Mientras hurgaba en los anaqueles, más que
polvorientos, desvencijados, de la librería de usados regentada por mi amiga
Beatriz Viterbo, topé con una novelita de Lawrence Durrell titulada Cefalú. Me estremecí de inmediato.
Beatriz, que solía acompañarme, colocada silenciosamente a mi lado durante mis
requisas sobre las cajas que apilaban esos volúmenes maltratados por la
historia literaria, notó mi malestar. Es cierto, allí, entre Madrid Costa Fleming de Palomino, La sangre de Elena Quiroga, La noria de Romero, Central Eléctrica de Pacheco, o Medico
de cuerpos y almas de Taylor Caldwell, las palabras “Cefalú”, impresas en
la cubierta de un libro doblemente amarillo (por el estridente color elegido
para sus tapas y por efecto del maltrato del tiempo literario) me causaron una
inquietud enorme...
Esto tenía una explicación: mi vinculación
con ese lugar, con Cefalú, pues soy poseedor de una historia que, en la
trastienda de la librería, la propia Beatriz Viterbo me obligó a rememorar,
junto a varios tragos de un Henessy tan cálido como pentotálico. Cefalú…
Cefalú… ese nombre despertaba en mí las terribles visiones de sangre y fuego,
combates en donde la carne chocaba y se quebraba, ensangrentada, contra el
hierro...
Hacía unos años: estaba leyendo a Lawrence Durrell,
su Carrusel Siciliano que ya era de
por sí una pesadilla pedante y literaria, y aún no entiendo cómo sucedió, pero
en cuanto advertí en la solapa del libro que el autor poseía una novela
titulada Cefalú sentí el deseo
desesperado de hacerme con ella de inmediato; a lo largo de mi vida había
soñado recurrentemente con ese lugar, con Cefalú, y nunca había sabido el
motivo de tal obsesión. Quizás, con la lectura de ese libro, empezaría a
avistar una solución, una respuesta al enigma. Entonces ignoraba que, sorpresa,
el libro de Lawrence Durrell ni tan siquiera trataba sobre Cefalú, era un
disparate sobre un laberinto de Creta en donde una docena de turistas imbéciles
acababan muriendo... Lawrence, hiciste bien aquello del Cuarteto… bueno, hiciste bien Justine,
Clea un poquito peor, después Balthazar… pues eso... y de Mountolive ya ni hablamos. Lo que
hiciste de verdad, bien, fue tener un hermano como Gerrald. Eso sí que te salió
bien. Y pensé que, por qué no, un buen lugar por donde comenzar a pergeñar algo
de esa novela, de Cefalú, sería en
Internet, en Iberlibro me haría con un volumen de segunda mano. Busqué en
varios foros de viajeros por Sicilia, tecleé en Google la palabra Cefalú y
obtuve miles de enlaces. Tras mucho investigar: allí estaba. Un blog titulado Mi extraño viaje a Cefalú. Accedí a él,
pero la página estaba en obras. Un sencillo mensaje me remitía a una dirección
de correo con un aviso: si de verdad te interesa mi extraño viaje a Cefalú,
escríbeme.
¡Pues claro que me interesaba! ¿De qué
extraño viaje se trataba? ¿Qué le había sucedido a ese individuo para que lo
calificara así? Le mandé un correo. Pasaron dos días y, cuando ya creí que no
me respondería, ¡zas!, allí estaba la respuesta. Asunto: Palermo huele a sardinas, ese era el título de su correo. Estimado
amigo, empezaba diciendo, y continuaba así:
Palermo
huele terriblemente a sardinas. Pero no a pescado fresco, que va, eso sería
soportable, huele a fritanga de sardinas. En cualquier portal, rellano, casa o
patio interior, un palermitano sumerge sardinas en aceite hirviendo y genera
una humareda maloliente… el pestazo a fritura me hartó tanto, me saturó, hasta
no poder aguantarlo más. Necesitaba marcharme de allí, de la ciudad, aunque
fuera por unas horas. Soy escritor… pero no un escritor de esos que te
imaginarás, ahora, al leer mi correo, adornado con la erótica de la literatura,
emborrachado de éxito y publicaciones… no, ni mucho menos, soy un escritor por
encargo: lo peor del negocio. Igual redacto manuales industriales que reviso
prospectos farmacéuticos o, ese era el asunto que me llevó a Palermo, escribía
como negro la biografía de un personaje célebre. Sea como fuera, estaba
encerrado en ese maldito hotel Termini que se caía de viejo (sí, la editorial
no se caracterizaba por ser muy generosa) y aquel sábado por la mañana no
aguanté más la reclusión y telefoneé a mi agente. Me prometió que, en media
hora, una persona iría a buscarme para llevarme a un pequeño recorrido
turístico. Era mi recompensa a una semana de trabajo escribiendo las memorias
de un conocido industrial que tenía un oscuro pasado enlazado con la mafia;
pasado que no debía mencionar, obviamente. Al poco rato me avisaron de la
recepción. Un hombre venía a buscarme. Sí que se han dado prisa los de la
editorial, pensé, señal de que les importa mucho esta biografía que estoy
elaborando… Me encontré con un hombre alto, embutido en un traje algo pasado de
moda, con cierto aire de gentleman británico, pero como de los años sesenta.
Totalmente calvo, rubricaba su cara con unas enormes gafas negras de gruesos
cristales, horribles, que lo convertían en el estereotipo más clásico de un
completo miope. Me saludó cálidamente, me dijo que se llamaba Tiresias y
añadió: el chofer nos espera. ¡Un chofer y todo! Vaya, la editorial había
tirado la casa por la ventana, se ve que me tenían aprecio. Acomodados en el
vehículo, le pregunté a Tiresias, mi cicerone, que a dónde nos dirigíamos.
Ummm, pareció dudar un instante, iremos a Cefalú, resolvió, ¿entendido
Tommaso?, le dijo al chofer que, tras asentir con la cabeza, arrancó en
dirección a esa localidad, a unos 70 kilómetros de Palermo.
Así acababa el primer correo.
Espero con impaciencia que me sigas contando
tu viaje, me apresuré a responderle. Y dime como te llamas, por favor.
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