viernes, 23 de agosto de 2013

Carne Vs. Hierro (cuatro)



Asunto: Cefalú: Carne vs. Hierro.

Al término de la comida, Tiresias me llevó a dar una pequeña caminata digestiva, como la calificó, serpenteando por las callejas del lugar. Tuvimos ocasión de hablar, entonces, de algunos escritores sicilianos. Como si el hartazgo del Commodoro nos remordiera la conciencia, a la cabeza de Tiresias acudió la novela del siracusano Elio Vittorini, Coloquio en Sicilia, y su reflejo de la hambruna durante la posguerra siciliana. Era tantísima la enfermedad del hambre… ¡comer, comer, comer! Lo que fuera… achicoria, caracoles, hierbajos… agua, agua hervida, que también alimenta.


Después, Ripellino, de Palermo, al que tú conocerás bien por su Praga Mágica, si es que en verdad te preocupa tanto Kafka como dices…


A la charla acudieron Quasimodo, Pirandello y Lampedusa (como no), Sciascia, y Giovanni Verga. De este último, Tiresias recordaba la impresión que le causó la lectura de Los Malavoglia, y ese carácter siciliano que Verga denominó como la ley de la ostra, condición de los más miserables que existían como pegados a la roca, mientras se malvive, evitando que el oleaje no los arrastre… acabamos en una especie de minúsculo paseo marítimo: un conglomerado de casitas de pescadores que se apiñaban unas contra otras, como si se refugiaran del frío o buscaran cobijo de los vientos, como si entre todas se esforzaran para evitar su derrumbe aplicando a la arquitectura la vergiana ley de la ostra.


Un ambiente de calma y serenidad: tan sólo las lejanas campanadas de una iglesia, el crujir de una falúa en un improvisado embarcadero y el chillido de una gaviota insolente y hambrienta, se atrevían a turbar el silencio marino, un silencio como de salobre derrota… oxidada.


Hasta nosotros se acercó un anciano que miró con los ojos acuosos a Tiresias y le dijo: por allá vinieron los aviones. Y su dedo retorcido, áspero de reumas, estacó el cielo quemado de azul. Se refería a los días de la Segunda Guerra Mundial, al desembarco aliado en Sicilia, a los bombardeos. Por allí, por allí vinieron… prosiguió el hombre meneando la cabeza: la mayor desgracia fue que me dejaron vivo. Sentenció. Sólo el olaje nos sacó del silencio reflexivo. Necesitaba decir algo mientras el anciano, tambaleándose, se alejaba. ¿Sabe?, le espeté a Tiresias, yo de eso de la guerra no sé mucho, pero la imagen que me queda de los aliados recorriendo la isla es la de la novela de La piel... bueno, realmente la de la película, cuando el tanque… ¡Sí, el tanque!, me interrumpió. Sabía muy bien lo que iba a decir: cuando en la obra de Malaparte, un tanque arrolla a un italiano que celebraba jubiloso la liberación.


Algo impactante, desde luego, aseguró.


Es la historia de la isla: la batalla entre la carne y el hierro, concluyó. No entendí muy bien a que se refería con ello, pero desde ese momento, y hasta el regreso a Palermo, apenas despegamos los labios. El retorno fue rápido y, como me encontraba repuesto de las angustias y olores de la ciudad, le rogué a Tiresias que me dejara en el centro, que me apetecía dar un paseo al atardecer. Me extendió su mano algo fría y estilizada y me regaló una sonrisa amable a modo de despedida. Media hora después, en la vía Mascagni, encontré una librería de segunda mano y, mientras ojeaba unos volúmenes, me quedé estupefacto al reconocer a mi Tiresias, a mi cicerone, en la fotografía de la contraportada de uno de ellos.


¡Acabo de estar con este hombre! Le dije al librero, que sonrió condescendiente ante lo que entendía como una absurda broma. Lo dudo, me dijo, ese hombre es el Maestro, el Maestro Don Gesualdo, y hace años que murió… debió ver mi cara de asombro, porque cambió el tono de su voz y me dijo seriamente: se confunde usted. Don Gesualdo, el maestro Bufalino, el escritor más grande de Sicilia, hace ya 15 años que murió en un accidente de automóvil en estas mismas carreteras de la isla.


Y allí estaba, proyectándose desde una foto de la contraportada de su novela Las Mentiras de la Noche.


Quedé aturdido, pero mayor aturdimiento experimenté cuando, al llegar al hotel, me llamó por teléfono mi agente y lo primero que hizo fue disculparse: siento mucho que, al final, no haya podido acudir nadie de la editorial a buscarte, que te hayas pasado el día allí metido…

Así terminaba aquello.

No hay comentarios:

Publicar un comentario