*Este artículo fue publicado, originalmente, en el site Achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/atormentados-moda-regreso-stefan-zweig-sylvia-plath/
Atormenados y de moda: el regreso de Stefan Zweig y Sylvia Plath
El
estreno de una película, Adiós a Europa de la directora Maria Schrader, ha reactivado al escritor
austriaco Stefan Zweig, que ha
vuelto a ponerse de moda entre un buen grupo de lectores. Sin embargo, Zweig no es el único autor que ha
regresado y ocupa mesas de novedades en las librerías. En las Redes Sociales, más concretamente entre
los bibliófilos de Instagram —en
efecto, los bibliófilos también estamos en Instagram—,
se reivindica la figura de la poeta Sylvia
Plath y de otros autores torturados que han terminado suicidándose. ¿Es el
tormento, el sufrimiento, la condición natural que fomenta la creación
artística?
El
asunto de los escritores suicidas es un tema que puede parecer algo manido.
Pero no voy a hablar tanto de escritores y suicidio como de creación artística y enfermedad. Esta
semana me he topado con varias afirmaciones al respecto, que terminan
concluyendo que en un espíritu atormentado por el dolor se encuentra el germen
de la genialidad.
En
primer lugar, ese retrato desbocado de un tan insoportable como brillante Thomas Wolfe en la película El
editor de libros —que no, que no tiene nada que ver con ese otro Tom Wolfe, el de La hoguera de las vanidades—.
Wolfe, un volcán de genio en
erupción, falleció muy joven, con el cerebro repleto de tumores. ¿Hasta qué
punto esa enfermedad, que le devoraba, no era culpable de su brillante prosa y de
sus novelas deslumbrantes?
Una
primera respuesta a esto la he encontrado en unos párrafos de mi última
lectura, Diario. Una novela, de Chuck
Palahniuk (Debolsillo). En
ellos, uno de los personajes enumera a una serie de genios y sus afecciones,
que muy bien podrían ser claves en el asunto. Así, Miguel Ángel era un maniaco-depresivo, Robert Schumann empezó a componer música tras la parálisis de una
de sus manos y abandonar su faceta como concertista de piano, Nietzsche padecía sífilis y Mozart sufría de uremia. A Paul Klee un escleroderma le encogió
músculos y articulaciones y Frida Kahlo
soportó una espina bífida y las piernas repletas de llagas. Estaba Lord Byron y su pie deformado, las hermanas Brontë y la tuberculosis, Flannery O´Connor y el lupus… y esa
conclusión a la que llegó Thomas Mann:
los grandes artistas son grandes inválidos.
Y
claro, la lista es interminable, hay muchos más que no aparecen enumerados en
la novela de Palahniuk. Personalmente,
siempre me llamaron la atención Giacomo
Leopardi y Max Blecher. El poeta
italiano tuvo terribles problemas de espalda en la infancia que lo dejaron
deforme y lleno de jorobas, junto a un cuadro de raquitismo que lo condenó,
toda su vida, a ser un hombre de una salud extraordinariamente enfermiza. Las cefaleas,
el asma, y en el último tramo de su vida le pérdida de visión, lo angustiaron
sobremanera hasta que un paro cardiaco puso fin a su existencia con apenas 39
años. Sin embargo, fue una vida más que suficiente, porque el genio en
explosión había dado a la poesía algunas de las composiciones más bellas de la
historia. Para los que no lo conozcáis, os recomiendo la lectura del poema El
Infinito, cumbre del romanticismo.
La
historia del rumano Blecher resulta
estremecedora. Aquejado de tuberculosis de la columna vertebral, el tratamiento
a principios del siglo XX de esta afección consistía en encofrar al paciente en
un corsé de escayola en donde soportaba sus últimos días, siempre aprisionado
en posición horizontal. Ese fue el caso de Blecher,
que inmerso en semejante pesadilla personal, fue capaz de dar luz a varias novelas,
y entre ellas a una obra perturbadora: la novela Corazones cicatrizados (Pre-Textos), que muestra a un narrador
desasosegante. Blecher falleció con
28 años.
