*Este texto apareció originalmente en el sitio Achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/genero-negro-panorama-oscuro-la-novela-vino-medio-muerta-frio/
Hace
unos pocos días recibí la novela Hijos de
la Stasi (HarperColllins Ibérica), de David
Young, una novela negra que
viene avalada por muy buenas críticas y un gran premio literario. Desde luego,
no defrauda las expectativas, y es un texto sólido y bien construido que excede
el traje de novela de género. Porque la llamada novela negra se reviste de unos códigos férreos que, muchas veces,
hacen que las historias sean flojas, los personajes planos y todo ello, en
general, vacío de contenidos. No nos engañemos, escribir una novela de género,
sea cual sea, muchas veces es la mejor forma de disfrazar la falta de talento. Sin
embargo, en otras ocasiones, por entre las rigurosas reglas que marcan los códigos
genéricos, florece el genio
Durante
muchos años me he mantenido fiel a una máxima: no me gusta la novela negra, me gustan James Ellroy y Phillip Kerr. Verdaderamente, si lo pienso detenidamente, ni
siquiera esto es verdad, pero hay muy pocas cosas verdaderas en las
afirmaciones de un escritor. En cualquier caso, y en esta época veraniega en
donde las listas de libros recomendados florecen junto a los mojitos, las piñas
coladas, los bares de piscina y la paella de arroz pasado, el terreno parece
abonado para una proliferación de lecturas de novelas de género: la novela histórica y la novela negra se llevan la palma entre
los lectores playeros o entre aquellos que hacen cola y aguardan en la sala de
embarque a que toque fin su pesadilla aeroportuaria anual.
James Ellroy,
el perro rabioso de la literatura norteamericana, ha sido vacunado y
domesticado, si me atengo a su último y desmayado trabajo, Perfidia (Random House) una de las novelas más flojas, si no es la
peor, que haya escrito en su dilatadísima carrera, bien repleta de obras
maestras. Por ello, debo rectificar: no me gusta Ellroy, tan sólo me gustan algunas de las novelas de Ellroy. De entre ellas, tengo que
destacar El asesino de la carretera y
dos de las obras que integran su trilogía
Americana o de los bajos fondos: América
y Seis de los grandes. La
monumental trilogía se cierra con Sangre
vagabunda, todas ellas publicadas por Ediciones B, una obra que ya muestra
la tónica de los últimos trabajos de Ellroy,
pérdida de chispa, escritura rutinaria, personajes estirados hasta lo
insostenible y una trama endeble.
Por
su parte, Phillip Kerr me deslumbró
con Una investigación filosófica
(Anagrama) en su momento una de las novelas
negras más originales que había leído. Y luego me decepcionó con su
aclamado ciclo de novelas sobre el detective Bernie Gunther, esa Trilogía
berlinesa que ahora ya alcanza una serie de 11 entregas. La fórmula de Kerr es una técnica exitosa en la
novela de género. Desde hace mucho tiempo, las editoriales han pensado que no
hay nada mejor como cebo para un libro que envolver su trama en un devenir
concreto de la Historia. Cualquier
asunto, unos amoríos turbulentos, un triángulo amoroso o un crimen, adquieren
relieve si se saben imbricar en los mimbres de un periodo histórico
determinado.
De
esa forma, las novelas de género negro
han insertado, a veces con calzador, sus crímenes en la Alemania nazi, en el antiguo
Egipto, en la Roma de los Césares,
en el Telón de Acero… Ubicar esos
textos en un tiempo histórico concreto requiere de un exhaustivo trabajo de
documentación y ambientación. Y claro, muchas veces estas novelas chirrían.
Afortunadamente, dentro de este marasmo de autores y libros, siempre sobresalen
aquellos que poseen el talento suficiente para ir contra el dictado del mercado
editorial.
Una
novela que resiste y resiste el paso de las modas, y el pensamiento único del
consumismo desaforado en la mesa de novedades, es El complot mongol, del mexicano Rafael Bernal. Publicada en 1969,
se considera como la primera novela de
género negro mexicana. Conocía esta obra ya desde hacía unos años. Tuve la
oportunidad de leerla en una vieja edición hispanoamericana y ahora,
afortunadamente, Libros del Asteroide
ha decidido publicarla en uno de sus cuidados volúmenes. Su protagonista, el
detective Filiberto García, ese “fabricante de muertos pinches”, tal y
como se define, no merecía menos.
