viernes, 26 de agosto de 2011

El último vaso de vino de Alois Hitler




En Leonding, cerca de Linz, en la mañana del tres de enero de 1903.

-¡Qué poco sabía él que reventaría! ¡Qué poco sabía que tomaba su último trago! -exclamó la señora Baum nerviosa y alborotada, dueña de la gasthaus Wiesinger, una tabernucha sita en la localidad austriaca de Leonding. Uno de sus conciudadanos, Alois Hitler, acababa de perecer en el interior de la cantina y, no todos los días, se moría alguien en su bar. De ahí la, más que comprensible, excitación de la mujer. Sin embargo, cuando la policía se personó en el local para elaborar el pertinente atestado, el asunto perdió lo poco que de pintoresco pudiera tener. La señora Baum intuyó con preocupación que, de momento, la gente preferiría no volver por allí porque “trae auténtica mala suerte beber en un lugar donde alguien se ha muerto”, eso sin añadir el lógico recelo que por un tiempo se apoderaría de los parroquianos al pensar que, tal vez, el motivo de la fulminante muerte del señor Alois Hitler bien pudiera encontrarse en el fondo del vaso de vino del Rin que saboreaba en el instante del óbito; las lenguas maledicientes siempre sospecharon que las bebidas de la gasthaus Wiesinger se adulteraban, por no decir que hasta se envenenaban, y acababan de encontrar una justificación para sus recelos.

Menos mal que, poco a poco, la clientela regresó al lugar. Con el paso del tiempo los parroquianos dejaron de concederle tanta importancia al suceso porque el ser humano es un animal de costumbres: tenían el hábito de beber allí y les sabía malo acudir a otro sitio, se sentían incómodos acodados en mostradores extraños. Además, la investigación pericial demostró que a las bebidas servidas por la señora Baum no les ocurría nada extraño, a no ser un ligerísimo bautismo consuetudinario. Eran vinos y licores de calidad; quedaba claro que el bueno de Alois Hitler sufrió un síncope natural.

-¡Qué poco sabía que tomaba su último trago! -le dijo la señora Baum a una vecina cotilla, la señora Plock-. ¡Ni siquiera llegó a bebérselo del todo! ¡Con lo que le gustaba el vino del Rin! Dio un sorbo, se relamió, se atusó un poquito esos monumentales bigotazos que gastaba y, dispuesto ya para un nuevo traguito, ¡zas!, se desplomó.

Alois Hitler, movido por la fuerza de la rutina, entró en la gasthaus Wiesinger a las ocho en punto de la mañana para degustar su vino del Rin. Trató con descortesía y rudeza, por no decir que con su típica grosería, a la señora Baum –resignada, la mujer sabía soportar ese trato que le dedicaban algunos clientes- y le plantó delante el obligado vaso de recio alcohol.

Alois Hitler miró a los lados, en una maniobra nerviosa destinada a comprobar que nadie más se encontraba en derredor, tal vez oculto entre las sombras, como si le fastidiase sobremanera que la gente pudiera contemplarlo beber. Repitió una vez más las hurañas miradas, furibundas, arrojadas a derecha e izquierda con hosquedad y, seguro de encontrarse solo, se acercó el vaso a la boca y dio el primer y pequeño sorbo, ese sorbito que le encantaba, que le sabía a manjar propio de los dioses. Depositó el vaso en el mostrador con parsimonia, se atusó los descomunales bigotes y se llevó la mano derecha al costado mientras su lengua corría por los labios a la captura de los restos de esa primera libación que lo resucitaba con sus mágicas propiedades. El trago de vinacho siempre conseguía que viera la vida, al menos por un rato, de otro color, casi con optimismo.

Se palpó el costillar porque un dolor incierto e indefinible le laceraba el cuerpo. Un dolor muy parecido a ese otro dolor del que ya se trató durante el verano pasado, por cuya asistencia los médicos le cobraron un dineral en consultas. ¡Pero que diantres!, se encontraba un poco mayor, cierto, ¡pero también se sentía mejor que nunca desde su jubilación como oficial de aduanas en el Servicio Imperial! Tras cuarenta años entregados al Estado bien se merecía un buen trago de vino cada mañana, ¡qué menos!

Con la intención de vaciar el resto del contenido en el estómago de un sólido, masculino y viril lingotazo, se acercó el vaso a la boca por segunda vez pero, antes de poder ingerirlo, cuando sus labios estirados hacia adelante en forma de embudo adoptaban ya el castrense ademán de un corneta, Alois se desplomó sin vida sobre el suelo de la cantina. El vaso se fracturó contra el entarimado, desintegrado en añicos multicolores, y dejó una rosácea roncha de vino que la señora Baum nunca pudo eliminar del todo pese a la ayuda de poderosos disolventes que devoraron por completo el brillo de la madera y dejaron una extraña sombra mate en el piso, mácula encima de la cual nadie quería situarse: ¡Estás pisando la mancha de Alois!, se advertían y divertían unos a otros por entre el fragor de las jarras de cerveza, inmersos en la batalla de las copas de aguardiente de cerezas. Entonces, con un gesto de malestar supersticioso, el aludido pegaba un respingo y se apartaba de allí. Llegó a ser una tradición del lugar que pagase una ronda de bebidas quien pisara la mancha.

El día en que una hemorragia pulmonar acabó, de manera fulminante, con la vida de Alois Hitler, su hijo Adolf, un golfillo maleducado de apenas catorce años, vagaba por las calles, perseguía y hostigaba a los perros, trepaba como un mono por los árboles, pateaba las piedras, capturaba insectos y se ensuciaba los pantalones con el barro de los charcos.

Ese día, el día en que murió Alois Hitler, su hijo Adolf se sentía feliz y lleno de vida por haberse saltado las clases de la Realschule de Linz.

Ese día, su padre, Alois Hitler, acababa de entrar en la Historia... eternamente amorrado a un vaso de vinacho.

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