pero unos bellos perdedores, especialistas en
encontrarle el reverso poético a la derrota. Nadie podrá quitarnos de la cabeza
que, con lo que estamos haciendo, contribuimos a que las cosas sean mejores.
Para eso sirve la poesía, la Literatura o la lectura de un libro.
Aunque nadie se percate de ello e, incluso, lo desprecie. Ese desprecio también
es poesía para nosotros.
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