miércoles, 31 de agosto de 2011

El chacal ahíto de carroña




En Sarajevo: Esquina de la calle Franz Joseph, 28 de junio de 1914.

No sólo le he fallado a Serbia y al coronel Apis, también les he fallado a mis hermanos, a mis seis hermanos que murieron de hambre mientras mi padre, un campesino que se mataba a trabajar, pagaba los inmisericordes impuestos a los austrohúngaros, a esos corrompidos representantes de los Habsburgo. Sí, muchos creerán que lo hago por la población bosniaca que se considera serbia, ¡ qué va!, todo ha sido por mis hermanos, exclusivamente por ellos…, y ahora les he fallado, les he fallado a todos -apoyado en la puerta de la charcutería Schiller, Gavrilo Princip acababa su bocadillo y reflexionaba de esa manera. A sus oídos alcanzaban los ecos de las calles, ecos alimentados por el revuelo formado apenas media hora antes, cuando erraron tan estrepitosamente, tan indignos.

Esa jornada de muerte en Sarajevo los siete componentes de la banda de la Mano Negra se reunieron en un piso franco ubicado en una pastelería. Era el colofón a un entramado de intrigas, odios raciales, mentiras, verdades pronunciadas a medias que, de resultar con éxito, terminaría con el archiduque Francisco Fernando, aspirante al trono de la dinastía de los Habsburgo, cosido a balazos. El propio Dragutin Drimitievev, más conocido como el coronel Apis, una especie de padrecito para muchos mercenarios y revolucionarios centroeuropeos que no pasaba de ser un descerebrado sin entrañas, brindaba su total apoyo al crimen.
Esa jornada de muerte en Sarajevo el archiduque, empecinado en serenar los ánimos de los bosnios con una demostración de lo magnánimo que el Imperio regido por su tío era con ciertos nacionalismos, pretendía enseñar la cara más amable de la corona. Para ello, decidió exponerse a la hora de transitar por el seno de una ciudad que sabía hostil a su linaje: los periódicos publicaron con toda exactitud el recorrido de la comitiva que alcanzaría el ayuntamiento e, incrustada en ella, viajaría el representante real en un coche descubierto, la gran oportunidad para un ataque terrorista suicida por más que ciento veinte policías tomaran la localidad.

Esa jornada de muerte en Sarajevo los siete hombres se apostaron a lo largo de la línea letal que conformaba el paseo Apell, que discurría paralelo al río Miljacka. Cualquiera de ellos podría acabar, sin mayores problemas, con el archiduque, que ofrecería un blanco diáfano a su paso, pero sucedió lo imprevisto: los cinco vehículos del cortejo ganaron el lugar en donde se ubicaba el primer asesino y el hombre no reaccionó. Helado en su pavor se limitó a contemplar el desfile, ante su vista pasó el objetivo, figurín encastillado en la soberbia real. Tuvo que ser su compañero, Gavrinovic, quién despertara del letargo que el espanto sumía a sus camaradas. En su interior se desperezó el oscuro ángel asesino, desplegó sus alas y arrojó con decisión una bomba, con tal decisión y premura que olvidó el necesario retardo de diez segundos para que el artefacto detonara. En esos eternos diez segundos Gavrinovic ingirió un pomo de cianuro que Gavrilo Princip les suministró y se arrojó al río al grito de ¡soy un héroe serbio!

Instantes después, entre el revuelo provocado por la explosión ocurrida varios vehículos más atrás del coche del archiduque, el terrorista era detenido con espasmos y vómitos. El cianuro, manido, no valía para nada. Ya lo intuyó así Princip tras su fallida visita a Praga, donde quienes debían suministrarle las armas prometidas y el veneno acordado dieron un cobarde paso atrás. Un farmacéutico afín a la causa preparó los pomos al estilo de los alquimistas antiguos de la ciudad, con más fe que sapiencia, y el armamento, bastante deficiente, tuvo que viajar en el interior de una maleta que el camarada Danilo Ilic transportó desde las propias manos del coronel Apis a la pastelería de Sarajevo. El río apenas corría con un palmo de agua, colofón a la desgracia de Gavrinovic, por lo que la policía no tuvo complicaciones para detener al héroe serbio, aturdido, convulso y dolorido por la caída.