Gesualdo Bufalino
no fue un escritor de novela negra.
Y Gesualdo Bufalino tampoco fue escritor durante gran parte de su vida, puesto
que el éxito le llegó a los 60 años. Entonces, uno de los más brillantes
autores italianos del siglo XX, publicó un puñado de novelas extraordinarias y,
entre ellas, una pequeña obrita maestra titulada Qui pro cuo (Anagrama). La novela, bastante corta —175 páginas que
se devoran en un instante— es un homenaje a Agatha Christie y un ejercicio de ese humor barroco del italiano.
Como el mismo definía su novela en un texto introductorio, se trata de “una excursión dominical a los terrenos de la
novela policiaca”. Y, además, el libro trata de la muerte de un editor en
su casa de vacaciones… (no negaré que esta perspectiva me cautiva).
Llegamos
al agónico panorama literario español, que en este asunto de la novela negra no es ajeno al desastre
literario general en el que vivimos inmersos. Se escriben y se publican una
cantidad de este tipo de obras, un género que resulta un varadero para tipos
sin talento, un contenedor de fracasados, desaprensivos y diletantes. De hecho,
algunos de los grandes popes del género han perpetrado los productos literarios
más infames que se hayan publicado en nuestro país. Estos productos literarios,
o emanaciones culturales, porque me niego a calificarlos como novelas, han
copado —y copan— las listas de los libros más vendidos y desfilan, arrogantes y
altivos, ocupando su sitio de privilegio sobre las irritantes mesas de
novedades de las librerías.
Afortunadamente,
siempre se cuelan por un túnel o una alcantarilla, depende del momento,
escritores que sí merecen la pena y, de esa forma, dignifican esta profesión a
la que me dedico y que a veces es comparable a la de un paria que rebuscase su
sustento entre las miasmas de un basurero. No son muchos, es cierto, pero no
quiero dejar de mencionar aquí a algunos como Esteban Navarro (al que dediqué mi primera entrada de El Odradek en Achtungmag), toda una máquina de crear ficciones con una larga
producción literaria, y a un joven y prometedor escritor, Alejandro Feito que, en su ópera prima titulada La caricia del verdugo (Planeta), nos
presenta a un sicario muy peculiar: Radu
Dumukrat, un romaní inmerso en
una novela que tiene mucho de polar
—el cine policiaco francés de los años 60 y 70—. Tampoco voy a dejar pasar aquí
una de las novedades más interesantes del año, un brillante ejercicio que
mezcla el cine, el suspense, y un grupo de espías: Gilda en los Andes (Berenice) de Fernando Marañón, y que en un momento determinado desplaza su
acción a terrenos árticos como una hiriente
deconstrucción, cargada de mala leche, de esa moda que nos invade: la novela nórdica de crímenes y detectives.
Así
es la realidad de la novela de género,
achacosa en este país en donde unos pocos pretenden hacernos creer que goza de
una salud inmejorable. Tal vez dedique otro momento a comentar los problemas y
deterioros que ha experimentado la novela
histórica, el otro gran género veraniego, y reflexione sobre el infinito
daño que han hecho Dan Brown o Ken Follet. Si en la novela histórica hubo un momento en que todo eran códigos a
descifrar o catedrales que construir, parece que en la novela negra, últimamente, las referencias son esos impersonales
detectives nórdicos importados de los ficticios Estados del bienestar. Lo que se lleva ahora es el muerto del Ikea, el crimen vikingo o el misterio que vino del frío. Sería muy bueno que alguno de los
capos de la novela negra española se fijase en Goya y en su Duelo a
garrotazos para recuperar, así, nuestra carpetovetónica tradición del
navajazo de Albacete y la ginebrita con limón.
Porque
España no es país de Martinis agitados
ni revueltos, ni de bourbon, ni siquiera de chicas que sueñen con una cerilla y un bidón de gasolina (aunque
esto resulte difícil de creer) y el camino del epígono, siempre, es un viaje directo hacia el aburrimiento que
termina en fracaso.
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