Asunto: Cefalú:
Carne vs. Hierro.
Al
término de la comida, Tiresias me llevó a dar una pequeña caminata digestiva,
como la calificó, serpenteando por las callejas del lugar. Tuvimos ocasión de
hablar, entonces, de algunos escritores sicilianos. Como si el hartazgo del
Commodoro nos remordiera la conciencia, a la cabeza de Tiresias acudió la
novela del siracusano Elio Vittorini, Coloquio en Sicilia, y su reflejo de la
hambruna durante la posguerra siciliana. Era tantísima la enfermedad del
hambre… ¡comer, comer, comer! Lo que fuera… achicoria, caracoles, hierbajos…
agua, agua hervida, que también alimenta.
Después,
Ripellino, de Palermo, al que tú conocerás bien por su Praga Mágica, si es que
en verdad te preocupa tanto Kafka como dices…
A la
charla acudieron Quasimodo, Pirandello y Lampedusa (como no), Sciascia, y
Giovanni Verga. De este último, Tiresias recordaba la impresión que le causó la
lectura de Los Malavoglia, y ese carácter
siciliano que Verga denominó como la ley de la ostra, condición de los más
miserables que existían como pegados a la roca, mientras se malvive, evitando
que el oleaje no los arrastre… acabamos en una especie de minúsculo paseo
marítimo: un conglomerado de casitas de pescadores que se apiñaban unas contra
otras, como si se refugiaran del frío o buscaran cobijo de los vientos, como si
entre todas se esforzaran para evitar su derrumbe aplicando a la arquitectura
la vergiana ley de la ostra.
Un
ambiente de calma y serenidad: tan
sólo las lejanas campanadas de una iglesia, el crujir de una falúa en un
improvisado embarcadero y el chillido de una gaviota insolente y hambrienta, se
atrevían a turbar el silencio marino, un silencio como de salobre derrota…
oxidada.
Hasta
nosotros se acercó un anciano que miró con los ojos acuosos a Tiresias y le
dijo: por allá vinieron los aviones. Y su dedo retorcido, áspero de reumas,
estacó el cielo quemado de azul. Se refería a los días de la Segunda Guerra
Mundial, al desembarco aliado en Sicilia, a los bombardeos. Por allí, por allí
vinieron… prosiguió el hombre meneando la cabeza: la mayor desgracia fue que me
dejaron vivo. Sentenció. Sólo el olaje nos sacó del silencio reflexivo.
Necesitaba decir algo mientras el anciano, tambaleándose, se alejaba. ¿Sabe?,
le espeté a Tiresias, yo de eso de la guerra no sé mucho, pero la imagen que me
queda de los aliados recorriendo la isla es la de la novela de La piel...
bueno, realmente la de la película, cuando el tanque… ¡Sí, el tanque!, me
interrumpió. Sabía muy bien lo que iba a decir: cuando en la obra de Malaparte,
un tanque arrolla a un italiano que celebraba jubiloso la liberación.
Algo
impactante, desde luego, aseguró.
Es la
historia de la isla: la batalla entre la carne y el hierro, concluyó. No
entendí muy bien a que se refería con ello, pero desde ese momento, y hasta el
regreso a Palermo, apenas despegamos los labios. El retorno fue rápido y, como
me encontraba repuesto de las angustias y olores de la ciudad, le rogué a
Tiresias que me dejara en el centro, que me apetecía dar un paseo al atardecer.
Me extendió su mano algo fría y estilizada y me regaló una sonrisa amable a
modo de despedida. Media hora después, en la vía Mascagni, encontré una
librería de segunda mano y, mientras ojeaba unos volúmenes, me quedé
estupefacto al reconocer a mi Tiresias, a mi cicerone, en la fotografía de la
contraportada de uno de ellos.
¡Acabo
de estar con este hombre! Le dije al librero, que sonrió condescendiente ante
lo que entendía como una absurda broma. Lo dudo, me dijo, ese hombre es el
Maestro, el Maestro Don Gesualdo, y hace años que murió… debió ver mi cara de
asombro, porque cambió el tono de su voz y me dijo seriamente: se confunde
usted. Don Gesualdo, el maestro Bufalino, el escritor más grande de Sicilia,
hace ya 15 años que murió en un accidente de automóvil en estas mismas
carreteras de la isla.
Y allí
estaba, proyectándose desde una foto de la contraportada de su novela Las
Mentiras de la Noche.
Quedé
aturdido, pero mayor aturdimiento experimenté cuando, al llegar al hotel, me
llamó por teléfono mi agente y lo primero que hizo fue disculparse: siento
mucho que, al final, no haya podido acudir nadie de la editorial a buscarte,
que te hayas pasado el día allí metido…
Así terminaba aquello.
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