YouTube:
Aparece en el
vídeo un tipo, podría llevar los ojos tapados por una tira negra de las que se
añaden en la posproducción, pero no, que va, ni tan siquiera se oculta tras las
tinieblas ni se enmascara en una voz de helio, y la declaración que realiza es
tan vergonzosa que muy bien debería camuflarse, aunque fuera tras unos bigotes
postizos, porque seguro que lo señalaran por la calle, se mofaran de su estampa
al afirmar: me llamo Wilhelm First y soy escritor; lo dicho: para matarlo, es de
vergüenza. Escritor. Dios, qué lástima.
El tipo, que tiene
cara de capullo, después se verá en la hora de documental que realmente es un
capullo, un gilipollas vamos, pues el tipo, va y añade: esta es la historia de
mi primera novela. ¿La primera novela de este tipo? Ummm, puede ser interesante,
me enciendo un pito y, esperando con alegría un recital de afrentas y de ver
cómo la industria editorial y sus agentes van a partirle la cara, me pongo
cómodo y a disfrutar.
Minuto quince:
lleva un buen rato con planos y contra planos en los que aparece escribiendo, y
algunas veces mira a cámara y cita mucho a Roland Barthes, de verdad que se
cree que Barthes, junto con Eco, lo salvaran de algo, o le harán escribir mejor
o yo que sé… Realmente, atareado y empleado a fondo en la escritura, tomas y
más tomas sobre los folios, alternadas con las imágenes de cierta tertulia
abstrusa a la que acude y con algunas declaraciones animosas de amigos que son
poetas o, presuntamente, escritores como él. De repente, mira a cámara y,
mientras enarbola en alto un legajo grueso como los cimientos del Empire State,
asegura: he terminado, esta es mi primera novela. Cierto gesto torcido en la
mueca de su cara en un intento de sonreír, que es algo que por lo visto no
acostumbra ni sabe, le pone una sonrisilla de vinagre y, cuando eleva el
manuscrito recuerda al arenero de la plaza de toros de las Ventas, ese
personaje que levanta el cartelón, la pizarra con el nombre del toro que va a
salir al ruedo.
Minuto diecisiete
y medio: primera lectura del manuscrito ante sus colegas de la tertulia, que
descubro que no es una tertulia, es un taller literario en donde se leen y
trabajan textos. Es casi peor, porque esa gente arremeterá con virulencia,
seguro, el tertuliano no respeta opiniones, pero el integrante de un taller
literario aborrece el talento y ataca con furia, y en donde lo hace con saña es
realmente con los mediocres, y estoy seguro, Wilhelm es un rato mediocre. Pero
lo que ocurre a continuación es aún mejor: con gran ceremonial se dispone a
leer los primeros párrafos y cuando arranca, ¡ay cuando arranca!, los rostros de
estupefacción, y un primer plano de un tío que menea la cabeza decepcionado… Sí,
sí, ya voy con lo de la primera línea: el tipo va, y lee su arranque: “¿En qué
momento se había jodido el Perú?” Y desde ahí, Conversación en la catedral enterita, la novela de Varga Llosa en
toda su extensión. Y los rostros anonadados de estupor e incredulidad. Un poco
más adelante, tras la lluvia de insultos, alguno ha intentado pegarle un
puñetazo, y uno de sus amigos, compungido, lo ha sacado de allí para evitar que
lo descalabren.
Minuto veinte: en la habitación de un piso
miserable del extrarradio de una cuidad indeterminada y gris, mientras sonidos
de autos, sirenas, voces, penetran una y otra vez por las ventanas, con varias
botellas de coñac vacías y tiradas por el suelo, una bombilla pelada se balancea
levemente en el techo, y Wilhelm se dirige a cámara afectado, apesadumbrado por
el incidente en la tertulia, está borracho, porque sólo así se comprende que se
justifique de una manera tan humillante: saben lo de Pierre Menard, ¿verdad?,
el tipo que escribió de nuevo el Quijote palabra por palabra, sin haberlo
copiado, pues eso me ha pasado a mí… me puse a escribir una novela y me ha
salido Vargas Llosa, yo no tengo la culpa… ¡soy como ese hijodeperra de Menard!,
y se desploma aturdido por el alcohol.
Minuto treinta: el tipo ha estado escribiendo
con energías renovadas, ignorando su fracaso anterior, y en apenas un mes tiene
un nuevo manuscrito, que enarbola ante la cámara con orgullo. Y se repite la
lectura en la tertulia, han entendido su estupidez anterior, porque si no es
imposible comprender que le permitan una segunda oportunidad. Silencio y
expectación, primeros planos de pedantes y cuellos de cisne, gafas de pasta y
patillones de hacha, y sinceramente, mucha miseria humana. Y Wilhelm ahí va, y
lee el inicio de su nueva novela, y se hiela el corazón de los asistentes, se
hiela el cafetín que alberga la tertulia, hasta casi se hiela la propia cámara,
y después, un talibán de la cultura que dice ser su amigo y hacer aquello por
el propio bien de Wilhelm, le abre la cabeza de un botellazo. ¿Y la primera
línea que desencadenó la ira? Pues bien, es esto lo que Wilhelm leyó
ceremonioso y hasta empachado de su propio ego y seguridad en la genialidad, como
una seguridad de sonámbulo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi
padre…”, y antes de acabar el primer párrafo de Pedro Páramo la sangre ya le chorreaba del corte en la cabeza.
