jueves, 13 de julio de 2017

Género negro y panorama oscuro: la novela que vino medio muerta de frío


*Este texto apareció originalmente en el sitio Achtungmag.com: 
http://www.achtungmag.com/genero-negro-panorama-oscuro-la-novela-vino-medio-muerta-frio/

Hace unos pocos días recibí la novela Hijos de la Stasi (HarperColllins Ibérica), de David Young, una novela negra que viene avalada por muy buenas críticas y un gran premio literario. Desde luego, no defrauda las expectativas, y es un texto sólido y bien construido que excede el traje de novela de género. Porque la llamada novela negra se reviste de unos códigos férreos que, muchas veces, hacen que las historias sean flojas, los personajes planos y todo ello, en general, vacío de contenidos. No nos engañemos, escribir una novela de género, sea cual sea, muchas veces es la mejor forma de disfrazar la falta de talento. Sin embargo, en otras ocasiones, por entre las rigurosas reglas que marcan los códigos genéricos, florece el genio

Durante muchos años me he mantenido fiel a una máxima: no me gusta la novela negra, me gustan James Ellroy y Phillip Kerr. Verdaderamente, si lo pienso detenidamente, ni siquiera esto es verdad, pero hay muy pocas cosas verdaderas en las afirmaciones de un escritor. En cualquier caso, y en esta época veraniega en donde las listas de libros recomendados florecen junto a los mojitos, las piñas coladas, los bares de piscina y la paella de arroz pasado, el terreno parece abonado para una proliferación de lecturas de novelas de género: la novela histórica y la novela negra se llevan la palma entre los lectores playeros o entre aquellos que hacen cola y aguardan en la sala de embarque a que toque fin su pesadilla aeroportuaria anual.

James Ellroy, el perro rabioso de la literatura norteamericana, ha sido vacunado y domesticado, si me atengo a su último y desmayado trabajo, Perfidia (Random House) una de las novelas más flojas, si no es la peor, que haya escrito en su dilatadísima carrera, bien repleta de obras maestras. Por ello, debo rectificar: no me gusta Ellroy, tan sólo me gustan algunas de las novelas de Ellroy. De entre ellas, tengo que destacar El asesino de la carretera y dos de las obras que integran su trilogía Americana o de los bajos fondos: América y Seis de los grandes. La monumental trilogía se cierra con Sangre vagabunda, todas ellas publicadas por Ediciones B, una obra que ya muestra la tónica de los últimos trabajos de Ellroy, pérdida de chispa, escritura rutinaria, personajes estirados hasta lo insostenible y una trama endeble.

Por su parte, Phillip Kerr me deslumbró con Una investigación filosófica (Anagrama) en su momento una de las novelas negras más originales que había leído. Y luego me decepcionó con su aclamado ciclo de novelas sobre el detective Bernie Gunther, esa Trilogía berlinesa que ahora ya alcanza una serie de 11 entregas. La fórmula de Kerr es una técnica exitosa en la novela de género. Desde hace mucho tiempo, las editoriales han pensado que no hay nada mejor como cebo para un libro que envolver su trama en un devenir concreto de la Historia. Cualquier asunto, unos amoríos turbulentos, un triángulo amoroso o un crimen, adquieren relieve si se saben imbricar en los mimbres de un periodo histórico determinado.

De esa forma, las novelas de género negro han insertado, a veces con calzador, sus crímenes en la Alemania nazi, en el antiguo Egipto, en la Roma de los Césares, en el Telón de Acero… Ubicar esos textos en un tiempo histórico concreto requiere de un exhaustivo trabajo de documentación y ambientación. Y claro, muchas veces estas novelas chirrían. Afortunadamente, dentro de este marasmo de autores y libros, siempre sobresalen aquellos que poseen el talento suficiente para ir contra el dictado del mercado editorial.

Una novela que resiste y resiste el paso de las modas, y el pensamiento único del consumismo desaforado en la mesa de novedades, es El complot mongol, del mexicano Rafael Bernal. Publicada en 1969, se considera como la primera novela de género negro mexicana. Conocía esta obra ya desde hacía unos años. Tuve la oportunidad de leerla en una vieja edición hispanoamericana y ahora, afortunadamente, Libros del Asteroide ha decidido publicarla en uno de sus cuidados volúmenes. Su protagonista, el detective Filiberto García, ese “fabricante de muertos pinches”, tal y como se define, no merecía menos.