Allí debió terminar esa jornada de muerte en Sarajevo, pero no fue así. El resto de los integrantes de la Mano Negra se dispersaron de inmediato para reunirse, minutos después, en un parque. Eran un desastre, incapaces de acabar con el miserable fantoche real. El hambre, una reacción a la congoja, se desató en Princip. Un hambre salvaje, insoportable. La voracidad del chacal que lleva cuatro noches sin gustarse con la carroña. Esa mañana, tan nervioso, apenas desayunó: la imagen del archiduque desmembrado, repleto de metralla, era un embudo que cerraba su garganta y ahora, liberada la tensión, su estómago exigía alimento. Sorprendido por tamaña reacción física, también acuciado por la necesidad de reflexionar a solas su maldito fracaso, se alejó de los compañeros y se encaminó a la charcutería Schiller para tomar un bocado. En su cabeza no dejaba de maldecirse, temeroso de que Gavrinovic los delatara a todos tras ser interrogado en la comisaría.

Pese al fallido atentado, el archiduque mostró valor y decidió seguir adelante con su agenda para rendir la consuetudinaria visita al Ayuntamiento. La recepción resultó un acto forzado y ridículo, a causa de que ambos, alcalde y noble, mantuvieron sus respectivos discursos oficiales sin cambiar una sola letra: de espaldas a los sangrientos acontecimientos, se deshicieron en mutuos elogios y agradecieron la hermandad de la ciudadanía de Sarajevo con los Habsburgo y la calurosa acogida que prodigaban al representante del trono. En cuanto el archiduque fue informado de que la bomba hirió levemente a varios integrantes de su séquito ordenó al chofer, fuera ya de todo protocolo, que lo condujera camino del hospital para rendirles visita.

El vehículo debía volver por el paseo Apell, pero el conductor se equivocó. Tomó un giro errado y apareció en la esquina de la calle Franz Joseph; se detuvo para dar marcha atrás y corregir su ruta justo delante de Gavrilo Princip que, una vez terminado su bocadillo, encendía un cigarrillo harto perjudicial para su tuberculosis, un mal en estado tan avanzado que ya bien poco le importaba cuidarse. Sus ojos, abiertos a la incredulidad, contemplaron la pechera condecorada de la Historia, la pechera que le condecía, en una diana refulgente, la tan esquiva segunda oportunidad para convertir, ahora sí, la jornada de Sarajevo en una jornada de muerte.

El volante se atascó. El conductor maldijo en voz baja. Azorado por su error lamentó la mecánica del auto y pensó en moler a palos al muchacho encargado del mantenimiento. Necesitó un golpe de fuerza para desbloquear la dirección, pero ya era tarde para Europa. Gavrilo empuñó su Browning del calibre 22 y elevó el brazo con la firmeza de un autómata. Le aumentó la fiebre y su frente se cuajó de gotitas de sudor. No apuntó, no miró, sus pupilas en absoluto necesitaban asomarse al abismo de las ojeras para acertar.

Dos disparos.

Dos pelotazos de felpa que sacuden al muñeco de feria.

La princesa Sofía, junto al archiduque, realizaba su primer viaje oficial. Dado su origen plebeyo, el protocolo traía de cabeza a la familia real y los chambelanes no permitían que la mujer abandonara el Palacio. El archiduque impuso su capricho para el viaje a Sarajevo. Sofía contempló el balazo que penetró por el cuello de su marido. El dolor transformó su rostro de figurín a fantoche, de fantoche a pelele, de pelele a hombre.

-¡Por el amor de Dios! ¿Qué te pasa? -le preguntó la mujer angustiada para, a continuación, desplomarse a un lado, herida de muerte en el abdomen.

-¡Sofía, Sofía, no te mueras, vive para nuestros hijos! -gritó el archiduque antes de, también él, desvanecerse y tornarse en figura maldita de la Historia.

Gavrilo, petrificado en el caos, contempló la escena con el arma, humeante, empuñada en dirección a su hazaña indeleble por siglos. Con un movimiento mecánico extrajo su pomo de cianuro, pero temió que no surtiera el efecto deseado. Con pulso firme se aproximó el cañón de la pistola a la sien. Tibio, entre las dos orillas de la duda –veneno, disparo-, dilapidó su tiempo. Manos como garfios y brazos como correas se le aferraron brutalmente. Estaba perdido.

A las once y media falleció el archiduque. La princesa Sofía, embarazada de tres meses, lo hizo un poco antes. El asesinato a sangre fría de una mujer indefensa y en estado de gestación era el acto más vil que un hombre podía cometer. Así lo creía Gavrilo, pero no por ello dejaba de sentirse orgulloso.

El chacal, por fin, ahíto de carroña.

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