Minuto cuarenta: ha dado explicaciones,
muchas, mirando a cámara y llorando, volviendo con lo de Pierre Menard, que él
escribe y luego resulta que ya estaba escrito de antes… y durante su estancia
en el hospital se afana en un nuevo manuscrito, y le dan el alta y continúa en
casa, y dale que te pego, pasa el tiempo y lo tiene. Ahora sí que es el bueno,
dice mirando a cámara con más pinta de capullo que nunca, y dedica una larga
perorata a disertar sobre Barthes… y entonces, por increíble que parezca, y
supongo que por el paso del tiempo que lo cura todo, está de nuevo en la
tertulia, por tercera vez, afrontando la lectura definitiva de lo que será su
obra maestra. Va la buena, seguro, mucha expectación, incluso en los barridos
de cámara puede apreciarse a un público compuesto de curiosos, las noticias
sobre este plagiador desaprensivo que cita a Barthes y Eco han corrido y todos
ya desean verlo en acción, aunque una nueva barrabasada podría costarle caro, y
cuando se aclara la garganta y se le hace una bola su propio ego, antes de
empezar, en el aire ya se masca la tragedia. ¡Cómo se le ocurra hacerlo de
nuevo! Y va, y lo hace. Dice con voz engolada, leyendo el arranque de su nueva
novela: “¿Encontraría a la Maga?” Navajazos, gran pelea, un muerto.
Minuto cincuenta y cinco: una sala blanca y
amoniacada de un hospital psiquiátrico: Wilhelm First, con la cara cruzada de
navajazos y tiernas heridas, lanza su último exordio a cámara, y da mucha pena,
la verdad: que el doctor ya lo ha diagnosticado, que sufre del síndrome de Pierre Menard, que en cuanto
acomete cualquier actividad artística sólo le salen plagios, que si fuera
pintor sus cuadros serían El grito o La Gioconda, que músico, la Novena o Madama Butterfly, arquitecto, el jodido Golden Gate, y de pronto, tras semejante declaración, confiesa el
verdadero motivo que lo desespera: todo esto, dice con mirada húmeda y antes de
romper a llorar desconsolado, todo es, prosigue angustiado, porque tú no estás
conmigo Muñequita, y la llama “Muñequita” porque le resulta más posmoderno,
entiendo, que le parece una forma de más estilo y más cool de añorar a ese amorcito que no se encuentra a su lado. Así
que el plagio, todo eso, le surge espontaneo porque ella no está, si la Muñequita
ella siguiera allí, sería capaz de escribir sin plagiar… o eso pretende
hacernos y hacerse creer Wilhelm First. El resto de los minutos hasta el
cincuenta y nueve y veinte segundos son llorosos, una poderosa llantina de
plagiario.
Minuto cincuenta y nueve y veinte segundos:
aparece el doctor. Informa de un empeoramiento del paciente en los últimos
meses: recluido en aislamiento y celda acolchada, con camisa de fuerza,
conversa a menudo con Barthes y Eco sobre disparates que denomina “el lector
implícito” o “el cronotopo”, y desmanes semejantes, y últimamente sufre crisis
paranoides en las que un grupo de poesía, el Grupo Aranjuez de Poetas, se le
aparece en su celda, ante sus narices, para regalarle un recital, algo que lo
tortura y aterra sobremanera. En las últimas horas apenas reacciona, atenazado
por el pánico, temiendo que el Grupo Aranjuez se le aparezca y le de un recital
a cada momento… La verdad, sostiene el doctor, los he buscado en internet y,
sin ser nada del otro mundo, no son poetas tan malos como para perder el oremus…
y mientras asegura eso, tuerce la sonrisilla.
Acaba el video de YouTube. Busco en Internet la
página del Grupo Aranjuez de Poetas, con curiosidad, la verdad, pero la primera
foto de un barbudo desagradable me hace abandonar la idea de leer su poesía. Y
me los imagino, a todos, con el barbudo a la cabeza, recitando en la celda del
loco Wilhelm, y a Muñequita por ahí, correteando ajena al dolor de Wilhelm e
ignorando la posibilidad, real, de que un día el Grupo Aranjuez se persone en
su casa, en la casa de Muñequita, a la misma cabecera de su cama, de la cama de
Muñequita, para rendirle visita y recital a Muñequita.
¡Dios mío! Es como "Casillero del Diablo". Tu fórmula personalísima para ver la vida en clave de esperpento. ;) Impactante.
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