jueves, 26 de abril de 2012

Subsuelo. Uso y disfrute (1)


Subsuelo, subsuelo, subsuelo, Subsuelo. Subsuelo. Subsuelo. La propia palabra lo indica: lo que está bajo el suelo. Tuberías, conexiones, líneas de alta tensión, cableados, y ratas, muchas ratas. Esas tuberías, esas líneas, esos cables, son una red de nervios, una red nerviosa de músculos y tendones también, una red de tejidos entretejidos, una malla neurótica y sensorial que sustenta el peso de la ciudad. Son huesos, además son huesos, corroídos por el cáncer de las mordeduras de los roedores, son esqueletos arruinados por la vejez y por el polvo, son conducciones que se deslizan por las galerías, las galerías de subsuelo, esas que vigilo, las que me duermo, esas que sueño, esas que me chupan la vigilia y mi sustancia, esas que me mastican, noche tras noche, asesinado en un turno de diez y seis horas, aherrojado a los fines de semana y futuros: mientras contemplo a la ciudad oculta, la ciudad de por abajo, la ciudad infraciudad, la subciudad, la cloaca inmensa en mis pupilas de vigía, de vigilante del estercolero. Las galerías son venas por donde cabalga la circulación infecciosa urbana. La galería del Paseo de la Castellana es una inmensa yugular lúgubre y por encima de ella se mueven los automóviles bypaseados por los alternadores de los semáforos. La galería del Paseo del Prado es una safena porosa, picada de heriditas, y Arturo Soria es una vena cava tumefacta y varicosa, esclerotizada de detritus y cagaditas de ratas, trombos de mierda. Arráncame las venas, arráncame las venas, arráncame las venas. Arráncame las venas, amor mío, le pido a Bea cada vez que tenemos sexo, pero ella apenas es capaz de darme un par de cachetes aterrorizados, y ni siquiera podría sorberme la venas chupándolas, jamás. Arráncame las venas, Bea. Arráncamelas. Muchas veces salgo del trabajo, a las siete de la mañana, rendido y demolido, y aún llego a la barra del bar en donde aguarda Bea, tras pasar por tres o cuatro clientes, tal vez cinco si la noche de negocio transitó bien, ella follando mientras por mis cámaras se paseaban las ratas, con su trotecillo alegre y rápido sobre las tuberías de conglomerado. Al principio, Bea no estaba, pero poco a poco se ha ido acostumbrando a que llegue a eso de las siete pasadas, y me espera. Sabe que todos los lunes, por encima de su cansancio, y por encima del mío, yo estaré allí, yo acudo ahí, voy a buscarla, aunque tenga que agachar la cabeza para burlar el cierre y la verja de la puerta a medio echar, y aparezco en el bar, en el Amsterdam, y puedo ver, al fondo, junto a una esquina de la barra, esas piernas que iluminan como una chispa previa al cortocircuito de un grupo electrógeno allá en Ronda de Atocha, cuando el incendio eléctrico crece y aumenta en las entrañas de la ciudad, y sus piernas desatan el chasquido eléctrico en las entrañas de mi deseo y voy hacia ella, agotado y con ojeras, pero mal disimulo una erección. Bea, de pechos planetarios, como dijo un poeta, descruza las piernas, me permite atisbar su tanga y dulcemente le pide un whisky con hielo al aturdido camarero que, aunque ya fuera de hora, y nos conoce por la fuerza de la costumbre, me sirve la copa. Mientras atravieso el bar hasta alcanzar la altura de Bea me imagino ser un personaje de Bernhard, de esos que nunca terminan de atravesar el bar, o de acudir a un entierro, o de entrar en una fonda y que, mientras realizan esos pasitos que los separan de pasar la frontera de la puerta, pueden desarrollar toda la novela en sus cabezas. Mientras atravieso el bar hasta alcanzar la altura de Bea desearía haber protagonizado El Malogrado, o Tala, o Amras, mejor haberlos escrito, desde luego. Mientras atravieso el bar hasta alcanzar la altura de Bea dejo atrás una estela de ratas y de subsuelo, de alcantarillado y telarañas, de insectos y aguas fecales. Estoy enterrado en el subsuelo como en la arena de una playa, hasta la cabeza, y cada vez me resulta más difícil respirar y a veces sueño con algo así: enterrado, con la cabeza fuera, y un tipo me introduce la polla en la boca con violencia y debo tragarla hasta el fondo, y otras veces es Bea la que se acuclilla sobre mí y extiende su sexo enorme y oceánico, ese coño enorme y mucoso, para que sus pliegues me asfixien como si una manta-raya se me extendiera por la cara, y descubro, muchas mañanas cuando el sol de las diez perfora los listones de la persiana que eso no era un sueño y la boca me chorrea de Bea, entre ahogos y sorpresas. Arrastro conmigo ese subsuelo, su pestazo y su ruina, a veces soy una rata dentuda y hambrienta que no puede dejar de roer, pero otras veces soy una carretilla de ruedas oxidadas o un saco de cemento abierto como un vientre en la oscuridad de una bajada de materiales. Hágase la luz cuando una cuadrilla accede al subsuelo para trabajar, hágase la luz con el terciopelo de tu tanga, Bea, que me clavas en el pecho cuando te subes encima para que podamos hacerlo de nuevo y los rayitos de ese sol de mediodía se proyecten en ti y me parezca, antes de correrme, que hasta tienes alas, las alas de un ángel succionador.
  
(acuarela de Steve Hanks)

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