lunes, 10 de julio de 2017

Foster Wallace, La Broma Infinita, y todos esos libros… ¿imposibles de leer?





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El verano es un tiempo que parece especialmente indicado para dedicarlo a la lectura. Y así lo comprenden numerosos suplementos culturales que se apresuran a lanzar sus listas de libros recomendados para sobrellevar el tiempo de playas y chiringuitos. En esas enumeraciones de novelas siempre suele aparecer lo mismo: género negro, mucho best seller, novela de aeropuerto, novela de piscina y textos facilones con los que hacer la digestión del gazpacho y el melón. Estas listas suelen ser un compendio de ignorancia literaria, pero ninguna me ha soliviantado más que una sobre aquellas novelas que nadie ha leído y que, durante el veranito, un osado lector con el tiempo del ocio escurriéndosele de entre las manos, podría atreverse a leer.

La perversidad de plantear una lista de novelas que nadie ha leído, encierra, al menos, tres errores: el primero, dar por hecho que ningún lector haya sido capaz de enfrascarse en una lectura satisfactoria de Crimen y castigo, El Quijote, Anna Karenina, Guerra y Paz o el Ulises. Evidentemente, eso no es así, y la ignorancia del recopilador, o al menos su incapacidad literaria que hace extensible a los demás lectores, en ningún caso puede ser pandémica. El segundo fallo radica en presuponer que estas obras, por difíciles, solo pueden acometerse en el páramo del aburrimiento estival, cuando cualquier novela, por intrincada que sea, puede leerse en un viaje de metro, a la hora de comer un menú del día o, incluso, como una forma de encontrar algo placentero que hacer más allá de la televisión y la champions, al regreso de una agotadora jornada laboral. El perpetrador de la lista concibe la literatura como castigo y sacrificio, no como diversión.

En tercer lugar, y este es el peor error de todos, es la convicción de que los textos enumerados son libros imposibles de leer. Como si el escritor fuera un sádico maniaco que buscara torturar al lector, cuando es, precisamente, lo contrario. Me explico: hace ya un tiempo que tuve la suerte de defender mi tesis doctoral de casi mil páginas. Uno de los miembros del tribunal se planteó la cuestión de si un trabajo tan extenso era adecuado, dado que la moda estaba llevando a elaborar tesis de menos de 300 páginas, para concluir que por supuesto era más que pertinente, y que no existían textos difíciles, sino lectores poco preparados. Esta afirmación es el pilar fundamental que desarma la génesis de la lista de novelas que nadie ha leído porque son imposibles, dada su complejidad.

El problema no radica en Proust, en Joyce, ni en su En busca del tiempo perdido o en el Ulises, el problema se encuentra en la incapacidad del lector moderno: nos han acostumbrado a libros breves, de escritura insulsa y predecible. A basura. Cualquier novela que pretenda exigir un ejercicio intelectual por parte del lector es, automáticamente, un ladrillo; una pesadez, un libro imposible de leer.

Lo que más me enfada de esa lista de libros que nadie lee, es toparme en ella con La broma infinita de David Foster Wallace. Creo, sinceramente, que Foster Wallace es el Cervantes de nuestra época, y su libro, aunque se publicó en 1996, es el Quijote del siglo XXI. Sus protagonistas son una especie de Alonsos Quijanos, que, en lugar de luchar contra molinos de viento y odres de vino, lo hacen enfrentándose a las drogas, la violencia, la competitiva sociedad de consumo, la incomunicación y la soledad.

En efecto, La broma infinita es un tratado aterrador sobre la incomunicación. Sobre cómo el mundo moderno en donde pretenden que nos sintamos tan cómodos es en realidad el lugar más cruel. El libro, de 1216 páginas y repleto de extensísimas notas a pie de página, puede desesperar a quienes se acerquen a este universo desolado que es la escritura de Wallace con la idea de encontrarse ante una novela convencional. En las primeras 400 páginas se abren y abren historias, que aparentemente no parecen tener mucha conexión unas con otras, en una sublimación de la fragmentación. Pero bien mirado, no es nada que no ocurra, por ejemplo, en la nueva entrega de Twin Peaks, que narrativamente hablando debe mucho a La broma infinita y al universo que pone en pie.

Foster Wallace nos regala una enorme galería de personajes, de historias fascinantes, retratadas con una lentitud que permite recrearse en los detalles y saborearlos, porque nunca la máxima fue más cierta como con esta novela: lo importante no es terminarla, alcanzar su página mil y pico, no, lo verdaderamente importante es el viaje literario, el recorrido. Ese inexplicable placer que produce el permanecer durante semanas inmersos en la Academia de Tenis Enfield, en la casa de desintoxicación, compartir las horas con unos personajes que dejan una huella indeleble en el lector: Michael Pemulis, Hal Incandenza, Ken Erdedy, Emil Minty, y mi favorito, Emil Gately, todos ellos son personajes cervantinos. Por tanto, personajes inolvidables al identificarse con cada parte de nosotros que siente miedo, alegría, tristeza o indefensión.

La novela, a la que quizás deba dedicar una futura entrada comentando algunos de sus innumerables recursos y aciertos, analizando los motivos que la convierten en un texto tan fundamental, no es en absoluto un libro ilegible ni imposible de abordar. No se puede ser más injusto a la hora de ubicarla en una lista tan infame. Háganme caso, si así lo consideran oportuno, y tómense un tiempo para leerla: entre la esterilla y la crema solar, entre los torneos de fútbol veraniegos, encuentren un merecido hueco y descubran los motivos que hacen de la literatura un arte tan extraordinario y singular, capaz de colmarnos de una alegría incomparable a la que pueda proporcionarnos cualquier otro entretenimiento. Superior, incluso, a un gol de Cristiano Ronaldo.

Créanme: el principal objetivo de una novela es entretener. Que el lector sienta el tiempo detenido alrededor y, cuando retorne del viaje, sea un poco más feliz. Y si alguien concibe la lectura como un suplicio, entonces, o no ha entendido nada o debe volver a empezar por la primera cartilla, para deleitarse con la súbita inmediatez del placentero mensaje que se encierra en mi mama me mima. Si también eso les resulta complejo, o pesado, siempre pueden ponerse a ver la película.


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