lunes, 29 de agosto de 2011

Aguda fiebre de grillos (parte 1 de 10)




Penetraba el padre Gago en el aula: un recitativo prendido de los labios, salmodia consuetudinaria, rezo a modo de saludo que todos los curas del internado proferían obligatoriamente antes de iniciar cada clase: Dios te salve María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre... ¡Jesús!

El padre Gago pronunciaba la oración entre dientes: chapurreada deprisa y maquinalmente mientras con gesto maniático se frotaba las manos: la oración duraba justo el tiempo que una persona necesitaba para recorrer la breve distancia que separaba la puerta de la pizarra: el padre Gago pisaba el estrado en el mismo instante en que pronunciaba el desganado: ¡Jesús!, para, tras una sonora palmadita de aviso, exclamar un: ¡papelucho!, que alborotaba a los alumnos: raudos, al ensalmo de palabra tan mágica, los chicos ocupaban sus pupitres y buscaban apresurados cualquier papel que se les pusiera a mano para responder en él a la pregunta del improvisado examen.

El padre Gago era conocido como el Jabugo entre los alumnos: más bien chato y regordete, con las gafas en quimérico, pero a la par estable equilibrio sobre esa naricilla porcina de la que jamás llegaron a caerse –para decepción de la chavalería-, impartía las clases de Arte y amaba su materia como pocos profesores del internado; porque el profesorado adolecía de amor por el prójimo, de amor por las asignaturas y de amor por sus propios trabajos. La excepción, en eso, era el padre Gago: que aparecía en la clase: entonaba su canturreo: y concluía con un seco: ¡Jesús! Y tras la palmadita de rigor anunciaba: ¡papelucho!

La pasión por la asignatura que cada curilla impartía tan sólo la sentía verdaderamente el padre Gago –que acababa de rezar el Ave María y ordenar papelucho- y en cierta medida, aunque por otros motivos, el padre Palomino, encargado de las clases de literatura y Ecce Homo de eterno malestar en el aparato digestivo, con úlcera, ardores y flatulencias, escritor y poeta de los de cafetín y vasito de bicarbonato que un día leyó en clase un poema y preguntó con insistencia a los hermanos si sabían quién era el autor: entre los nombres que se barajaron como posibles alumbradores de la obrita aparecieron Espronceda y Bécquer, para satisfacción del esponjado cura. El padre Palomino desveló –con una modestia forzada y entre dientes, aunque todo su ser pugnaba por abrir los ventanales y gritar con viva voz a los campos castellanos que era él, en efecto, el creador- que se trataba de un poema suyo:

Pía que te pía, pía,

un pajarillo en el árbol,

aguda fiebre de grillos

va su pico goteando.

Así rezaba la composición, y los alumnos sentían un morboso escalofrío, algo macabro, incluso algo erótico, al saborear en los oídos eso de aguda fiebre de grillos va su pico goteando.

El padre Gago entendía a los niños, los admiraba y sabía cómo tratarlos, no les exigía un comportamiento adulto, una de las mayores obsesiones del padre Canto: un hombre reconcomido y resentido con todo el mundo: que regalaba golpetazos en la cabeza con unas gruesas llaves: que telefoneaba a las familias de los alumnos para reprenderlas por cualquier nadería –incluso a las horas más intempestivas y en los momentos más inopinados- y que castigaba de manera desproporcionada y amenazadora: el padre Canto era un malnacido, en toda la extensión de la palabra.

Si Alejandro debía su amor por el Arte a las clases del padre Gago –ese que decía ¡Jesús! entre dientes y ordenaba un papelucho tras la palmadita de aviso- bien podría haberle adeudado al padre Canto un aborrecimiento eterno por la Historia: la materia que impartía con evidente desgana y nula preparación pedagógica. Sin embargo, por una de esas paradojas de la vida, la nefasta enseñanza de la Historia por parte del padre Canto influyó definitivamente en Alejandro, que solía preguntarse si lo que el mal encarado curilla les reseñaba, entre eructos ácidos y vaporadas de Chinchón seco, guardaba algún parecido –por remoto que fuera- con los acontecimientos reales. Si yo impartiera clases de Historia no las daría así, se decía a menudo y, al final, Alejandro se convirtió en catedrático de Historia, casi como una forma de llevar a cabo un desagravio de la asignatura en compensación por el grosero y grasiento manoseo al que el padre Canto la sometió durante años. Pero eso es otro asunto, ya.

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