viernes, 20 de abril de 2012

Federico Chof, limpiador de piscinas y estudioso del colorido vocálico


Federico Chof limpiaba las piscinas y, en su tiempo libre, analizaba versos de Neruda, Lorca y Alberti, desde el punto de vista del colorido vocálico. ¡Qué bonitas oes, abiertas como valles al fondo de las montañas! ¡Qué tenebrosas esas ues, que aullan el pavor del verso como camadas de lobeznos abandonados a su suerte! ¡Qué bonitas todas ellas! Muchas veces, encontraba inspiración mientras pasaba el aspirador de fondos o descubría un nuevo matiz en un verso de Lorca cuando vertía las tabletas de cloro que se desmenuzaban con su polvillo azulado.

Se levantaba todos los fines de semana a las siete, para limpiar las piscinas de las urbanizaciones y, durante el verano, entre junio y septiembre, los madrugones eran diarios. Federico limpiaba fondos como una anguila, y su cabeza extraía, mientras tanto, las isotopías de los poemas de Alberti, computaba las repeticiones vocálicas y erigía sus teorías. En su casa, un pisillo de 45 metros, sobre la mesa de la cocina que era la mesa de su escritorio, la mesa de comedor y la cama, reposaba un cartapacio aburrido y abultado con páginas y páginas en donde aparecían en abigarradas letrujas sus conclusiones colorido-vocálicas.

Una mañana de madrugón, pésimamente desayunado, y cuando devorado por el insomnio y por un nuevo estudio vocálico y celeste del Canto general de Neruda había permanecido la noche anterior hasta las tantas, esa mañana, Federico Chof se aproximó demasiado al borde de la pileta y al tubo enredado del aspirador. Sin saber cómo, el cielo se le convirtió en el fondo de la piscina y en el fondo de la piscina se le apareció el agua de las nubes, y todo se decoloró mientras una muchacha limpiaba de mala gana los cristales de un apartamento, un publicista se preparaba para jugar al pádel en la pista de la comunidad y Chof tragaba cloro con todo su mundo de vocales que se iba anegando de blanco y negro.

Cuando el juez levantó el cadáver no pudo evitar, a pesar de su hernia de hiato, a pesar de su reflujo gástrico que no lo animaba a las bromas ni a la paradoja, a pesar de que su hija era novia de un punk que se fijaba la cresta con la cerveza de los botellones, pues ese juez, ese mismo, se sobrepuso a su seriedad dispéptica y sentenció amargado: Chof, en su apellido llevaba escrito su destino.

Lo que fue muy celebrado por el coro de pelotas y agentes judiciales que aspiraban a un puesto mejor y le pasaban al juez la mano por el lomo para que su cara se colocara en cuarto creciente como si fuera el gato de Chesire.

Las risotadas sobrevolaron la maraña de adosados y grandes residenciales que se había quedado descolorida.

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