miércoles, 31 de agosto de 2011

Aguda fiebre de grillos (parte 3 de 10)


El padre Gago: entraba en clase, se frotaba las manos y recitaba un Ave María para, a su término, ordenar un papelucho: era un viajero avezado con gran parte del mundo recorrida y asiduo visitante de los museos y monumentos más importantes. ¿Cómo podía lograr eso con su miserable sueldecillo del internado? Muy fácil, el dinero le quedaba prácticamente íntegro ya que comía allí, vivía allí, y no gastaba en ropa (siempre iba uniformado con sus viejas sotanas, con sus trajecitos grises, limpios, muy limpios desde luego, porque la limpieza era su manía; olía como a polvos de talco y demostraba una extraordinaria pulcritud).

Cuando se presentó ante sus alumnos el primer día de clase dio -con un retorcido sentido del humor que a los chavales no les hizo ninguna gracia- lo que él llamaba los dos principios metafísicos: el primero: a su clase nadie entraba con las pezuñas al aire, ninguno de los presentes, bajo ningún concepto, osaría calzar zapatos sin calcetines pues aunque se laven los pies a diario no todos los días se lavan los zapatos, argumentaba, no sin cierta razón... incluso opinaba que el zapato era el peor invento, lo más sucio que fue capaz de pergeñar el ser humano: uno se subía toda la porquería de la calle a casa sin darse cuenta y paseaba sus suelas inmundas por la alfombra del salón: ¡con la de gérmenes asquerosos que viajaban ahí!; nunca se cansaba de admirarse ante la inteligencia de los japoneses y de los ciudadanos de muchos países nórdicos: dejaban reposar los zapatos en la puerta.

Su segundo principio metafísico era: el tonto solo puede ser tonto: lo pronunciaba con evidente placer: como obnubilado ante la sabiduría que contenía la ridícula premisa: ese era el magistral segundo principio que enunció y que luego hizo repetir una y otra vez a sus atónitos alumnos: no repararon en que les exigía la misma entonación con la que él matizaba sus palabras: repartiría capones a diestro y siniestro: dejándolos caer por entre la fila de estudiantes: hasta que tuvieran a bien recitar el principio con la propiedad debida: A ver, hermano... ¿dígame el segundo principio metafísico? –preguntaba con sorna: el chaval, asustado por la inmensa y descomunal estupidez que le obligaban a repetir, murmuraba un inaudible y aséptico: el tonto solo puede ser tonto: acto seguido, como accionado por un resorte automático, el interfecto recibía un caponazo rubricado con un solemne: ¡imbécil! Entonces, el padre Gago repetía su genialidad: haciendo hincapié en la entonación que no debía pasárseles por alto a los chicos: El TOOONto SOoolo puEEEde sEEEr TOON to: y proseguía con su vendimia de capones por los pupitres, en espera de ese alumno que se dignara a imitar, punto por punto, su deje: así era aquel hombre: para Alejandro el mejor profesor del internado de Valladolid porque, pese a sus coscorrones, a sus insultos y a calificar los pies de los chavales como pezuñas, en sus clases flotaba un amor por el Arte que supo inculcar muy bien en los alumnos: unos alumnos que dejaron el internado con notables conocimientos acerca de la materia: que eso era de lo que se trataba.

De todas maneras, resultaba ridículo ese intento de convertir sus clases, con tales mamarrachadas exentas de toda genialidad e interés, en una réplica patética del machadiano Juan de Mairena. Ese temido primer día de clase los mandó reflexionar y escribir la conclusión a la que deberían llegar acerca de lo del tonto que será siempre tonto, bueno, sobre lo de el TOOONto SOoolo puEEEde sEEEr TOON to, dicho sea con su entonación fundamental. Las respuestas descerebradas que se escucharon fueron acordes a la memez que las suscitaba, ya que nada bueno se podía razonar sobre tamaña estolidez, aunque al padre Gago le pareciera la más sensacional de las reflexiones metafísicas.

Porque para ese hombre, para el bueno del Jabugo, la entonación era algo de importancia extrema: en otra ocasión, mientras estudiaban las Pinturas Negras de Goya, apareció en una diapositiva el cuadro de un aquelarre presidido por el diablo en forma de macho cabrío; el padre Gago pareció invadido por una extraña enfermedad, una especie de ataque nervioso que le obligó a repetir en voz alta, prodigándose en extraños y desaforados visajes: ... y presidiendo la escena, en lo alto, ¡el GRAAAN CAAAbrrrOOONNN! Los alumnos lo miraban anonadados. No cesaba de repetir lo del Gran Cabrón y con ese énfasis deberían declamarlo los chicos: A ver, hermano –preguntaba- ¿y en lo alto, presidiendo le escena?: y el chaval, entre asustado, acobardado y avergonzado de tener que pronunciar esa palabra que en un internado de curas sonaba a taco impronunciable, no tenía más remedio que sobreponerse y decir, entre dudas y balbuceos: el Gran Cabrón. Automáticamente, le caía el caponazo preceptivo sobre la cabeza, con el consecuente ¡imbécil! de rigor: el padre Gago acosaba al siguiente alumno: y se repetía punto por punto la escena: al término de la fila ninguno de los niños era capaz de repetir lo del Gran Cabrón con la entonación adecuada: como si le provocara un esfuerzo supremo y un cansancio agotador, el padre Gago impostaba: ¡En lo más alto, presidiendo la escena y el cuadro, hermanos, ¡el GRAAAN CAAAbrrrOOONNN! Y Alejandro no sabía si en esos instantes el padre Gago era un genio sublime o un payaso ridículo: o si tal vez se movía por la peligrosa linde que separaba ambos calificativos.

2 comentarios:

  1. He tenido la gran suerte de ser alumno del Padre Gago en el Colegio Claret de Madrid (Promoción 1993) y este relato, como los demás de la serie, retratan perfectamente al personaje. Las acertadas descripciones del Padre Canto, el Hermano Santiago y demás fauna claretiana me han llevado de vuelta a mis años de colegio. Enhorabuena. Un saludo

    ResponderEliminar
  2. Estimado Caesar, tu comentario me llena de alegría, porque lo que dices me hace pensar que he conseguido mi cometido, que es reflejar fielmente aquel ambiente del que hablo y al que tú has pertenecido: yo jamás he ido a ese colegio ni he conocido en persona a ninguno de los personajes que trato, el relato es producto de unas charlas con un exalumno del Padre Claret, un poco anterior a tu promoción. El resto es una cuestión de oficio, ponerme en situación y ganas. Así que un millón de gracias. Tus palabras me hacen muy feliz.

    ResponderEliminar