Gesualdo Bufalino no fue un escritor de novela negra. Y Gesualdo Bufalino tampoco fue escritor durante gran parte de su vida, puesto que el éxito le llegó a los 60 años. Entonces, uno de los más brillantes autores italianos del siglo XX, publicó un puñado de novelas extraordinarias y, entre ellas, una pequeña obrita maestra titulada Qui pro cuo (Anagrama). La novela, bastante corta —175 páginas que se devoran en un instante— es un homenaje a Agatha Christie y un ejercicio de ese humor barroco del italiano. Como el mismo definía su novela en un texto introductorio, se trata de “una excursión dominical a los terrenos de la novela policiaca”. Y, además, el libro trata de la muerte de un editor en su casa de vacaciones… (no negaré que esta perspectiva me cautiva).

Llegamos al agónico panorama literario español, que en este asunto de la novela negra no es ajeno al desastre literario general en el que vivimos inmersos. Se escriben y se publican una cantidad de este tipo de obras, un género que resulta un varadero para tipos sin talento, un contenedor de fracasados, desaprensivos y diletantes. De hecho, algunos de los grandes popes del género han perpetrado los productos literarios más infames que se hayan publicado en nuestro país. Estos productos literarios, o emanaciones culturales, porque me niego a calificarlos como novelas, han copado —y copan— las listas de los libros más vendidos y desfilan, arrogantes y altivos, ocupando su sitio de privilegio sobre las irritantes mesas de novedades de las librerías.

Afortunadamente, siempre se cuelan por un túnel o una alcantarilla, depende del momento, escritores que sí merecen la pena y, de esa forma, dignifican esta profesión a la que me dedico y que a veces es comparable a la de un paria que rebuscase su sustento entre las miasmas de un basurero. No son muchos, es cierto, pero no quiero dejar de mencionar aquí a algunos como Esteban Navarro (al que dediqué mi primera entrada de El Odradek en Achtungmag), toda una máquina de crear ficciones con una larga producción literaria, y a un joven y prometedor escritor, Alejandro Feito que, en su ópera prima titulada La caricia del verdugo (Planeta), nos presenta a un sicario muy peculiar: Radu Dumukrat, un romaní inmerso en una novela que tiene mucho de polar —el cine policiaco francés de los años 60 y 70—. Tampoco voy a dejar pasar aquí una de las novedades más interesantes del año, un brillante ejercicio que mezcla el cine, el suspense, y un grupo de espías: Gilda en los Andes (Berenice) de Fernando Marañón, y que en un momento determinado desplaza su acción a terrenos árticos como una hiriente deconstrucción, cargada de mala leche, de esa moda que nos invade: la novela nórdica de crímenes y detectives.

Así es la realidad de la novela de género, achacosa en este país en donde unos pocos pretenden hacernos creer que goza de una salud inmejorable. Tal vez dedique otro momento a comentar los problemas y deterioros que ha experimentado la novela histórica, el otro gran género veraniego, y reflexione sobre el infinito daño que han hecho Dan Brown o Ken Follet. Si en la novela histórica hubo un momento en que todo eran códigos a descifrar o catedrales que construir, parece que en la novela negra, últimamente, las referencias son esos impersonales detectives nórdicos importados de los ficticios Estados del bienestar. Lo que se lleva ahora es el muerto del Ikea, el crimen vikingo o el misterio que vino del frío. Sería muy bueno que alguno de los capos de la novela negra española se fijase en Goya y en su Duelo a garrotazos para recuperar, así, nuestra carpetovetónica tradición del navajazo de Albacete y la ginebrita con limón.

Porque España no es país de Martinis agitados ni revueltos, ni de bourbon, ni siquiera de chicas que sueñen con una cerilla y un bidón de gasolina (aunque esto resulte difícil de creer) y el camino del epígono, siempre, es un viaje directo hacia el aburrimiento que termina en fracaso.




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