Y una mañana lluviosa, en el interior de un reputado cafetín en donde
los sesudos académicos, los escritores de pro y los autores posmodernos que
salían en los programas culturales de la televisión y copaban las reflexiones en
las tertulias de las radios con manifestaciones geniales en las cuentas de Twitter,
esa mañana de café sólo y cigarrillos, patillas de hacha y sonrisas envidiosas
y melladas, esa mañana de ocurrencias en Facebook hasta la nausea (poco sartriana)
y notables hashtag repulsivos, esa matiné, la propia novela, harta de que
manosearan su nombre, de que la mentaran en vano, esa mañana, entre las tazas
con cercos de bocas plagiarias, entre citas de Bordieu y Paul de Man, con las
cañas de cerveza desgasadas, los pepinillos con relleno de anchoa, esa mañana,
la propia novela en un acto de valentía (o de desesperación, vaya usted a
saber) se propuso a sí misma como motivo novelesco, visto el agotamiento que en
los cerebritos de esos autores tan sesudos había provocado durante las últimas
décadas.
Y tras alguna mirada de soslayo, alguna que otra sonrisilla mellada de
fracaso y unos eructillos disimulados por lo bajinis mientras se lo pensaban,
todos aquellos fracasados encaramados a sus podios de ego le hicieron caso, les
pareció una gran idea, y la propia novela, que se propuso como motivo
novelesco, fue, desde entonces, un motivo novelesco.
Y nació la metaliterhartura, que tan pronto desvirtuaron aquellos
maestros de palabras grasas y párrafos enfangados.
Y los escritores tan contentos, porque, con ella, con la metaliterhartura,
no hacían sino masturbarse las conciencias de autores con gran placer y se
hacían ilusiones de genios.
Y, además, algunos, hasta llegaron a cobrar por eso.
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