jueves, 22 de agosto de 2013

La primera novela de Wilhelm First



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Aparece en el vídeo un tipo, podría llevar los ojos tapados por una tira negra de las que se añaden en la posproducción, pero no, que va, ni tan siquiera se oculta tras las tinieblas ni se enmascara en una voz de helio, y la declaración que realiza es tan vergonzosa que muy bien debería camuflarse, aunque fuera tras unos bigotes postizos, porque seguro que lo señalaran por la calle, se mofaran de su estampa al afirmar: me llamo Wilhelm First y soy escritor; lo dicho: para matarlo, es de vergüenza. Escritor. Dios, qué lástima.

El tipo, que tiene cara de capullo, después se verá en la hora de documental que realmente es un capullo, un gilipollas vamos, pues el tipo, va y añade: esta es la historia de mi primera novela. ¿La primera novela de este tipo? Ummm, puede ser interesante, me enciendo un pito y, esperando con alegría un recital de afrentas y de ver cómo la industria editorial y sus agentes van a partirle la cara, me pongo cómodo y a disfrutar.

Minuto quince: lleva un buen rato con planos y contra planos en los que aparece escribiendo, y algunas veces mira a cámara y cita mucho a Roland Barthes, de verdad que se cree que Barthes, junto con Eco, lo salvaran de algo, o le harán escribir mejor o yo que sé… Realmente, atareado y empleado a fondo en la escritura, tomas y más tomas sobre los folios, alternadas con las imágenes de cierta tertulia abstrusa a la que acude y con algunas declaraciones animosas de amigos que son poetas o, presuntamente, escritores como él. De repente, mira a cámara y, mientras enarbola en alto un legajo grueso como los cimientos del Empire State, asegura: he terminado, esta es mi primera novela. Cierto gesto torcido en la mueca de su cara en un intento de sonreír, que es algo que por lo visto no acostumbra ni sabe, le pone una sonrisilla de vinagre y, cuando eleva el manuscrito recuerda al arenero de la plaza de toros de las Ventas, ese personaje que levanta el cartelón, la pizarra con el nombre del toro que va a salir al ruedo.

Minuto diecisiete y medio: primera lectura del manuscrito ante sus colegas de la tertulia, que descubro que no es una tertulia, es un taller literario en donde se leen y trabajan textos. Es casi peor, porque esa gente arremeterá con virulencia, seguro, el tertuliano no respeta opiniones, pero el integrante de un taller literario aborrece el talento y ataca con furia, y en donde lo hace con saña es realmente con los mediocres, y estoy seguro, Wilhelm es un rato mediocre. Pero lo que ocurre a continuación es aún mejor: con gran ceremonial se dispone a leer los primeros párrafos y cuando arranca, ¡ay cuando arranca!, los rostros de estupefacción, y un primer plano de un tío que menea la cabeza decepcionado… Sí, sí, ya voy con lo de la primera línea: el tipo va, y lee su arranque: “¿En qué momento se había jodido el Perú?” Y desde ahí, Conversación en la catedral enterita, la novela de Varga Llosa en toda su extensión. Y los rostros anonadados de estupor e incredulidad. Un poco más adelante, tras la lluvia de insultos, alguno ha intentado pegarle un puñetazo, y uno de sus amigos, compungido, lo ha sacado de allí para evitar que lo descalabren.

Minuto veinte: en la habitación de un piso miserable del extrarradio de una cuidad indeterminada y gris, mientras sonidos de autos, sirenas, voces, penetran una y otra vez por las ventanas, con varias botellas de coñac vacías y tiradas por el suelo, una bombilla pelada se balancea levemente en el techo, y Wilhelm se dirige a cámara afectado, apesadumbrado por el incidente en la tertulia, está borracho, porque sólo así se comprende que se justifique de una manera tan humillante: saben lo de Pierre Menard, ¿verdad?, el tipo que escribió de nuevo el Quijote palabra por palabra, sin haberlo copiado, pues eso me ha pasado a mí… me puse a escribir una novela y me ha salido Vargas Llosa, yo no tengo la culpa… ¡soy como ese hijodeperra de Menard!, y se desploma aturdido por el alcohol.

Minuto treinta: el tipo ha estado escribiendo con energías renovadas, ignorando su fracaso anterior, y en apenas un mes tiene un nuevo manuscrito, que enarbola ante la cámara con orgullo. Y se repite la lectura en la tertulia, han entendido su estupidez anterior, porque si no es imposible comprender que le permitan una segunda oportunidad. Silencio y expectación, primeros planos de pedantes y cuellos de cisne, gafas de pasta y patillones de hacha, y sinceramente, mucha miseria humana. Y Wilhelm ahí va, y lee el inicio de su nueva novela, y se hiela el corazón de los asistentes, se hiela el cafetín que alberga la tertulia, hasta casi se hiela la propia cámara, y después, un talibán de la cultura que dice ser su amigo y hacer aquello por el propio bien de Wilhelm, le abre la cabeza de un botellazo. ¿Y la primera línea que desencadenó la ira? Pues bien, es esto lo que Wilhelm leyó ceremonioso y hasta empachado de su propio ego y seguridad en la genialidad, como una seguridad de sonámbulo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre…”, y antes de acabar el primer párrafo de Pedro Páramo la sangre ya le chorreaba del corte en la cabeza.