No
quiero dejar de citar aquí a los escritores Robert Walser y Franz Kafka,
asiduos de los sanatorios, de quienes me ocuparé en alguna otra columna en otro
momento, para ocuparme, finalmente, de Sylvia
Plath y de Stefan Zweig. La
poeta norteamericana parecía tenerlo todo, pero la angustia, la frustración y
el miedo al fracaso, la llevaron, un día, a meter la cabeza en el horno de gas
mientras sus hijos jugaban en la habitación de al lado. Semejante imagen, de
una contundencia aterradora, está en consonancia con la mayoría de su poesía.
No, Sylvia Plath no es una poeta de
un lirismo delicado, en sus composiciones siempre corre un profundo río oscuro
de pánicos y traumas: la severa figura del padre que culmina, incluso, en
cierto complejo de culpa por alegrarse de su muerte, y la compleja relación
tóxica de anulación personal con su marido el poeta Ted Hughes, siempre presentes en sus versos.
Basta
leer el poema Los maniquíes de Múnich, o Lady Lázaro, para percibir a una
mujer obsesionada con la muerte. Ya en su novela de juventud La
campana de cristal (Edhasa),
con cierto contenido biográfico, narra cómo ha coqueteado con un intento de
suicidio infructuoso. Al parecer, Sylvia
Plath sufría de trastorno bipolar, lo que no le impidió llevar a la poesía
norteamericana del siglo XX a una de sus grandes cotas. Un brillante volumen de
su obra poética completa y bilingüe se puede encontrar en la edición de Bartleby.
Y
para saber más del mundo atormentado de la poeta, recomiendo la biografía
escrita por Linda W. Wagner Martin y
publicada por Circe, además del
ensayo sobre el suicidio de Al Álvarez,
titulado El dios salvaje: el duro oficio de vivir (Emecé). Álvarez era amigo
de la escritora y, además, de otra gran poeta norteamericana que compartía
talleres literarios y sesiones de terapia con Plath, y que se suicidó inhalando del tubo de escape del coche: Anne Sexton. Recomiendo poner en
perspectiva las poesías de ambas mujeres. Su poesía completa está editada en la
imprescindible edición de la editorial
Linteo.
Y
llego al asunto de Stefan Zweig, uno
de los escritores con mayor olfato literario y oficio narrativo que haya visto
la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, su suicidio, atormentado por el mal del hombre, por su creencia
absoluta en que los nazis triunfarían y perpetuarían su reinado de terror, lo
llevo a quitarse la vida a los 60 años, junto a su segunda mujer, en la brasileña
localidad de Petrópolis, donde se había exiliado. Eso nos privó de un autor en
su momento más dulce, y no sabemos qué cantidad de novelas magistrales le
quedaban todavía aún por escribir. Gracias a la película a la que me refería
más arriba, Zweig ha vuelto una vez
más entre nosotros, aunque los esfuerzos por recuperarlo son todos ellos atribuibles
a la espectacular tarea editorial que El
acantilado ha venido realizando en los últimos años con su obra, que se
cuenta por reediciones y reediciones.
Sin
embargo, una pequeñita sombra ha oscurecido últimamente mi militancia
incondicional en el escritor austriaco: está siendo empleando por muchos chamarileros culturales para
reivindicar sus refinados gustos literarios, colocando su apresurado
conocimiento de Zweig como la medida
del buen gusto y la intelectualidad. Incluso un programa de libros de la
televisión se atrevió a una cosa semejante, y el amigo Zweig, un desmesurado torrente narrativo, puede admitir bien el
forrado de sus libros, incluso que los paseen y manoseen entre estación y
estación de metro, pero nunca que un programa de televisión lo elija como
medida de lo bueno y lo malo en literatura y pretenda que batalle con las 50 sombras de Grey o los best seller catedralicios. Es una
lucha, la del postureo cultureta, de
la que nunca podrá salir bien parado. Y al final, nos lo terminarán arrebatando
un poco a todos… incluso a esa rara especie que somos los bibliófilos de Instagram.
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