A las pocas horas, un segundo email llegaba a
mi bandeja de entrada. Asunto: Tumor de
piedra (debo añadir que yo había sido, recientemente, operado de un tumor
en la columna vertebral, por lo que ese encabezado recorrió mi espinazo como
una descarga).
El chofer
de Tiresias nos dejó delante de la catedral normanda de Cefalú. Durante el
trayecto desde Palermo mi guía no dejó de mostrarse como un hombre amable,
excelente conversador y de una cultura exquisita: en varias ocasiones sus
reflexiones giraron en derredor de la Eneida, de la Odisea, sobre Dante y
Petrarca e, incluso, los poetas sicilianos que florecieron en la corte de
Federico II Hohenstaufen como antecesores del dolce still novo. Yo escuchaba
encantado, hablaba de Pier della Vigna, Giacomo da Lentini, Guitonne de Arezzo,
y luego Guinizelli, Cavalcanti… sabía que yo era escritor y que esos asuntos
podrían interesarme. Lo que ignoraba era el tipo de escritor que yo era,
oscurecido, tan alejado de un “cor gentile”.
La
catedral de Cefalú, incrustada, empastada entre las casas, entre los tejadillos
rojizos, una excrescencia, un enorme tumor de piedra pardusca que le había
salida al pueblo en su mismo hueso: esa es la impresión que me dio la
construcción. Me desasosegaba.
Y una
extraña estatua en la escalinata de acceso todavía acrecentaba mi malestar.
¿Quién
es?…bueno, ¿era?, le pregunté a Tiresias. ¿Y qué más da?, me repuso. En
cualquier caso, su tiempo ha pasado ya, ¿no cree? Tiresias advirtió mi
inquietud y con un gesto tranquilizador me invitó a recorrer el interior, un
interior dominado, fagocitado por el Pantocrátor del ábside, de quien todo el
mundo en Cefalú estaba taaaaan orgulloso.
Un
caramelo policromado, un dulce empalagoso de dorados.
Justo
debajo, representados como murciélagos o tarántulas, los arcángeles…
¡Elija
la vida, rechace la muerte!, escuché el grito. ¡Silencio! ¡No hable en alto,
está en un lugar de oración! La mujer, de rostro asediado por la vejez y la
piel ajada de soles y por el trabajo en el campo, no dejaba de chillarle al
vigilante del duomo sus ¡elija la vida, rechace la muerte! El vigilante
reaccionó con brutalidad: un empujón desplazó a la mujer, que patinó por los
escaques de la Catedral
en un grotesco curling siciliano. Quedó frente a una imagen de Santa Ágata. A
voces, se dirigió a ella: Soy María Fernanda, madre de tres hijas y te pido que
tengas compasión... El vigilante la sujetó del brazo para despacharla. La gente
miraba con asombro, indignación y compasión. ¡Le he dicho que se calle! La
mujer, al sentir la presa metálica en su piel, se revolvió y le chilló al
guardia: ¡Elija la vida, no la muerte! Pero él no tuvo necesidad de elegir. Un
golpetazo en la cara sumió a María Fernanda en la espiral de la vergüenza. Y
fue, tal vez, como si todo el azúcar de las cúpulas se desmoronara sobre ella.
Y yo, pobre estúpido, tan sólo pude refugiarme del dolor agudo de aquella
escena arrastrando mis pensamientos por las frescas losetas de la Catedral y fijando la
vista en un elemento sorprendente: se trataba de la figura de un enano que
cargaba a sus espaldas con la pila de
agua bendita (te adjunto foto).
Tiresias
ayudó a levantarse a la mujer y, algo desagradado por la escena que acabábamos
de presenciar, me comento que quizás fuera buen momento de abandonar el lugar y
dirigirnos a un restaurante que el conocía en donde podríamos recuperar
fuerzas…
Por
cierto, me preguntas que cómo me llamo: puedes llamarme Agesilao, Agesilao
Degli Incerti.
¡No, no, no!; le escribí como respuesta a tan
descarado correo. Has cometido un error al mandarme la fotografía de la pila
bautismal del enano. Has topado con un estudioso sobre Kafka, lo siento amigo
Agesilao –si es que te llamas en verdad así, cosa que dudo-. Esta figurita fue
lo que más le llamó la atención a Kafka cuando la vio por un Kaiserpanorama, el artefacto de
fotografías en tres dimensiones que hacía furor en su época. Reseñó en uno de
sus diarios que el enano de la pila bautismal le parecía enormemente vivo… la
fotografía exhibida en el Kaiserpanorama era
de la iglesia de Santa Anastasia en Verona (te adjunto la foto verdadera que
vio Kafka, la tuya, desde luego, también es de esa misma iglesia veronesa).
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