Minuto cuarenta: ha dado explicaciones, muchas, mirando a cámara y llorando, volviendo con lo de Pierre Menard, que él escribe y luego resulta que ya estaba escrito de antes… y durante su estancia en el hospital se afana en un nuevo manuscrito, y le dan el alta y continúa en casa, y dale que te pego, pasa el tiempo y lo tiene. Ahora sí que es el bueno, dice mirando a cámara con más pinta de capullo que nunca, y dedica una larga perorata a disertar sobre Barthes… y entonces, por increíble que parezca, y supongo que por el paso del tiempo que lo cura todo, está de nuevo en la tertulia, por tercera vez, afrontando la lectura definitiva de lo que será su obra maestra. Va la buena, seguro, mucha expectación, incluso en los barridos de cámara puede apreciarse a un público compuesto de curiosos, las noticias sobre este plagiador desaprensivo que cita a Barthes y Eco han corrido y todos ya desean verlo en acción, aunque una nueva barrabasada podría costarle caro, y cuando se aclara la garganta y se le hace una bola su propio ego, antes de empezar, en el aire ya se masca la tragedia. ¡Cómo se le ocurra hacerlo de nuevo! Y va, y lo hace. Dice con voz engolada, leyendo el arranque de su nueva novela: “¿Encontraría a la Maga?” Navajazos, gran pelea, un muerto.

Minuto cincuenta y cinco: una sala blanca y amoniacada de un hospital psiquiátrico: Wilhelm First, con la cara cruzada de navajazos y tiernas heridas, lanza su último exordio a cámara, y da mucha pena, la verdad: que el doctor ya lo ha diagnosticado, que sufre del síndrome de Pierre Menard, que en cuanto acomete cualquier actividad artística sólo le salen plagios, que si fuera pintor sus cuadros serían El grito o La Gioconda, que músico, la Novena o Madama Butterfly, arquitecto, el jodido Golden Gate, y de pronto, tras semejante declaración, confiesa el verdadero motivo que lo desespera: todo esto, dice con mirada húmeda y antes de romper a llorar desconsolado, todo es, prosigue angustiado, porque tú no estás conmigo Muñequita, y la llama “Muñequita” porque le resulta más posmoderno, entiendo, que le parece una forma de más estilo y más cool de añorar a ese amorcito que no se encuentra a su lado. Así que el plagio, todo eso, le surge espontaneo porque ella no está, si la Muñequita ella siguiera allí, sería capaz de escribir sin plagiar… o eso pretende hacernos y hacerse creer Wilhelm First. El resto de los minutos hasta el cincuenta y nueve y veinte segundos son llorosos, una poderosa llantina de plagiario.

Minuto cincuenta y nueve y veinte segundos: aparece el doctor. Informa de un empeoramiento del paciente en los últimos meses: recluido en aislamiento y celda acolchada, con camisa de fuerza, conversa a menudo con Barthes y Eco sobre disparates que denomina “el lector implícito” o “el cronotopo”, y desmanes semejantes, y últimamente sufre crisis paranoides en las que un grupo de poesía, el Grupo Aranjuez de Poetas, se le aparece en su celda, ante sus narices, para regalarle un recital, algo que lo tortura y aterra sobremanera. En las últimas horas apenas reacciona, atenazado por el pánico, temiendo que el Grupo Aranjuez se le aparezca y le de un recital a cada momento… La verdad, sostiene el doctor, los he buscado en internet y, sin ser nada del otro mundo, no son poetas tan malos como para perder el oremus… y mientras asegura eso, tuerce la sonrisilla.

Acaba el video de YouTube. Busco en Internet la página del Grupo Aranjuez de Poetas, con curiosidad, la verdad, pero la primera foto de un barbudo desagradable me hace abandonar la idea de leer su poesía. Y me los imagino, a todos, con el barbudo a la cabeza, recitando en la celda del loco Wilhelm, y a Muñequita por ahí, correteando ajena al dolor de Wilhelm e ignorando la posibilidad, real, de que un día el Grupo Aranjuez se persone en su casa, en la casa de Muñequita, a la misma cabecera de su cama, de la cama de Muñequita, para rendirle visita y recital a Muñequita.


1 comentario:

  1. ¡Dios mío! Es como "Casillero del Diablo". Tu fórmula personalísima para ver la vida en clave de esperpento. ;) Impactante.

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